Elogio a una ciencia (no tan) lúgubre

Los que somos de esa generación que se ha venido a llamar ‘boomer’ (o ‘baby boomers’) – esto es, la cohorte demográfica de las personas nacidas entre 1958 y 1975 (aunque las fechas exactas varían según las fuentes consultadas) y que representamos aproximadamente un 25% de la población española actual (nada menos que 14 millones, según el INE) – nos acordaremos sin duda de cuando en nuestra infancia y juventud nos contaban aquellos chistes que comenzaban con algo así como “(…) va un inglés, un alemán y un español y…”. Luego, como recordarán, el chascarrillo devenía en alguna situación chocante o absurda en la que el español salía mejor parado que ninguno, gracias a su astucia o sentido común. Tengo un amigo ingeniero (pobrecillo), que para hacerme rabiar siempre sustituía a los protagonistas anteriores (y por el mismo orden) por un economista, un matemático y un ingeniero, con resultados similares, y donde la Economía, según su punto de vista, era representada como una ciencia simple y triste, donde las soluciones siempre eran obvias después de aplicarlas y donde los errores que cometíamos a menudo nos hacían dudar de hasta de nosotros mismos. Otro día hablaremos de esos errores, tal como se ha hecho abundantemente y sin miedo en este blog (véase aquí, aquí, o aquí por poner solo unos ejemplos). Hoy, en esta mi primera contribución a la nueva temporada de Nada es Gratis quiero romper una lanza a favor de la idea de que la economía no es una ciencia lúgubre.

Los orígenes del término ‘dismal science’

Vaya por delante que mi especialidad no es la historia económica (y pido perdón por adelantado a mis colegas expertos en este tema) pero, según parece. el término inglés dismal science (ciencia sombría) fue acuñado por el escritor escocés Thomas Carlyle en 1849 en su ensayo ‘Occasional Discourse on the Negro Question’ para contrastar la Economía con la ‘gay science’ (ciencia alegre) que, según él, se refería al arte de los trovadores (sic). Todavía estaba muy reciente el impacto malthusiano del Ensayo sobre el principio de la población y otras obras similares de los economistas clásicos de los siglos XVIII y XIX por lo que, a partir de ellos, Carlyle criticaba la Economía por su enfoque impersonal de los problemas, centrado en los mercados como entes abstractos y sin vida, y en el individuo como ser egoísta, considerándola como una disciplina desoladora en cuanto a sus predicciones. Debido a la riqueza de la lengua de Cervantes, la traducción al castellano del término dismal tampoco goza de unanimidad, ya que si bien lúgubre es su traslación más habitual, también se han empleado en ocasiones sinónimos como funesta, tétrica, melancólica, ominosa, pesimista, etc. Como ven, toda una serie de términos a cual más “optimista”.

Curiosamente (o tal vez no) el propio nombre de este blogNada es Gratis – apela a la dificultad de alcanzar la felicidad sin sacrificio y en muchas de sus contribuciones pasadas (véase aquí, aquí o aquí, por ejemplo) se ha abundado en esa supuesta tristeza asociada a nuestra ciencia. No obstante, el origen de este término no es tan antiguo como a veces pensamos, ya que suele asociarse a una novela de ciencia ficción ‘The Moon is a Harsh Mistress’ publicada por entregas por Robert A. Heinlein entre 1965 y 1966. La expresión se popularizó en la década de 1970 a través de la frase ‘There ain’t no such thing as a free lunch’, utilizada ampliamente por el economista liberal Milton Friedman, entre otros, para enfatizar la idea de que los recursos de nuestra sociedad son limitados y que cualquier decisión económica siempre implicará una interacción entre beneficios y costes.

