No lo llames universidad, llámalo X

Por Antonia Díaz (@antoniadiazrod.bsky.social, @AntoniaDiazRod) y Luis Puch (@lpuch.bsky.social, @lpuchg)

Imagen de Nikolay Georgiev en Pixabay

 

Seguramente ya se hayan olvidado, pero el pasado verano fueron populares los culebrones sobre títulos universitarios inventados (aquí o aquí, entre muchos otros ). Especialmente llamativa es la incidencia de esta patología entre los políticos. Por cierto, la veracidad o no de la posesión de los títulos puede consultarse aquí. Eso sí, siempre con permiso del implicado.

No es la primera vez que Nada es Gratis trata estos temas. La más sonada seguramente fue esta, donde se distinguía entre hechos delictivos (a menudo difíciles de probar) frente a mentiras y exageraciones (siempre en muy diversos grados y consecuencias). Por las circunstancias del momento, el foco de aquella entrada se dirigió a las tesis doctorales. Se llamaba la atención entonces sobre el elevado número de no-tesis doctorales que pensamos se siguen presentando en España como output de muchos no-programas de doctorado (que nominalmente sí lo son). Para los conocedores, nada novedoso. Para la sociedad, mucha confusión.

En la entrada de hoy descendemos un nivel (de asunto, que no de calidad, esperemos) para referirnos en general a los títulos universitarios. A nuestro entender, es especialmente necesario en este momento poner orden en el sistema universitario y, en particular, dónde está el límite (¿inferior?) de la excelencia.

¿De qué hablamos cuando hablamos de universidad?

Conviene empezar con una condición inicial: La investigación se tiene que realizar en la universidad. La razón es simple: es donde están los estudiantes. En palabras de Tom Sargent, ilustre investigador, premio Nobel en Economía 2011, en su discurso para la cena de gala Nobel de ese año: “soy un profesor, y me dirijo [entre otros…] a mis estudiantes que llegarán a ser mis profesores”. Esto no quita para que la investigación (con todo lo que implica) pueda llevarse a cabo en otros sitios, pero en cualquier caso, mejor si esos sitios están más, y no menos, vinculados a la universidad (en el sentido de grado y posgrado).

La docencia universitaria es en su mayor parte la transferencia del conocimiento de frontera. Y si no es así, no puede considerarse docencia universitaria. Para llevar a cabo esa actividad de transferencia hay que ser un/a investigador/a. Es imposible enseñar a ese nivel si no se investiga. No nos engañemos, esa es la única manera de estar al tanto de lo que los estudiantes necesitan aprender (a veces ni así). Se pueden enseñar bien, teorías dominadas, si no incorrectas, y también enseñar teorías correctas, pero sin sentido crítico y/o sin contexto. Nada de eso lleva a aprender.  Dicho de otra manera, la buena docencia la hacen los buenos investigadores, en el sentido de poder enseñar en cada momento lo que los estudiantes tienen que aprender. De nuevo, esto no quita para que haya determinados contenidos asociados a la formación universitaria que sean eminentemente prácticos (o bien conocidos), y que por tanto, puedan ser impartidos por estudiosos (no investigadores) y por profesionales.

¿Y por qué la investigación es tan importante? Pues seguramente no haga falta decirlo. Seguro que todo el mundo piensa inmediatamente en el progreso del conocimiento, la solución de los grandes problemas que nos ocupan, o la cura de enfermedades. Antonio Cabrales lo ilustraba aquí muy bien el otro día, hablando del conocimiento y sus efectos más tangibles, al argumentar sobre la importancia de pagar mejor a los mejores profesores. Puede que algunos lectores se pregunten cómo definimos “buena investigación” pero como no queremos alargar demasiado este post, les dejamos aquí los enlaces a los posts de NeG sobre excelencia en investigación.

El problema viene precisamente cuando por una mala interpretación de la inevitable jerarquía de excelencias, algunos llegan a la conclusión de que una universidad puede ser cualquier cosa. No. Cualquier cosa no es una universidad. Este es en parte el asunto que abordaba Alonso Rodríguez, profesor de la politécnica de Madrid, en el blog. Lo hacía para poner de manifiesto lo no tan bien que andamos en España en investigación puntera en ingeniería y tecnología, áreas en este momento de extrema relevancia. Y no sólo por lo que supone en cuanto a estar en la frontera de la investigación en distintos ámbitos, sino también para llegar a disfrutar gracias a ello las mejoras de productividad que se están observando en las economías en las que este tipo de investigación sí se está haciendo bien (otra vez, ver el post de Antonio Cabrales). Alonso asociaba su preocupación a la proliferación de universidades privadas como resultado de ciertas políticas cortoplacistas por parte de algunas comunidades autónomas. Aunque la cuestión puede ser más o menos controvertida, lo que resulta indudable es que la política científica en cualquier país presenta economías de escala muy importantes. Seguro que no estaría de más profundizar sobre este asunto, pero hoy mejor seguir con el tema de los límites a la (no) excelencia. Al hacerlo, vaya por delante que somos conscientes de la enorme heterogeneidad que hay entre CCAA, a la vez que dentro de cada grupo de universidades públicas y privadas.

