Por mucho que no guste a los terraplanistas climáticos, resulta imposible negar que la actividad humana tiene efectos notables sobre el medio ambiente. Desde el punto de vista económico disponemos desde hace tiempo de políticas y herramientas concretas dirigidas a abordar muchos de estos efectos (como la contaminación, el cambio climático o las alteraciones en la biodiversidad o el paisaje), que habitualmente catalogamos como externos no solo porque afectan a agentes que no participan en su generación sino también porque ese término parece ofrecernos cierto alivio al pensar que los culpables son “otros”. El lector habitual sabe que este blog se ha implicado en la defensa del funcionamiento del mercado (siempre con las medidas necesarias para la corrección de sus fallos) y que ha abordado ocasionalmente algunos aspectos económicos de las políticas medioambientales (por ejemplo, aquí, considerándolas como desafío fundamental en la renovación de la economía de mercado, o aquí en relación a la responsabilidad social de las empresas). También se ha defendido – como es lógico y deseable – la necesaria evaluación económica de medidas destinadas a paliar algunos de los efectos más nocivos citados anteriormente (aquí, aquí o aquí, por ejemplo). Sin embargo, poco se ha discutido explícitamente sobre la relación entre las políticas dirigidas a favorecer la competencia y aquellas que persiguen defender el medio ambiente. Y lo cierto es que, a primera vista, tal relación es compleja y con aspectos aparentemente contradictorios.
Fuego amigo
Por lo general, un elevado grado de competencia impulsa la innovación y la eficiencia en los mercados, lo que puede dar lugar a precios más bajos para los consumidores y a productos y servicios más respetuosos con el medio ambiente. También puede animar a las empresas a adoptar prácticas más sostenibles para mejorar su reputación y atraer a clientes concienciados con el medio ambiente. Pero, por otro lado, la rivalidad no supervisada o excesiva suele conducir a prácticas no deseables, como el recorte de gastos de control medioambiental o la externalización de la producción a zonas con normativas más laxas.
Como señala Heyes (2009), las políticas de defensa de la competencia favorecen la pugna entre empresas para que la producción aumente y bajen los precios. Por el contrario, las políticas medioambientales más estrictas se asocian a reducciones en los niveles de producción (para disminuir emisiones, por ejemplo) y al encarecimiento de productos y servicios por la necesidad de asumir mayores costes de control de los efectos externos. Estas políticas también pueden favorecer a las grandes corporaciones y aumentar la concentración, al tiempo que crean barreras a la entrada que protegen a los incumbentes o favorecen conductas predatorias. En ocasiones, incluso, el establecimiento de algunos estándares medioambientales se condiciona a la percepción de subsidios o ayudas públicas que también pueden distorsionar la libre competencia.
Si bien el antagonismo entre estas políticas es más que posible no es menos cierto que ambas tienen (al menos) un punto en común: su objetivo es incrementar el bienestar de la sociedad en su conjunto. El problema es que a veces no hablamos de la misma “sociedad”, ya que las políticas de la competencia suelen fijarse en los efectos más a corto plazo sobre los consumidores y las ambientales en los de medio y largo plazo sobre consumidores y no consumidores. Por esta razón, y además de fundamentar sólidamente el uso de las herramientas tradicionalmente propuestas por la teoría económica (impuestos pigouvianos, definición clara de derechos de propiedad, creación de mercados de derechos emisión, tarificación según el coste marginal social, etc.), para abordar estas cuestiones creo que debería potenciarse la identificación de los agentes o grupos sociales que se ven afectados por cada medida concreta, distinguiendo incluso si se trata de generaciones presentes o futuras y, por supuesto, cuantificando cuánto gana y cuánto pierde cada grupo con el fin de estimar las compensaciones reales o potenciales que sean necesarias. Así, por ejemplo, a la hora de dar luz verde a una fusión o vetarla, no solo debería tenerse en cuenta el impacto de esta medida sobre los consumidores y empresas en los mercados afectados hoy, sino también evaluar su impacto en relación con las externalidades generadas (o ahorradas) como consecuencia de dicha operación en el presente y en el futuro. Un trabajo reciente de Dai et al. (2021) apoya esta aproximación aportando interesante evidencia empírica con datos de Estados Unidos.
