Hay ideas que, como los pantalones de campana o las hombreras, reaparecen de vez en cuando con la promesa de ser la gran novedad del momento. En el ámbito de la política económica, una de esas nociones es la de los ‘campeones nacionales’, centrada en esta ocasión en esa irredenta aspiración que tiene Europa de proteger a toda costa a las grandes empresas comunitarias, permitiendo que desarrollen sus negocios sin las cortapisas de la legislación antitrust, con el supuesto objetivo de que puedan enfrentarse con igualdad de armas a los titanes estadounidenses y chinos.
Ya hemos tenido la oportunidad de discutir sobre política industrial en Nada es Gratis (aquí o aquí, por ejemplo) y también conocemos su relación con la política de la competencia (véase aquí). En esta ocasión, sin embargo, parece que el bombero a cargo de esta idea es la propia Teresa Ribera, comisaria de la competencia de la Comisión Europea, quien – por indicación de Úrsula Von der Leyen – está rebuscando en el armario de las viejas políticas industriales para desempolvar este concepto. En un mundo cada vez más abocado a la confrontación proteccionista, con Trump en Washington y Jinping en Pekín acariciando las cabezas de sus respectivos gatitos, Bruselas quiere jugar a la guerra comercial con sus propias reglas. Pero ¿es esta una buena idea? Les avanzo un espóiler (o ‘destripe’, como nos sugiere la RAE como alternativa a este anglicismo): no necesariamente, y permítanme explicarles por qué pienso así.
Qué son y para qué (creemos que) sirven los campeones nacionales
En primer lugar, hay que recordar que los ‘campeones nacionales’ son empresas (casi siempre, privadas), con elevado poder en sus respectivos mercados, que se benefician de un apoyo explícito del Estado por sus supuestos beneficios estratégicos, a menudo justificados por preocupaciones de competitividad global, creación de empleo, impacto regional, I+D+i, etc. En principio, el marco de competencia de la Unión Europea no es muy favorable a esta figura ya que, al priorizar el bienestar de los consumidores y la integridad del Mercado Único, bloquea con frecuencia operaciones de concentración destinadas a consolidar campeones a nivel nacional o de la UE. La prohibición de la fusión Siemens-Alstom en 2019, por ejemplo, constituyó un caso emblemático en este sentido, y también intensificó el debate latente sobre si las normas comunitarias actuales tienen en cuenta adecuadamente la dinámica geoestratégica mundial (en este sentido, véase la interesante reflexión de Porkka, 2022).
La literatura económica ha explorado esta cuestión desde múltiples perspectivas. Algunos trabajos sostienen explícitamente que la legislación de la UE en materia de competencia y armonización supone un ‘disparo en el pie’ (véase Liannos, 2019), ya que incrementa notablemente la dificultad de consolidar empresas a la escala necesaria para competir con rivales extracomunitarios que sí se benefician de ayudas de sus respectivos gobiernos. De hecho, existe evidencia empírica que parece mostrar que las fusiones entre empresas que pretenden convertirse en ‘campeones nacionales’ tienden a enfrentarse a procesos de aprobación más largos (Booij & Sahib, 2012). Otros autores apuntan que esta situación genera adicionalmente el indeseado efecto contrario de que algunos Estados miembros prioricen las políticas nacionales, como por ejemplo la ‘Estrategia Industrial Nacional 2030’ de Alemania, o los numerosos programas con el apelativo ‘Horizonte 2030’ o ‘Agenda 2030’ de los que presume prácticamente cada país de la Unión.
Alternativamente, existe otra línea de investigación que señala que la situación no es tan preocupante, ya que hay mecanismos que permiten la conversión de los campeones nacionales en europeos cuando son realmente necesarios, como ocurre con los denominados Proyectos Importantes de Interés Común Europeo, destinados a conciliar la política industrial con los objetivos de competencia. En este ámbito hay trabajos que incluso sostienen que la aplicación de las normas de competencia comunitarias no muestra un sesgo sistemático contra las empresas extranjeras, rebatiendo las acusaciones que habitualmente se esgrimen contra las actuaciones de Bruselas en este campo (Bradford et al., 2017).
Como pueden verse, existe una importante división a la hora de valorar el riesgo que el proteccionismo industrial puede tener en el futuro para el bienestar de los ciudadanos europeos. Se trata de un debate sin resolver que se remonta al menos a cuando aún no se había secado la tinta con la que se firmó el Tratado de Roma. ¿Qué ha cambiado en los últimos meses para que volvamos a morder la cola a la pescadilla? En esta ocasión, tal como adelanta el título de esta entrada hay varios matices importantes que podrían ser leídos como una tragedia (¿una comedia?) en tres actos.
Acto I: Vamos a ver: ¿la competencia es amiga o enemiga?
Tradicionalmente, la política de competencia de la UE ha sido un ejemplo global de cómo evitar la concentración de poder en pocas manos y fomentar mercados abiertos y dinámicos. La era de la anterior comisaria, Margrethe Vestager, se caracterizó por aplicar las normas antitrust de manera estricta, vetando fusiones que pudieran perjudicar a los consumidores. Sin embargo, el mandato de Ribera nos trae un enfoque diferente: usar la competencia no solo para proteger al consumidor, sino como una herramienta para potenciar a la industria europea. Con la excusa de ganar ‘soberanía industrial’, la Comisión Europea parece estar sugiriendo que algunas fusiones podrían ser bloqueadas por razones estratégicas, mientras que otras podrían ser alentadas en aras de la creación de gigantes europeos.
