La política en la política de la competencia: el caso de Estados Unidos

Por Javier Campos

El pasado mes de septiembre de 2021, la Federal Trade Commission (FTC), el máximo organismo encargado de definir la política de defensa y promoción de la competencia a nivel supraestatal en Estados Unidos decidió retirar su apoyo a (y, por tanto, dejar de aplicar), las Vertical Merger Guidelines (VMGs), un conjunto de criterios con rango de ley, que había entrado en vigor en junio de 2020, con el apoyo de la División Antitrust del Departamento de Justicia (DoJ). La normativa había salido adelante sin consenso en los meses finales de la administración Trump, en un contexto de gran división partidista donde los tres comisionados republicanos y el presidente de la FTC votaron a favor de la misma, mientras que los dos comisionados demócratas se opusieron de manera rotunda a ella.

Los efectos de los acuerdos verticales

Como su propio nombre indica, el principal objetivo de las VMGs es proporcionar a los agentes afectados criterios claros sobre cómo debe valorarse el impacto sobre el bienestar social de los procesos de concentración de naturaleza ‘vertical’, esto es, aquellos que afectan a empresas o activos situados a diferentes niveles de una misma cadena de producción o distribución. También incluyen reglas y principios para la evaluación de procesos de carácter ‘diagonal’ (cuando afectan a distintas cadenas que compiten entre sí), e incluso a elementos de naturaleza vertical en fusiones horizontales, las cuales están reguladas específicamente en sus correspondientes, y ampliamente utilizadas, Horizontal Merger Guidelines (HMGs). Es importante señalar que la función que desempeñan estas guías en el extremadamente judicializado sistema mercantil norteamericano va mucho más allá de la mera orientación, ya que – aunque los jueces locales y estatales disponen de un amplio margen para su interpretación en función de los precedentes y el uso consuetudinario – la autorización final o no de la operación de concentración por parte de los tribunales federales (a donde llegan casi siempre los casos de mayor relevancia) suele seguir los criterios de la FTC y del DoJ de una manera más estricta.

No es infrecuente que, de cuando en cuando, se produzcan cambios en la normativa que establece el marco de defensa de la competencia en los distintos países. Generalmente, la actividad económica evoluciona de manera más rápida que el entorno legislativo y, en cuestión de meses pueden aparecer productos o servicios que se asientan sobre cierto vacío legal (un tema ampliamente discutido tanto en este blog como en la literatura económica). Igualmente, el desarrollo de la legislación sobre la competencia debe estar en consonancia con el nivel de desarrollo económico y social de cada país, si bien la globalización de las transacciones y la necesidad de evitar asimetrías ha ido minimizando las diferencias. En un influyente artículo publicado en 2015 en el Journal of Antitrust Enforcement, Salop y Culley señalaban específicamente que, mientras que las HMGs se habían ido ajustado periódicamente a los cambios en la realidad económica norteamericana (en 1982, 1984, 1992, 1997 y 2010), la última revisión de las VMGs hasta ese momento databa de 1984. Por consiguiente, estas últimas contenían numerosos principios que no reflejaban los avances teóricos más recientes sobre concentraciones verticales ni mucho menos las prácticas más novedosas en el mercado. A pesar de reconocer que la aplicación de las reglas sobre fusiones verticales tenía mucha menos importancia cuantitativa y cualitativa que las correspondientes a las fusiones horizontales en las decisiones que la FTC y el DoJ tenían que autorizar o rechazar cada año (menos de un 5% del total de casos), la falta de criterios actualizados generaba numerosas incongruencias y contradicciones en muchos procedimientos administrativos y judiciales. Fue en este contexto, en el que se llevó finalmente a cabo la revisión de 2020, considerada polémica por una parte importante de la profesión por introducir consideraciones demasiado favorables a las empresas.