Menos lobos: ¿qué hacemos en Europa?
En lo que respecta a nuestro entorno más inmediato, y a pesar de que la Unión Europea representa una pieza pequeña en el intrincado puzle de las políticas ambientales mundiales (por ejemplo, “solo” contribuye un 9% a las emisiones globales de gases contaminantes, mientras que China, Estados Unidos e India aportan casi el 55%) no debe minusvalorarse su capacidad para liderar con el ejemplo a otros actores internacionales, ni el hecho de que toda medida impulsada a nivel comunitario suele servir como acicate para que los Estados miembros actúen con mayor celeridad o para movilizar a su opinión pública, conduciendo por una vía u otra a que se acaben introduciendo salvaguardas relacionadas con la sostenibilidad en las políticas económicas.
En este sentido, y a pesar de que la promoción de la competencia constituyó en su momento uno de los pilares fundamentales para la creación del Mercado Único, nos queda todavía mucho camino por recorrer. Los artículos 101-109 del TFUE – donde se define la vigente normativa europea en relación con el abuso de posición de dominio, los acuerdos colusivos o las ayudas de Estado – no incluyen prácticamente ninguna provisión que incorpore consideraciones medioambientales en el uso del análisis económico en la evaluación de las conductas anticompetitivas ni tampoco excepciones o particularidades en la aplicación de la normativa legal a los mismos en virtud de dicha consideraciones. En el caso español, incluso, la palabra “medio ambiente” solo aparece una vez en el texto de nuestra propia Ley 15/2007, de Defensa de la Competencia.
Analizando esta situación de nuestro marco normativo, Kingston (2010) discute tres escenarios posibles para los próximos años con respecto a la relación entre políticas ambientales y de la competencia. El primero consiste en mantener la actual interpretación – relativamente débil – según la cual la integración de los requisitos de protección medio ambiental en la legislación de la competencia es casi inexistente, dejando a cada Estado miembro un amplio margen de discrecionalidad para ajustar o no sus actuaciones a esos requisitos en la práctica. El segundo es algo más equilibrado, según el cual se debería requerir a los responsables de la toma de decisiones que persigan objetivos medioambientales de forma conjunta y simultáneamente con los objetivos de defensa de la competencia y, solo cuando existan varias opciones, se elija aquella más respetuosa medioambientalmente. La tercera opción es la más radical y según la misma, las políticas medioambientales tendrían preeminencia sobre los objetivos económicos, exigiéndose a los responsables políticos dieran prioridad a la protección del medio ambiente frente a cualquier otra alternativa.
Aunque no ha habido ningún reglamento específico sobre este tema, a lo largo de los últimos años, y a través de directrices sectoriales que proporcionan más claridad sobre determinados acuerdos entre empresas destinados a combatir el cambio climático que no infringen la normativa sobre competencia, se han producido avances notables hacia el segundo escenario descrito anteriormente. Sin embargo, y a pesar de que no faltan voces que reclaman que la Unión Europea apueste decididamente por el tercer escenario, Hurić-Larsen y Münch (2016) señalan que estamos lejos de alcanzar un consenso sobre cuál debe ser la relación adecuada entre ambas políticas y sobre cuál debe supeditarse a la otra, si tal elección es necesaria.
La solución (tampoco) es gratis
Lógicamente esta entrada no pretende dar con “la solución” a un dilema que nos tendrá ocupados a los economistas en los próximos años, sino ayudar a concienciarnos sobre sobre la necesidad de buscar el citado consenso. Lo que me ha llevado a escribirla es una reflexión muy reciente de tres economistas nada sospechosos de “peligrosos radicales”, Blanchard, Gollier y Tirole, quienes en un artículo titulado The Portfolio of Economic Policies Needed to Fight Climate Change (ARE, 2023) concluyen que la urgencia climática exige una actuación rápida y a gran escala de nuestra disciplina, incorporando un enfoque holístico para afrontar este reto de manera que no solo impulsemos medidas económicas sino de cambio en el paradigma educativo y social. En todo caso, señalan, las políticas para proteger el medioambiente no serán baratas y podrán conllevar sacrificios en principios y creencias largamente establecidos. ¿Se refieren quizá a la defensa de la competencia?