Universidad pública y universidad privada

Como ya se ha señalado en este blog, en España hay una proliferación, sin parangón en países de nuestro entorno, de las universidades privadas. Creemos que esto se debe a dos cosas: La primera, al aumento de la demanda de estudios universitarios. La segunda, la escasez de la oferta pública de plazas. Respecto a la demanda, podemos recordar el Gráfico 5 del post “Universidades Públicas, Universidades Privadas: El caso de Ciencias de la Salud”. Nuestra hipótesis es que, en el contexto del gran cambio tecnológico que estamos experimentando, las familias son conscientes de la necesidad, y el rendimiento futuro, de invertir en la educación superior de sus hijos. A la vez, la acuciante restricción presupuestaria a la que se enfrentan los gobiernos de las economías avanzadas empuja, a corto plazo, en la dirección de sacar del presupuesto la educación universitaria. La cuestión es que las universidades privadas tienden a ofrecer títulos con rentabilidad inmediata y bajo coste, pero ofrecen menos títulos entre los poco demandados o los que podrían dar lugar a mayores externalidades positivas para la sociedad. En cualquier caso, como explicaba Jordi Paniagua en este post, la buena universidad privada puede ser complementaria de la buena universidad pública respecto a la oferta de muchos títulos, ampliando las posibilidades de elección de un buen número estudiantes.

Desgraciadamente, como también muestra ese Gráfico 5 que habíamos indicado arriba, la oferta pública de plazas universitarias no sigue el ritmo de la demanda. La causa, a nuestro entender, la apunta Alonso Rodríguez. Las CCAA no internalizan los efectos multiplicadores de la inversión en educación superior. Solo quieren (unas mas que otras) minimizar el coste de la financiación de la educación superior sin atender a ningún criterio de rendimiento, productividad, y beneficio social. En ese mundo, como en el caso de los impuestos autonómicos, se produce una espiral hacia abajo. Este criterio de minimización está llevando a una sobredimensión de la provisión privada de la educación superior que, a su vez, no tiene incentivos para tener buenos centros salvo muy honrosas excepciones. El resto a menudo solo buscan capturar a corto plazo unas pocas rentas de monopolio. Esta dinámica devalúa la calidad de los títulos de cierta universidad privada, lo que combinado con los recortes en la pública puede acabar arrastrando a (casi) todo el sistema universitario.

Los males de la universidad pública

Estamos todos de acuerdo en que una oferta suficiente de plazas públicas universitarias es una herramienta indispensable para estimular la movilidad social en una sociedad. Y la movilidad social, como ya hemos analizado muchas veces en este blog, no nos preocupa porque demasiada desigualdad nos resulte antiestética, que también, sino porque el desperdicio de talento redunda en la pérdida de todos. Pero para que la universidad pública cumpla su papel no solo hacen falta más recursos y más plazas. Hace falta más criterio de excelencia para asignación de fondos, promoción universitaria, creación y consolidación de equipos investigadores. El criterio de excelencia, además, no debería ser dicotómico sino incorporar incentivos dinámicos.

Hay un problema que nadie quiere mirar de frente (bueno; en este blog hablamos mucho sobre ello): La universidad pública española, salvo contadas excepciones, está atrapada en una estructura obsoleta que impide premiar la buena investigación; en particular, dificulta muchísimo la formación de equipos investigadores, y castiga, de forma silenciosa, cualquier intento de regeneración. Las políticas públicas —cuando existen— están más centradas en contener el gasto que en transformar el sistema. La universidad pública necesita un plan de reconversión real. Muchas plantillas están envejecidas, con profesores que han perdido el pulso de la investigación y, por tanto, el de la docencia. Muchos grados necesitan una modernización, tanto en las materias que los componen como en la manera de impartirlas. Pero todo eso requiere esfuerzo, tiempo, e incentivos adecuados.

Quizá la universidad privada está libre de esta carga del pasado. ¿Es esto suficiente? Lo discutimos en el siguiente apartado. Por el momento estamos insistiendo en la importancia de los equipos de investigación. Si hay una tarea del intelecto humano que requiere de la interacción con pares es la investigación. Y para la creación de esos grupos los procesos selectivos de personal deben agilizarse, simplificarse, y adecuarse a los plazos en que los candidatos pueden cambiar de centro. El programa María Goyri, aunque esté guiado por la mejor de las intenciones, no ayuda en absoluto a mejorar los procesos de contratación. Es más: una pedrea de Plazas Ayudante Doctor convocadas espasmódicamente a lo largo del curso quizá solo lleve a reforzar las malas praxis de muchos centros.

Por otro lado, los planes que pretenden instar a las universidades públicas a buscar financiación privada son ilusorios mientras que las viejas estructuras que impiden a los equipos de investigación buscar y disponer de sus propios fondos estén en pie. En fin, los investigadores en la universidad pública estamos resultando ser los perdedores, no de la globalización e internet o de la Inteligencia Artificial, sino de las políticas de los gobiernos de muchas CCAA, a la vez que de muchos Rectorados. No podemos creer que sea deliberado o inevitable.