Como economistas sabemos que todo tiene beneficios y costes, y que nuestro trabajo –– por muy impopular que resulte en ocasiones –– consiste en encontrarlos y cuantificarlos. A nadie se le esconde que, en la carrera mundial por el liderazgo tecnológico, Europa se está quedando rezagada frente al modelo capitalista y populista de Estados Unidos y al enfoque basado en subvenciones directas e indirectas de China. El reto actual es determinar si es factible integrar la política industrial en la legislación de competencia de la UE sin distorsionar el mercado único, sin erosionar la dinámica competitiva y, sobre todo, sin obligar a que las ganancias de las grandes empresas que decidamos apoyar reviertan de manera adecuada sobre el resto de la sociedad europea.
Acto II: Las ‘killing acquisitions’ me matan
Uno de los objetivos más loables de la nueva estrategia parece ser frenar las llamadas ‘killing acquisitions’, esto es, las compras por parte de gigantes tecnológicos de startups innovadoras con el fin de neutralizar a potenciales competidores. Se trata de un tipo de operación descrita por primera vez por Cunningham, Ederer y Ma (2018) en el mercado de los medicamentos cuando la multinacional farmacéutica Mallinckrodt, que tenía el monopolio sobre una hormona para tratar enfermedades raras, se enfrentó a la aparición de Synacthen, un competidor sintético más barato. Su respuesta fue adquirir a su rival en 2013 a través de una de sus subsidiarias con el fin de retrasar sine die el lanzamiento del nuevo medicamento al mercado. Esta conducta fue duramente sancionada por la Federal Trade Commision (FTC) en 2017, obligando a Mallinckrodt a sublicenciar el derecho sobre Synacthen a otra farmacéutica y a pagar una cuantiosa multa.
Las autoridades de la competencia en Europa no han estado tan avispadas y el viejo continente se ha convertido en un caldo de cultivo habitual para este tipo de prácticas, con compañías emergentes siendo adquiridas a Google, Apple o Meta antes de tener la oportunidad de florecer. Pero aquí viene la paradoja: mientras la UE quiere ser más dura con las adquisiciones de empresas tecnológicas por parte de actores externos, al mismo tiempo coquetea con la idea de permitir consolidaciones dentro de su propio mercado cuando sirvan a la creación de ‘campeones europeos’. ¿En qué quedamos? Si lo que preocupa es la innovación y la competencia, no deberíamos hacer excepciones dependiendo del pasaporte del comprador, sino controlar los resultados y actuar, en su caso, con la misma contundencia de la FTC.
Acto III: Draghi y la nostalgia del pasado industrial
El informe de Mario Draghi, que propone una inversión masiva para fortalecer la industria europea, ha sido uno de los catalizadores de esta nueva visión euro-proteccionista. Su tesis es clara: si Europa no apoya a sus empresas estratégicas, se quedará atrás en la competencia global. Esto suena razonable y políticamente muy atractivo en un mundo que se empeña en ignorar las terribles divisiones del siglo XX. Las grandes empresas europeas que han dominado sus mercados nacionales sin suficiente competencia han terminado siendo gigantes ineficientes, demasiado cómodos para innovar y muy vulnerables ante la disrupción externa. Pensemos en la industria automovilística o en las telecomunicaciones: los momentos de mayor avance se han dado cuando han tenido que enfrentarse a una competencia feroz, no cuando han sido protegidas por razones que a veces no han tenido siquiera que ver con la eficiencia (ni la equidad).
La pregunta es: ¿desde cuándo tener menos competencia ayuda a ser mejores? ¿Desde cuándo la consolidación artificial de empresas genera innovación? Imaginen que, para proteger a las empresas europeas, la UE impusiera barreras a Amazon o Tesla en Europa: ¿nos beneficiaría realmente a largo plazo? La evidencia nos dice que cuando se permite a las grandes empresas crecer sin restricciones y se protegen sus mercados, estas terminan más preocupadas por sus propios márgenes que por innovar en productos o procesos.
En última instancia, como me temo que pronto verán los consumidores estadounidenses, el proteccionismo conduce tarde o temprano a subidas de precios, a una reducción en las posibilidades de elección y a beneficiar a los productores menos eficientes. Está bien comprar el ‘made in UE’, pero siempre que no sea con el único objetivo de seguir incrementando las cuentas de resultados de los mismos de siempre, ya que, si tememos la concentración de mercado, deberíamos preocuparnos por ella venga de donde venga.
Epílogo: Sí, pero no (o no, pero sí)
En mi opinión (y en esto coincido con Tomasso Valletti, antiguo economista jefe de la DG COMP), corremos el riesgo de ‘vaciar de contenido’ nuestra política de la competencia. Es indiscutible que Europa debe velar por competir en igualdad de condiciones con sus rivales globales, exigiendo reciprocidad a sus socios comerciales. Sin embargo, el desenlace a esta tragicomedia sobre la solución a los desafíos industriales de nuestra Unión no pasa por proteger a toda costa a las grandes empresas, sino por garantizar mercados dinámicos cuyas ganancias se distribuyan de manera adecuada entre las empresas y los consumidores. Si la Comisión Europea decide jugar a la lotería de los ‘campeones nacionales’, corre el riesgo de debilitar lo que ha sido una de sus mayores fortalezas: un mercado que procura un reparto sensato de los beneficios y un desarrollo equilibrado de los distintos Estados miembros. Porque, al final del día, si algo nos ha enseñado la práctica económica es que las concentraciones de poder de mercado (ya sean privadas o apoyadas por el sector público) terminan siempre generando ineficiencia. Y eso es algo ante lo cual un economista sensato (y no digo que yo lo sea) debería siempre rebelarse.