La percepción del tiempo y su valor en economía

En algunos posts anteriores se ha discutido la importancia del tiempo en muchas decisiones económicas, algunas de ellas relacionadas con la oferta individual de trabajo, los horarios comerciales o la oportunidad de implementar o no determinadas políticas. En general, los economistas somos conscientes de que el tiempo es un recurso escaso y, como tal, tiene valor, por lo que ignorarlo o estimarlo erróneamente puede conducirnos a decisiones ineficientes. Uno de los ejemplos más claros de esta relevancia aparece en la evaluación de proyectos de transporte (por ejemplo, la construcción de una nueva línea de alta velocidad ferroviaria) donde una parte importante de los beneficios sociales suele proceder de la valoración de los ahorros de tiempo de los usuarios actuales y potenciales de dicha infraestructura en comparación con los modos de transporte existentes.

Desde las contribuciones seminales de Becker en 1965 con su ‘A Theory of the Allocation of Time’, la fundamentación teórica de cualquier medición del valor del tiempo se asocia a los modelos de elección del consumidor individual, quien debe distribuir el tiempo que se le ha asignado entre trabajar (y, por tanto, obtener renta para el consumo) y el ocio. La dotación limitada de tiempo, junto con la habitual restricción presupuestaria, conduce a que el tiempo pueda ser convertido en dinero, reduciendo el consumo y asignando más horas al trabajo. Esto nos lleva a una primera valoración del tiempo, definido simplemente como coste de oportunidad del trabajo y asociándolo, por comodidad, al salario “que se deja de ganar”.

Sin embargo, en muchas ocasiones ocurre que el tiempo empleado en realizar una actividad puede proporcionar también utilidad o desutilidad por sí mismo, dependiendo del tipo de tarea que se realice. No se valora de igual modo el tiempo empleado en la cola de un supermercado, que el tiempo que pasamos con nuestra familia o amigos (lo que algunos denominan ‘tiempo de calidad’). Esto sugiere que el valor del tiempo no solo depende de su escasez, sino también de cómo lo percibe el individuo en función del uso concreto del mismo. Por tanto, determinar el valor del tiempo se convertiría así más en una cuestión empírica que teórica, ya que, para algunos individuos, el salario podría sobreestimar su coste de oportunidad real, mientras que, para otros, el salario subestima el valor de su tiempo no laboral cuando hay otros beneficios no monetarios que se asocien al trabajo (véase, por ejemplo, el estupendo trabajo de Mackie et al. en 2001 sobre cómo valorar los ahorros de tiempo).

Aunque esta cuestión ha sido abundantemente explorada en numerosos artículos y libros de nuestra disciplina (particularmente, en el ámbito de la economía del transporte), los economistas hemos dedicado menos atención a las razones últimas que justifican realmente esta aproximación empírica y – salvo algunas excepciones notables – apenas hemos dedicado tiempo (¡qué ironía!) a estudiar los determinantes de la percepción de este y a entender cómo ha evolucionado tal percepción a lo largo de la historia. Así, probablemente muchos lectores saben que la existencia de calendarios y de mediciones formales del tiempo se remonta a civilizaciones tan antiguas como la mesopotámica, la egipcia o la azteca, o que en el siglo XVI se sustituyó el calendario juliano (utilizado desde las calendas romanas) por el gregoriano, o que el control ajustado y coordinado de las horas, minutos y segundos no comenzó a ser realmente relevante hasta la segunda mitad del siglo XIX, con el desarrollo del ferrocarril en Europa y Norteamérica. Lo que probablemente muchos desconocíamos (yo entre ellos hasta leer hace poco una interesante recopilación de Emelianov, 2020) es que la propia percepción del tiempo ha cambiado sustancialmente a lo largo de los siglos y que este hecho habría podido afectar a numerosas decisiones económicas y sociales de una manera más compleja de lo que inicialmente creemos (por ejemplo, en términos de la ubicación de centros productivos y urbanos, de la creación y desarrollo de rutas comerciales o de construcción de determinadas infraestructuras como carreteras o puentes).

