De Víctor A. Luque de Haro (@vluquedh), Joana M. Pujadas Mora (@PujadasJoana) y José J. García Gómez
Es de sobra conocido que en la actualidad las personas con más recursos viven más que los que menos tienen. De hecho, varias entradas en este blog han abordado este tema (aquí, aquí, aquí o aquí). La pandemia del COVID-19, lejos de atenuar esta desigualdad, ha podido incluso potenciarla. Ahora bien, ¿es este fenómeno una constante histórica o, por el contrario, la existencia de un gradiente social en la mortalidad es un fenómeno reciente? La mayoría de los últimos estudios evidencian niveles significativos de desigualdad en la mortalidad solo para épocas relativamente próximas ya sea en países del norte de Europa, Inglaterra, Países Bajos o EE.UU. Unas economías con unas características específicas y, por tanto, estas conclusiones no tendrían por qué ser extrapolables al resto de países.
En esta entrada basada en el artículo “Inequality in mortality in pre-industrial southern Europe during an epidemic episode”, presentamos sus principales resultados en lo que atañe a las diferencias sociales en la mortalidad adulta a partir del estudio de caso de una localidad del sudeste español (Vera) entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando se padecieron diferentes brotes de fiebre amarilla (1804, 1811 y 1812) y los estragos de la Guerra de Independencia. Durante este periodo aún no se habían experimentado las transformaciones en la mortalidad descritas por las teorías de la transición demográfica y epidemiológica
Para tal fin se han reconstruido las trayectorias vitales de los individuos que vivieron en Vera entre 1797-1812 a partir de la vinculación nominativa de los libros parroquiales de defunciones (véase Figura 1) y de matrimonios con el Censo de Godoy de 1797 y el padrón municipal de 1812. De esta manera, se ha podido analizar como el sexo, la edad, el estatus socioeconómico familiar –en base al esquema HISCLASS–, el barrio de residencia, el número de personas con las que se convive o el tipo de causa de defunción –infecciosa, no infecciosa y mal definida– explican en mayor o menor medida el gradiente social de la mortalidad.
Figura 1. Ejemplo de registro de fallicimiento de 1806
El principal método de análisis de superviciencia utilizado han sido los análisis de riesgos competitivos, ya que permiten evaluar el efecto de las distintas covariables para cada tipo de enfermedad. De esta manera, los resultados para el conjunto del periodo muestran un gradiente social en la mortalidad en los tres grupos de causas de fallecimiento considerados. Sin embargo, las diferencias son especialmente intensas entre los fallecidos por enfermedades mal definidas, tales como un dolor o senectud. Este fenómeno podría guardar relación con el predominio de diagnósticos de peor calidad en los registros de los individuos de las clases bajas, reflejo probablemente de su menor acceso a servicios médicos.
En relación con la mortalidad resultante de enfermedades no infecciosas -modelos 4, 8 y 12–, las diferencias socioeconómicas parecen haber tenido importancia en la determinación de las probabilidades de fallecimiento. Entre los factores que habrían influido en este tipo de mortalidad, en línea con los planteamientos de Link y Phelan, podrían citarse las condiciones de vida, el estado nutricional o los deterioros físicos asociados al trabajo. En este sentido, las fuertes subidas de precios experimentadas durante los brotes de fiebre amarilla y en los meses posteriores y el vacío institucional que se dio durante algunos momentos de la guerra habrían afectado principalmente a los jornaleros por su menor capacidad adquisitiva de alimentos. Así, los individuos que permanecieron en la ciudad no solo estaban expuestos a la epidemia, sino que además quedaban en una situación de ausencia institucional, a nivel asistencial, sanitario y de orden, que agravaba aún más la situación, especialmente la de los menos pudientes. Además, en este segundo subperiodo, la situación de guerra, con las obligaciones de ofrecimiento de cobijo y alimentos a los ejércitos que transitaban, pudieron elevar la mortalidad entre la población civil por el empeoramiento de las condiciones de salubridad y la merma en los recursos económicos.