Los males de la universidad privada

Desde nuestro punto de vista, el mal mayor al que se puede enfrentar la universidad privada es no competir con una buena universidad pública. Lo vamos a decir claramente: La universidad privada es tan buena como la pública con la que compite. Esto es así porque, por sus propias características, el mercado de educación superior está plagado de problemas informacionales y externalidades. En esas circunstancias, agravadas por el fenomenal cambio tecnológico que aumenta la demanda educativa, las universidades privadas disfrutan de un mercado cautivo del que extraer rentas en forma de sustanciosas matrículas y al que, si ese es su objetivo, pueden vender fácilmente docencia de dudosa calidad. Salvo honrosas excepciones, las universidades privadas de este país desconocen el significado del sintagma “excelencia investigadora” (quizá también el de “sintagma”).

La polémica del pasado verano en cuanto a los inexistentes títulos universitarios de grado y posgrado de muchos personajes, y el cómo ha terminado (sin medidas que impidan que volvamos a avergonzarnos por lo mismo en el futuro), nos parece que da una buena idea del escaso respeto que se tiene por la universidad en España, y por extensión, el escaso respeto que se tiene por los que sí consiguieron un título universitario de prestigio y con honores. Nuestra (otra) hipótesis es que la desinformación acerca de la excelencia y su valor alimenta las dudas sobre la calidad de los títulos de grado y posgrado en España. De nuevo, no podemos creer que sea inevitable o deliberado.

Qué hacer

En este punto estamos muy abiertos al debate y a las posibles sugerencias de los muchos expertos que seguro que han pensado más que nosotros sobre estos temas. Nos tocaría, además, repasar muchos posts ya publicados en el blog. Nuestro objetivo hoy ha sido compartir nuestra foto de la situación, movidos por los recurrentes escándalos en relación con los falsos/dudosos títulos universitarios y la desinformación que los envuelve.

Nos gustaría aportar dos ideas. La primera idea es que la ANECA ha desempeñado durante años una excelente labor a la hora de contribuir a la mejora de los estándares de excelencia individuales a los que están sujetos los profesionales de la investigación y la docencia. El asunto no está exento de problemas (seguro que uno de selección adversa), pero posiblemente se ha avanzado mucho al respecto. Quizá sea el momento de que la ANECA se ocupe seriamente de cómo evaluar departamentos y unidades de investigación a nivel intermedio (los second-best; ¿será en este caso menos acuciante el problema de selección adversa?), como complemento a la excelente tarea que hace la Agencia Estatal de Investigación a la hora de evaluar y otorgar financiación y oportunidades a las unidades al nivel más avanzado (los best) de la excelencia investigadora en España a través de los programas Severo Ochoa y María de Maeztu entre otros. Los incentivos deben ser dinámicos, porque debemos aspirar a que muchos centros puedan llegar a ser excelentes. Seguramente será necesario repensar la gobernanza universitaria.

La segunda idea es que quizá sea el momento de revisar en serio lo que deben suponer los precios públicos para la educación universitaria. No creemos en el gratis total de la educación universitaria pública. Tampoco en una heterogeneidad arbitraria (no basada en méritos) entre centros, grados (¿baratos?; Salvo quizá por lo recurrente de 2as y 3as matrículas en algunas politécnicas), y posgrados (¿caros?; o peor: a veces títulos propios más caros que los oficiales de máster). Demasiados problemas de información. Por ejemplo, precios públicos muy bajos combinados con una oferta escasa de plazas públicas lleva a notas de corte muy elevadas en centros públicos. Como el desempeño académico en la educación secundaria y Bachillerato correlaciona con nivel de renta, esa combinación lleva a que las plazas públicas las ocupen, mayoritariamente, estudiantes de clase media y conduce a que los estudiantes de menos recursos acaben expulsados a las universidades privadas o que, simplemente, desistan de estudiar. Si no podemos inundar el país con oferta pública de plazas universitarias habrá que aumentar los precios de matrícula cuando y dónde corresponda con luz y taquígrafos para proporcionar las señales adecuadas, y complementarlos con un buen sistema de becas. Los precios públicos deben adecuarse a la realidad del país, ayudar a la buena selección y retención de estudiantes, y contribuir a la financiación del sistema de educación superior. Seguramente será necesario repensar la gobernanza universitaria. El sistema de becas debe tener la suficiente gradación como para poder diferenciar casuísticas y ayudar eficazmente a las familias con menos recursos. Becas para pagar matrículas, becas para equipos, para financiar transporte o el tener que vivir fuera del hogar familiar (en un tiempo de acceso imposible a la vivienda: una enorme barrera a la movilidad, también para los estudiantes). Y finalmente, por qué no, el complemento puramente meritocrático.

(*) Agradecemos los comentarios de Teodosio Pérez-Amaral a una versión anterior de esta entrada.

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