En los pueblos de la Antigüedad el tiempo no era una cuestión individual, sino que se definía en relación con las actividades económicas y políticas de los ciudadanos. El calendario delineaba – en relación con el ciclo estacional – los principales períodos y procesos en la producción agrícola y servía al mismo como marcador de los rituales más importantes asociados a la confirmación del estatus de los gobernantes. En Mesopotamia, pero también en las antiguas polis griegas o incluso en Roma, el calendario señalaba las festividades (tanto religiosas como comerciales) de cada ciudad o región, ratificando así su unidad política y social. El tiempo, en definitiva, es un sistema convencional adoptado (probablemente, impuesto) por la sociedad para etiquetar y acentuar las actividades productivas y políticas de los individuos.

Según esta visión agregada o cronosociológica, el tiempo tiene un único valor, inmutable e igual para todos los individuos, haciendo que estos lo minusvaloren al no internalizarlo como algo propio. Por tanto, la asignación del tiempo se realiza dentro de una especie de sistema social convencional y abstracto, diseñado para abarcar todas las actividades posibles, tanto públicas como privadas (como ocurre, por ejemplo, con las festividades religiosas cuando estas imponen determinadas pautas alimentarias o de conducta). Los individuos no cuestionan esta asignación ni participan en ella, ya que la asumen como parte del ciclo mágico-religioso o del ciclo natural de la naturaleza.

Con algunas variantes entre países y regiones, esta perspectiva domina la filosofía y la ciencia occidentales (incluso la propia economía) hasta los comienzos de la era industrial. Sin embargo, los avances y descubrimientos en física y bioquímica, junto con una mayor capacidad de comprender los fenómenos naturales y sociales, ha llevado progresivamente al desarrollo de una visión cronopsicológica del tiempo, en la que este tiene un mayor componente de percepción individual. El tiempo se entiende en la sociedad moderna como el resultado de complejas interacciones entre los organismos vivos y los procesos del entorno externo, como un elemento subjetivo que afecta y se ve afectado por el estado de ánimo o por el propósito con el que se realiza una actividad. El tiempo es un recurso individual no almacenable y nos irrita que alguien nos haga ‘perder el tiempo’ (cuando se retrasa, por ejemplo) porque nos priva de la oportunidad de asignarlo nosotros mismos.

Esta visión es fundamental para entender por qué debemos asignar valor al tiempo y la relevancia que tiene disponer de una estimación correcta de dicho valor. Sin embargo, y aunque sería deseable que pudiéramos hacer una valoración ‘caso-por-caso’ de este recurso cuando, como economistas, valoramos una decisión o actuación en nuestro campo, lo cierto es que esto resulta inviable o muy costoso, por lo que habitualmente recurrimos a tablas o valores de referencia tanto para el valor del tiempo en el trabajo como fuera de él (ya que, obviamente, son distintos). Por ejemplo, en el caso de la Unión Europea y para proyectos de transporte, existen recomendaciones por países en función de diferentes parámetros como el modo de transporte la distancia recorrida o el motivo del viaje (véase HEATCO, 2006 y algunos valores de referencia en la tabla adjunta).

Resulta muy interesante constatar las diferencias en los valores recomendados en cada caso, así como el hecho de que la distancia entre las recomendaciones para España y la media de la UE (excluyendo a Rumanía, Bulgaria y Croacia) no parece tan elevada cuando se expresan en euros de 2002 por pasajero-hora (valores sin paréntesis), aunque aumentan sustancialmente cuando se ajustan por la paridad del poder adquisitivo (PPP, entre paréntesis).

