por Jorge García Hombrados y Daniel Pérez Parra
En las últimas semanas, la ayuda al desarrollo ha estado en el centro del debate público debido a las declaraciones de Elon Musk y Donald Trump, quienes han expresado su intención de cerrar la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), la mayor agencia de cooperación al desarrollo del mundo desde 1961. Estas declaraciones han generado un encendido debate social y jurídico sobre el papel de la ayuda al desarrollo y su efectividad para el progreso de los países menos desarrollados.
Avisamos desde ya que esta entrada no tiene por objeto discutir las razones políticas esgrimidas por Trump y Musk, que han sido analizadas en espacios como éste. Tampoco las ramificaciones políticas de la agencia, especialmente en América Latina (ver aquí). Por el contrario, en esta entrada nos centraremos en la pregunta fundamental: si se materializan estos recortes, ¿podrían afectar a las personas más vulnerables? En otras palabras, ¿qué sabemos sobre la efectividad de la ayuda al desarrollo?
El debate académico sobre la eficacia de la ayuda al desarrollo ha estado marcado durante décadas por dos posiciones contrapuestas. Un sector de la disciplina, representado por William Easterly, profesor de la Universidad de Nueva York, sostiene que la ayuda internacional, a largo plazo, tiende a generar efectos negativos en los países receptores, debilitando sus instituciones, generando incentivos perversos, y creando dependencia. En el otro extremo, Jeffrey Sachs, profesor de Columbia, argumenta que la ayuda puede ser una herramienta poderosa para reducir la pobreza. Aunque hay evidencia en ambas direcciones, la mayor parte de los estudios empíricos sugiere que la ayuda al desarrollo tiene un efecto positivo, especialmente en los países que cuentan con mejores instituciones.
Pero en realidad la controversia Easterly vs Sachs es un debate superado. ¿Puede la ayuda al desarrollo contribuir a mejorar la vida de las comunidades más vulnerables? Pues depende qué se haga con dicha ayuda. En la ayuda al desarrollo, como en el resto de la economía, no bastan las buenas intenciones. No se trata sólo de que ésta no se quede por el camino. Incluso cuando el dinero llega al destinatario y el programa se ejecuta correctamente, algunos programas pueden no tener los efectos esperados. En las últimas dos décadas, el auge de los experimentos aleatorizados (RCTs, por sus siglas en inglés) y el avance en metodologías de inferencia causal cuasi-experimental han permitido evaluar rigurosamente el impacto de los programas de desarrollo. Gracias a esta revolución metodológica, el debate ha evolucionado de la dicotomía "ayuda sí o ayuda no" a la cuestión más relevante: ¿cuándo y cómo es efectiva la ayuda al desarrollo? No obstante, para descubrir por qué funcionan y no solo si funcionan o no, debemos acudir también a modelos teóricos o conceptuales (Deaton y Cartwright 2017).
Gracias al empleo de estas técnicas, sabemos ahora que ciertos programas de ayuda al desarrollo han tenido un impacto significativo en la mejora del bienestar de las poblaciones más pobres. Por ejemplo, los tratamientos de desparasitado infantil o los programas de almuerzos escolares han demostrado ser intervenciones muy costo-efectivas para mejorar la escolarización en hogares vulnerables. La distribución masiva de mosquiteras impregnadas con insecticida, financiada por USAID y el Fondo Mundial de Lucha contra el SIDA, la Tuberculosis y la Malaria, habrían reducido significativamente la incidencia de malaria en varios países africanos. De manera similar, los programas de vacunación infantil han salvado miles de vidas en las últimas décadas.
Pero estas evaluaciones de impacto no solo nos permiten conocer qué programas funcionan, sino también cuáles no. Un caso paradigmático fue la evaluación financiada por la cooperación británica en la que mostramos que el programa bandera de lucha integral contra la pobreza de las Naciones Unidas, las Aldeas del Milenio, no tuvo los efectos positivos esperados.
Previsiblemente, el posible cierre de USAID dejará a cientos de miles de personas en situación de pobreza extrema y vulnerabilidad sin acceso a alimentos, atención médica básica y otros bienes esenciales. Los detractores de la ayuda al desarrollo argumentan que estos programas carecen de eficacia y representan un derroche de fondos públicos. Sin embargo, las evaluaciones de impacto permiten medir los resultados de los programas, identificar en qué poblaciones son más efectivos y, cuando no funcionan, cambiarlos o eliminarlos. En los últimos años, agencias como USAID, el Department for International Development (DFID) del Reino Unido, la ONG GiveDirectly, y entidades como la International Initiative for Impact Evaluation (3ie) o J-PAL (Abdul Latif Jameel Poverty Action Lab), han financiado e implementado evaluaciones de impacto y, lo que es más importante, han utilizado la evidencia generada en ellas para optimizar recursos y hacer más efectiva la ayuda al desarrollo.
¿Dónde queda la cooperación española en este cambiante panorama? ¿Ha avanzado también en la generación y el uso de evidencia? Lo cierto es que menos de lo deseable, por lo que concluimos esta entrada haciendo un llamamiento a la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) para que avance hacia una ayuda al desarrollo informada por la evidencia. Vamos con retraso, y es fundamental que la nueva Oficina de Evaluación de la División de Evaluación de Políticas para el Desarrollo y Gestión del Conocimiento de la Cooperación al Desarrollo comience a evaluar el impacto de los programas que financia. Los ensayos aleatorizados realizados por el Ministerio de Inclusión han abierto un camino que urge tomar. Solo así podremos lograr una cooperación eficaz que realmente mejore la vida de quienes más lo necesitan.
*Los autores agradecen a Jordi Paniagua su revisión y comentarios, que han enriquecido y de forma muy significativa el contenido de este texto.