Muchos trabajos académicos (véase aquí, aquí o aquí, por citar unos pocos), frecuentes artículos en la prensa económica “seria” (me refiero, por ejemplo, a The Wall Street Journal o Financial Times, o a revistas como The Economist o Time) y un nada desdeñable número de libros de texto (incluyendo el opus magnumEconomía’ de Paul A. Samuelson) y de otros tipos (otro día hablaremos de la diferencia entre los auténticos libros de ensayo o divulgación en economía y los de autoayuda con fundamentos pretendidamente económicos) caracterizan nuestra disciplina como algo que siempre está asociado a las malas noticias y a una nube de palabras llena de términos con connotaciones negativas. En mi humilde opinión, la mayoría de ellos están desenfocados – a veces incluso totalmente equivocados – porque parten de un concepto erróneo sobre el papel que debe jugar un economista en sociedad.

¿Para qué sirve (realmente) un economista?

En esta época en la que los gobernadores de los bancos centrales o los ministros de economía podrían preguntarle a cualquier herramienta de inteligencia artificial generativa “cómo puedo reducir la inflación” o “cómo acabo con el problema del desempleo”, y en la que – según parece – pocas profesiones no manuales van a desaparecer en un futuro cercano, que exista formación a todos los niveles en los principios de la Ciencia Económica es una de las mejores noticias para nuestra sociedad. Sí, ya sé que como docente parece que únicamente estoy defendiendo mis garbanzos y se me puede tachar, sin duda, de corporativismo. Sin embargo, eso es lo que creo realmente y antes de formular tal crítica ad hominem permítame el lector, al menos, exponer la siguiente argumentación.

¿Cuál es el mayor miedo profesional de un médico? Probablemente, que se le muera un paciente por culpa de un error de diagnóstico o tratamiento o por su incapacidad para detectar y/o solventar la enfermedad que lo aqueja. ¿Y el de un arquitecto? Pues supongo, que se derrumbe un edificio, un puente o cualquier otra construcción en cuyo diseño haya participado. Imagino que para ingenieros, físicos o matemáticos, su mayor temor está relacionado con cometer algún desliz en sus cálculos y que de ello se deriven resultados erróneos, con consecuencias ya sea teóricas o prácticas negativas. ¿Y para nosotros los economistas? ¿Cuál debería ser nuestro mayor temor desde un punto de vista profesional?

En mi opinión la respuesta está muy clara: que exista cualquier tipo de despilfarro de recursos en la sociedad que nos rodea. Cuando se realizan inversiones públicas o privadas ineficientes, cuando los individuos – consumidores o empresas – tomamos decisiones que van en contra de nuestro mejor interés, cuando los mercados o incluso el Estado asigna, en definitiva, cualquier recurso a algún fin para el cual existe una mejor alternativa o un empleo mejor (en el sentido más amplio de la palabra, esto es, en términos de eficiencia asignativa), los economistas deberíamos sentirnos profesionalmente agraviados y hacer oír nuestra opinión técnica sobre el problema en cuestión. Es muy posible que no nos hagan caso, que nos tachen de agoreros o que minimicen nuestras recomendaciones con críticas descabelladas; la situación es equivalente a cuando un médico recomienda a un paciente dejar de fumar o bajar de peso y este decide continuar con sus malos hábitos. El hecho de que la sociedad ignore una opinión económica técnicamente bien razonada o incluso empíricamente bien fundada no disminuye un ápice la valía de tal contribución.

Siguiendo con la analogía, la Economía es, por tanto, una ciencia tan lúgubre al menos como la propia Medicina. Si no existieran enfermedades, no harían falta médicos, al igual que si todos los recursos de nuestra sociedad estuvieran eficientemente asignados no harían falta los economistas. Por la propia definición de nuestra ciencia – asumir que vivimos en un mundo de recursos limitados con usos alternativos para satisfacer necesidades humanas que no siempre son compatibles entre sí – nuestro trabajo debería valorarse socialmente con la misma dignidad y aprecio que el del personal sanitario: ellos contribuyen a mejorar la calidad de vida de los pacientes; nosotros intentamos mejorar la asignación de los recursos sociales.

Conclusión

Si mi razonamiento anterior es correcto, al menos desde un punto de vista formal, entonces, ¿por qué seguir tachando de fúnebre a nuestra disciplina? Al contrario, deberíamos estar contentos y agradecidos de que existan profesionales que velen por el buen uso de los recursos, y que canten alegremente en contra del despilfarro de los mismos en el sentido de los trovadores de Thomas Carlyle. La economía es alegría, debería ser la canción.