Obviamente, hay muchas otras consideraciones adicionales que pueden resultar útiles para la estimación práctica del valor del tiempo e incluso valores algo más actualizados. En primer lugar, es natural asumir que el valor del tiempo no se mantiene constante en el tiempo debido a variaciones de la productividad; por ello, a menudo se supone que dicho valor crece al mismo ritmo que la renta real per cápita, pero puede ser aconsejable llevar a cabo un análisis de sensibilidad en relación con este supuesto. También es posible considerar diferentes valores en función de los propios componentes internos del tiempo, distinguiendo, de nuevo por ejemplo en el caso del transporte, entre ‘tiempo de espera’ o ‘tiempo de acceso’, cuyos valores son mayores al del tiempo ‘a bordo del vehículo’ (a veces, incluso el doble). Igualmente, para penalizar la congestión, la Unión Europea recomienda aplicar una prima del 50% al valor normal del tiempo, debido a que los usuarios valoran más su tiempo en situaciones de atascos o cuando los vehículos de transporte están abarrotados, por ejemplo. Otras recomendaciones también proponen de forma explícita tener en cuenta otros factores, como el confort, la comodidad, la fiabilidad o la seguridad, aunque hay poco consenso a este respecto. Lamentablemente, nos hemos quedado sin tiempo en este post, por lo que esta será una cuestión a seguir desarrollando otro día.

Hay 7 comentarios
  • Excelente entrada, Javier.

    Opino que la vida es deuda, es un alquiler, no una compraventa. Hemos firmado un arrendamiento que finalizará el día de nuestra defunción.

    En economía la explotación se traduce en la naturaleza extractiva del tiempo ajeno a cambio de una moneda anclada al valor material o patrimonial. El secreto, es que estas cantidades sean siempre insuficientes para obligar a los agentes a reproducir ciclos continuos de su tiempo y energía con la promesa de una liberación final de su deuda vital, simbolizada por el trabajo como contribución necesaria.

    Como bien indicas, hay tiempo de calidad (ocio o trabajo). Afortunados los que trabajan en una profesión elegida motu proprio, y además reciben una retribución adecuada a su esfuerzo. Perfil este, que contrasta con la realidad del mercado laboral.

    El verdadero reparto de la riqueza es la distribución del tiempo de calidad, la única divisa universal sobre la que se cimenta nuestro bienestar.

    Un cordial saludo.

  • Gracias a Javier por el post.
    Un aspecto interesante de cómo estimar el valor del tiempo, en función de las actividades que uno realiza, es también el punto de vista desde el que se parte: ¿disposición a pagar por "ganar"/cambiar el uso del tiempo a uno más deseado o disposición a ser compensado por un un cambio no deseado?

    Este trabajo holandés es un ejemplo: https://www.valueinhealthjournal.com/article/S1098-3015(18)32168-5/fulltext?_returnURL=https%3A%2F%2Flinkinghub.elsevier.com%2Fretrieve%2Fpii%2FS1098301518321685%3Fshowall%3Dtrue

    pero hay muchos más en la literatura sobre las diferencias entre la DAP y la DAC.
    Explicaciones a la divergencia la hay desde la teoría económica clásica a nuevas aportaciones que llegan desde la economía del comportamiento.
    Javier, ¿cuáles consideras que son las explicaciones más sólidas?
    Saludos,

    • Gracias a ti, Juan, por contribuir al debate. Tienes toda la razón con respecto a la literatura y te agradezco la referencia. Personalmente, me inclino más hacia las contribuciones desde la economía del comportamiento, aunque sobre este tema creo que hasta los físicos podrían aportar valoraciones interesantes.

  • Gracias por el artículo ¿Cuál es la fuente de la tabla de valores del tiempo? No la encuentro en la web ni en los documentos del proyecto HEATCO.

  • Recomiendo ver In Time, una película de ciencia ficción en la que el tiempo es literalmente dinero, y quien se queda sin tiempo se muere.

    Recuerdo haber leído por acá que la gente tolera tardar unos 20 minutos para ir a trabajar, y no elige medios de transporte más rápidos porque no lo valora.

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