Desde el punto de vista de su evaluación económica, en los procesos de concentración vertical puede aparecer dos tipos de efectos sobre el bienestar social. Por un lado, claramente anticompetitivos, ya que amplifican, a través de la ‘doble marginalización’ de márgenes comerciales (Spengler, 1950) o los mayores incentivos a la colusión (Rey y Tirole, 1986), el poder de mercado que los fabricantes ejercen sobre los distribuidores y los consumidores finales. Por otra parte, también es posible que surjan efectos positivos, ya que algunas restricciones verticales permiten coordinar mejor la relación entre las distintas fases de la cadena productiva o distributiva, contribuyendo a ofertar un mejor producto o servicio e incrementando así las ventas. Ponderar cada uno de estos dos efectos es el principal objetivo de las VMGs, las cuales se concretan en el análisis de prácticas tan extendidas hoy en día como las franquicias, los acuerdos de mantenimiento del precio de reventa, los contratos de suministro o el reparto de territorios entre concesionarios, por ejemplo.

En la legislación europea, los procesos de concentración verticales se abordan partiendo de una prohibición genérica cuando “tengan por objeto o efecto impedir, restringir o falsear el juego de la competencia (…)”, acompañada en la práctica por un conjunto de excepciones en aquellos acuerdos cuyos beneficios compensen los efectos anticompetitivos (arts. 101-102 TFUE). Para ello, la DG-COMP de la Comisión Europea utiliza un reglamento de exención por categorías, que se interpreta ‘caso-por-caso’ con la ayuda de unas directrices de acompañamiento que reconocen explícitamente que la integración de actividades o productos complementarios en una sola empresa puede (o no) producir eficiencias significativas y ser beneficiosa para la competencia.

La politización de las normas de competencia

Frente a esta aplicación muy matizada de la normativa, en las VMGs de 2020 de Estados Unidos se adoptó de manera general una posición más favorable a las empresas, asumiendo que, en general, las fusiones verticales siempre perseguían eliminar la doble marginalización. Sin entrar a discutir los fundamentos teóricos y empíricos subyacentes (véase una estupenda referencia aquí), lo que ha causado mayor estupor entre juristas y economistas en este caso ha sido la claridad con la que se ha evidenciado la dependencia de la política de la competencia de los cambios en el inquilino de la Casa Blanca. El 9 de julio de 2021, menos de seis meses después de su toma de posesión, el presidente Biden emitió una orden ejecutiva con el objetivo de “favorecer la consolidación de la industria en muchos mercados de nuestra economía”, por lo que “recomendaba” a la FTC y al DoJ estudiar la normativa sobre fusiones horizontales y verticales que habían sido modificadas por la administración anterior. Ese mismo día, la nueva presidenta (ahora, demócrata) de la FTC, Lina Khan, emitió un comunicado en el que indicaba que los organismos de defensa de la competencia iban a revisar las guías vigentes para determinar si eran “demasiado permisivas con las grandes empresas” y, en su caso, actualizarlas para que “reflejaran una aproximación analítica más rigurosa dentro de la ley”. De esta manera, la hasta hace relativamente poco tiempo, relativamente ‘neutral’ legislación antimonopolio ha entrado en el carrusel de las políticas partidistas. Muchas cuestiones de alta relevancia, como las acciones colectivas en el caso de daños, el control ex post de las fusiones o la creciente importancia de analizar la conducta de las empresas en sectores ampliamente basados en la tecnología, se han modificado recientemente o se están modificando bajo la perspectiva ideológica de los negociadores. No es solo culpa de Trump; el gobierno de Biden también ha optado por activistas partisanos en las agencias antimonopolio, lo que probablemente dificultará el consenso en los próximos años.

Esta mayor politización de la política de la competencia parece que no ha llegado (todavía) a Europa, aunque en Bruselas siempre se mira con cierto recelo las tendencias que vienen desde el otro lado del Atlántico. En España, donde claramente hemos perdido capacidad de consenso en temas como la educación o la renovación de órganos constitucionales, entrar en este debate supondría una vuelta al pasado. En las décadas finales del siglo XIX, dentro de la alternancia pactada entre liberales y conservadores en plena restauración alfonsina, era muy común que la llegada de un nuevo gobierno conllevara el cese masivo de funcionarios y el cambio de aquellas leyes a las que más se había enfrentado la hasta entonces oposición. Galdós, en su magnífica novela Miau, o Leopoldo Alas, en su menos conocido cuento El Rey Baltasar, ilustraron a la perfección esta situación, que implicaba no solo la aparición de la figura de los cesantes sino que muchas normas básicas sufrieran el vaivén de los cambios políticos. Que 2022 no incremente la politización de las leyes económicas es uno de mis deseos para el próximo año.