En relación con las diferencias sociales en la mortalidad derivada de enfermedades infecciosas –modelos 6, 7– nuestros resultados muestran una menor desigualdad social, solamente significativa cuando comparamos el grupo de mayor y el de menor estatus socioeconómico, en línea con los resultados existentes en la literatura para otros países. Los motivos que explican esta circunstancia probablemente estén relacionados con la gran facilidad de contagio de las enfermedades y su alta virulencia, debida entre otras cosas a la ausencia de tratamientos adecuados, lo que provocaba que, en una gran proporción de fallecimientos, la mortalidad no estuviera sustancialmente ligada al nivel de nutrición. Sin embargo, cuando analizamos los resultados por subperiodos encontramos notables diferencias. En el primero –modelos 10 y 11–, las diferencias sociales no se mostraron significativas. En cambio, en el segundo, especialmente tras la reagrupación de ocupaciones que incluye el modelo 15, se observa una ventaja importante de la categoría con mayor estatus. En ambos subperiodos la mayoría de fallecimientos derivados de enfermedades infecciosas se producen como consecuencia de los brotes epidémicos de fiebre amarilla, en los que el estado nutricional del enfermo presenta escasa o nula importancia. Consecuentemente, la exposición a las enfermedades infecciosas tendría un mayor efecto en la mortalidad y las diferencias deberán estar explicadas por la capacidad de evitar dicha exposición. En este sentido, hemos comprobado a partir del estudio de las actas de la Junta de Sanidad de esos años como las oportunidades de escapar de la enfermedad fueron claramente diferentes entre clases sociales.
La localización de la vivienda tuvo una significativa influencia sobre la mortalidad, especialmente en relación con las enfermedades infecciosas. De hecho, para este grupo de fallecimientos, en cada uno de los subperiodos, la variable que mayor efecto tiene es el emplazamiento del domicilio en la zona donde se sufrieron las primeras defunciones por fiebre amarilla y se establecieron las primeras medidas de cuarentena –Zona intramuros en el brote de 1804 y Crecimiento Oeste en el de 1811–. Presentando un efecto incluso superior al del estatus socioeconómico, en línea con los resultados de otros estudios. Por su parte, vivir en el extrarradio se presenta como la opción que más incrementa las posibilidades de supervivencia en relación con la mortalidad derivada de enfermedades infecciosas, al contrario de lo que sucede con las no infecciosas o mal definidas. Así, este aislamiento protector frente a las infecciones parece llevar aparejado una penalización en relación con otras causas de mortalidad.
Por otro lado, se observa una mayor mortalidad entre las mujeres que entre los varones. Estos niveles de sobremortalidad femenina son típicos de sociedades anteriores al siglo XX, en las que existía una alta incidencia de enfermedades infecciosas. Sin embargo, nuestro análisis diferencial muestra que el mayor riesgo femenino se concentra en los fallecimientos relacionados con enfermedades de origen no infeccioso. La posible existencia de un sesgo en nuestra base de datos, provocado por el desplazamiento de varones para campañas militares y de las migraciones estacionales, hace que debamos ser cautelosos al extraer conclusiones sobre las diferencias entre sexos.
Para el conjunto de categorías de enfermedad, una mayor edad está asociada a un mayor riesgo de fallecimiento. Sin embargo, el valor del coeficiente de esta variable es menor en la mortalidad asociada a enfermedades infecciosas. La inclusión del cáncer y las enfermedades crónicas y degenerativas entre las no infecciosas, unido a la importancia de la causa senectud entre las mal definidas, pueden ayudar a explicar este valor. El número de personas en el hogar muestra el efecto contrario en la mortalidad derivada de enfermedades no infecciosas o mal especificadas que en la derivada de enfermedades infecciosas. Mientras un mayor número de personas en el hogar aumenta el riesgo de fallecer por una enfermedad infecciosa, lo disminuye en el caso de las no infecciosas o mal definidas. Así, la mayor exposición al contagio de enfermedades infecciosas asociado a compartir vivienda con un número de individuos superior, incrementaría la posibilidad de fallecer por estas causas. Por el contrario, los beneficios asociados a la vida en familia, como la menor volatilidad de ingresos o la posibilidad de obtener apoyo en momentos de necesidad, habrían implicado un menor riesgo de fallecer por mortalidad derivada de enfermedades no infecciosas.
En definitiva, la relación observada entre el estatus socioeconómico y la mortalidad durante el régimen demográfico antiguo difiere de gran parte de la literatura a la que hicimos referencia a comienzos de esta entrada y que analizaban predominantemente sociedades de Europa del Norte y Europa Central. En este sentido, nuestros resultados coinciden con la escasa evidencia disponible para algunos países de Europa del Sur. Este hecho podría sugerir la existencia de un patrón regional en las diferencias sociales en la mortalidad previa a la transición demográfica, relacionada entre otros factores con el mayor o menor poder adquisitivo de los salarios en cada una de las economías.