En Bruselas existe una conversación recurrente cuando nos reunimos jóvenes entusiastas de diversos los orígenes en la plaza de Luxemburgo con nuestros enormes vasos de cerveza belga: nos lamentamos sobre la falta de un demos europeo que pueda dotar de una mayor solidez al proyecto. Los debates políticos se rigen en clave nacional, no hay esfera pública europea como tal en la que se analice la dirección de la unión en su totalidad y, tal vez su manifestación más sangrante, en las elecciones al Parlamento Europeo los ciudadanos votan con base en las prioridades y el desempeño nacional de sus partidos. En la Unión Europea actual, convive el abultado entramado institucional con una falta de genuina identidad común, y son numerosas las razones para ello. Por una parte, existe una verdadera fragmentación del tejido cultural y de los medios de comunicación, sectores que siguen compartimentados por países. Dicho esto, otro obstáculo al desarrollo de esta conversación pública única, que tal vez parezca obvio, pero, sin embargo, raramente se ve mencionado, es el idioma en el que debería tener lugar. Si bien se asume que disponer de una lengua compartida juega un rol central en comunidades de todo pelaje (de lo institucional a lo familiar), estos lamentos suelen pasar por alto el hecho de que es difícil tener una única esfera pública en veinticuatro lenguas distintas (por no hablar de muchos otros idiomas regionales). Esta es la cuestión central que abordamos en el libro ¿Quién hablará en europeo?.
El libro se divide en dos partes. La primera mira hacia atrás, y examina la consolidación lingüística en algunos de los principales países de Europa. Si bien el breve recorrido histórico arranca con la relación entre lengua e identidad, al mismo tiempo busca poner en relieve algo que a menudo olvidamos. La evolución de los equilibrios entre las lenguas no se desarrolla linealmente y siguiendo un patrón constante, y sobre todo este no ha sido estanco en ningún momento. Cada ecosistema lingüístico es un mundo, y las historias de cómo cada lengua franca alcanzó su posición son enormemente diversas.
De allí se vuelve la mirada hacia el fututo, para examinar al único idioma con visos de devenir en lengua franca a nivel continental en la actualidad: el inglés. Y, aunque aún le quede un largo camino por delante hasta convertirse en el vehículo que permita la comunicación entre los ciudadanos europeos (y no solo entre sus élites), empiezan a emerger ya pequeñas comunidades donde se ha vuelto algo más que una simple herramienta de comunicación. Tal vez la mejor manifestación de este fenómeno es que el inglés que se habla en Bruselas haya comenzado a evolucionar y a desviarse (aunque por ahora, sólo un poco) del inglés estándar, sentando quizá los cimientos de un habla propia a la que algunos ingleses, en un ejercicio de anticipación y con cierta socarronería, han bautizado como Eurish. Este inglés de Bruselas asume estructuras y faux amis prestados de los otros grandes idiomas europeos, pero aún es pronto para considerarlo una variante dialectal. Su futuro depende ahora de la suerte que corra entre las comunidades de expatriados: si logra salir de la esfera profesional y convertirse en una lengua de uso cotidiano, entonces es posible que algún día exista un genuino inglés europeo. De lo contrario, seguirá siendo una lengua de trabajo, siguiendo la estela de otras viejas lenguas cultas y sin hablantes nativos (como el latín).
Más allá de la dimensión lingüística, el posible progreso del inglés como lengua franca tiene implicaciones relevantes. El rol de la lengua propia para sus hablantes es tan práctico (participar en un mismo debate público) como identitario. Esto segundo se haya muy presente en el debate político español. Así pues, es importante tener presente que la falta de una identidad o ciudadanía común europea que vaya más allá de la pertenencia difusa a una cultura no es solo una preocupación académica: los acontecimientos de los últimos años han puesto de relieve cuáles son los límites y peligros de un proceso de integración en el que las distintas partes no estén fuertemente cohesionadas (el Brexit parece el ejemplo obvio, pero también es cierto en lo que respecta a las decisiones tomadas tras las crisis de deuda soberana). Por ello, si la UE continúa avanzando en su proceso integración política, y ante la evidencia de que cada vez más voces cuestionan su legitimidad y la viabilidad de profundizar en la integración sin un espacio público común, se hace necesario plantearse cómo se pueden resolver esos dos obstáculos (la fragmentación de los medios y la fragmentación lingüística) para conseguir crear una verdadera comunidad política.