Lamentablemente todos sabemos que esto no es así. En un mundo crecientemente polarizado – tanto, que a veces incluso parece caminar hacia repetir errores que cometimos en el verdaderamente funesto siglo XX – no hace falta sino releer, por ejemplo, el interesante post de hace unas semanas en este mismo blog sobre El impacto de que los científicos opinen sobre política en redes sociales (aquí) (u otros con el mismo tono aquí o aquí) para darnos cuenta de muchas veces, somos nosotros mismos quienes abandonamos (consciente o inconscientemente) el terreno de la neutralidad técnica y nos adentramos en las procelosas aguas de la opinión política, aun a costa de nuestra propia credibilidad.

No voy a ser yo quien juzgue si eso es correcto o adecuado, o si la frontera es siempre fácil o no de establecer. En todo caso creo que todos deberíamos hacer examen de conciencia (incluso yo mismo, al escribir estas palabras) y tratar de distinguir cuando actuamos verdaderamente como economistas de cuando lo hacemos políticamente. En el primer sentido, repito, somos una ciencia alegre, la de los “médicos de los recursos” y es en defensa de esta idea por lo que he querido escribir este mi primer post del nuevo curso académico. Lo he hecho, lo confieso, para animarme a mí mismo en primer lugar, pero también como llamada de atención a los millones de jóvenes millenials y de la generación Z que actualmente están en nuestros colegios institutos y universidades, o con los que simplemente nos encontramos a diario en nuestro entorno y que no entenderían los famosos chistes con los que comenzaba este artículo. Tenemos un trabajo ingente por delante: ayudarles a pensar en términos de eficiencia. ¿No le parece al lector un desafío interesante?

Hay 3 comentarios
  • Se pide que no despilfarre al que no puede, al que puede se le anima a despilfarrar. De hecho la ostentación y el glamour gustan más que la mugre y la miseria.
    Es peculiar la visión aséptica y objetiva de una ciencia que no entra a valorar la fuente de los datos, que no es otra que la conducta que dimana de los impulsos o deseos irracionales de un conjunto de individuos. De alguna forma, creo que si todos observáramos una conducta dimanada del discernimiento racional como contraste a la visceralidad de lo inmediato, sin duda, que buena parte de los fenómenos económicos asumidos como leyes inquebrantables, de desvanecerían ante nuestros ojos.

  • Estimado Javier,

    Enhorabuena por una entrada tan bien escrita, con detalles documentados de forma precisa y una reflexión realmente interesante.

    Parece que los economistas tenemos una ingente tarea por delante, aunque no estoy seguro de si eso es motivo de alegría. Si nos alejamos de la abstracción de nuestros modelos y observamos el panorama global, lo que se ve es un despilfarro de recursos sin parangón en la historia de la humanidad. Por mencionar algunos ejemplos: el desperdicio de alimentos, con un tercio de la producción mundial que se pierde; el uso ineficiente de la energía, especialmente en el transporte; o la obsolescencia programada de productos electrónicos que genera enormes cantidades de residuos. También está la sobreproducción industrial, como en el caso de la moda rápida, así como la construcción de infraestructuras no utilizadas. Además, se suma el uso ineficiente del agua en la agricultura, la deforestación innecesaria para la agricultura extensiva, y el mal manejo de residuos plásticos de un solo uso, todos ellos claros ejemplos de despilfarro que afectan tanto al medio ambiente como a la sostenibilidad.

    Por otra parte, la exaltación de la eficiencia deja de lado cuestiones igualmente importantes dentro del ámbito de la economía, como la distribución de los recursos.

    Finalmente, no creo que los análisis técnicos sean completamente neutrales; pueden ser objetivos, pero no neutrales.

    • Muchas gracias por el comentario, Alberto.
      Totalmente de acuerdo. Mi aportación no pretende ser únicamente una exaltación a la eficiencia. Efectivamente, también tenemos mucho que decir con relación a la equidad, pero eso será en otro post...

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