Asimismo, y tras una década de crecientes tensiones entre ganadores y perdedores de la globalización, es de esperar que la generalización del uso a nivel político y corporativo de una lengua que resulta ajena a la mayoría de los europeos contribuiría a profundizar los clivajes actuales. Con todo, el grado de tensión que genere la cuestión lingüística dependerá, lógicamente, de si se alcanza o no un bilingüismo efectivo entre la lengua materna y el inglés, o si, por el contrario, se mantiene una situación de diglosia con funciones y estatus diferenciados. Ambos procesos tendrán consecuencias (de distinta gravedad) en aspectos tan sensibles como la cohesión social y la igualdad de oportunidades. Así pues, mientras la diglosia resultaría en un verdadero desapego entre las elites y el resto de la población (algo enormemente dañino y más fundamental), la mera consolidación del inglés como idioma profesional supondría igualmente un importante obstáculo para el avance social de quienes no lo dominan, que no es problema menor. En ese sentido, el factor fundamental que podría contribuir a cambiar el curso habitual de la historia (y evitar así que la consolidación lingüística se alcance a costa de la paz social o la igualdad de oportunidades) es la educación. En algunos países de la Unión, la enseñanza de lenguas extranjeras es sobresaliente. Este es el caso de los países escandinavos o el Benelux. Mientras tanto, para otros sigue siendo una asignatura pendiente. Solo a través de la instrucción podría alcanzarse algo cercano al bilingüismo efectivo que se extendiese a todas las capas de la sociedad. De esta manera, la ciudadanía en su totalidad debería poder formar parte del debate público en Europa sin renunciar a su identidad lingüística.
Tres años después de la publicación de la primera edición de este libro, las prioridades de los líderes en la UE ha girado hacia cuestiones de defensa o dependencia energética. Sin embargo, lo que se ha mantenido constante es el foco en la respuesta europea a estas cuestiones. Al mismo tiempo, la deriva populista continua en el mundo entero, como bien nos demuestran las recientes elecciones americanas, y la cosecha de eurodiputados elegidos este año incluye un número mayor de miembros que vienen de partidos de extrema derecha. Las pulsiones nacionalistas y nativistas se encuentran en el centro de los discursos de los líderes de este corte y también de las ansiedades ciudadanas que les alimentan. Ante esta realidad, es importante señalar que el rechazo que suscita el inglés entre la población local empieza a estar ya muy relacionado con el populismo de derechas en los países en los que está más expandido, aunque en España nos cueste imaginarlo por estar aún bastante ausente. El caso más claro de este fenómeno son los Países Bajos, donde existe un miedo a que el holandés se convierta en una lengua subordinada al inglés en su propio feudo. Así las cosas, es importante evitar que esto se convierta en un frente más, una fuente adicional de apoyo de este tipo de movimientos políticos. Por ello, opino que las preguntas que nos hacemos en ¿Quién hablará en europeo? son hoy más importantes que nunca, y las debemos abordar antes de que sirvan para fomentar una mayor tensión. La cuestión lingüística es una conversación pendiente que debemos tener, en el idioma que sea.
Hay 1 comentarios
Interesante cuestión.
Creo que la finalidad de codificar unas reglas y unos símbolos para articular una “lengua” nunca tuvieron como primer objetivo el crear una identidad.
Más bien pienso que el objetivo prioritario y si se me apura único, es el de hacer posible la comunicación. Otro criterio importante y nada desdeñable es el de la facilidad de construcción y uso final de dicho código frente a otros, más abstrusos o de bajas prestaciones en lo que podríamos llamar “economía del lenguaje”, en el que el coste de oportunidad lingüístico nos aproxima a una solución más versátil y eficiente.
Por eso, desde esta óptica utilitaria considero que el inglés, es fácil y eficiente, y que además ya goza de una gran penetración en nuestras comunidades, sobre todo en ámbitos académicos y en centros de administración en relaciones internacionales.
Se que Blas de Lezo, Cortés o el mismo Cervantes se estremecerían contrariados por abogar por el lenguaje del sempiterno rival, pero es que el conservadurismo y la ciega creencia en una identidad unificadora no deben empañar nuestra visión diáfana sobre la utilidad práctica de la comunicación.
Saludos.