Por Giacomo A. M. Ponzetto (CREI, UPF, BSE e IPEG)
El problema de la vivienda se ha convertido en la máxima preocupación de los españoles. En el último barómetro del CIS, es la opción más escogida como problema principal del país, por encima del paro y de la crisis económica. No es de extrañar: en las mayores áreas metropolitanas, empezando por Madrid y Barcelona, los precios de venta y de alquiler han subido dramáticamente en el último decenio, tendencia que se ha acelerado desde el final de la pandemia. Con ello la vivienda se hace cada día menos asequible, sobre todo para los jóvenes que intentan acceder por primera vez al mercado inmobiliario.
Los gobiernos locales, autonómicos y estatal están intentando adoptar medidas para aliviar este problema. Pero parece que no sepan o no quieran adoptar las más adecuadas. Al contrario, parece que la primera tentación política recaiga precisamente en la peor de las respuestas: legislar limitaciones del precio del alquiler y de su crecimiento. Intentó hacerlo en 2020 el gobierno catalán y finalmente lo hizo en 2023 el gobierno español con la Ley por el Derecho a la Vivienda y el Índice de Referencia para la Actualización Anual de los Contratos de Arrendamientos de Vivienda (IRAV), cuya complejidad y opacidad acaba de criticar en estas páginas Jordi Galí.
En teoría, un tope de precios puede ser una medida eficaz para contrarrestar las distorsiones causadas por el poder de mercado de un monopolista. Por ejemplo, el grupo De Beers mantuvo a lo largo del siglo XX un monopolio casi total de la producción mundial de diamantes. Eso le permitió generar una escasez artificial, reduciendo la extracción para presionar al alza los precios. Si entonces los países del G7 hubiesen legislado un límite al precio de los diamantes, probablemente De Beers se habría resignado a vender más barato, y para compensar habría producido más.
En la práctica, estas consideraciones no tienen aplicación al mercado español de la vivienda. Lejos de ser un monopolio, éste se caracteriza por su gran fragmentación. Tres de cada cuatro hogares viven en una casa de su propiedad (INE 2023). Incluso en las viviendas de alquiler, la mayoría es propiedad de pequeños tenedores. Es imposible para ellos obtener beneficios generando escasez artificial, como lo hacia De Beers. O sea, el mercado es competitivo. Los precios no suben porque haya oligopolistas que exploten su poder de mercado, sino sencillamente porque la demanda sube más rápidamente que la oferta.
¿Qué efectos tiene un tope de precios en un mercado competitivo? En el corto plazo favorece a los inquilinos actuales (como yo). Mientras esté vigente nuestro contrato, y hasta que el arrendador acepte seguir renovándolo, nos beneficiaremos de un alquiler inferior a lo que sería el precio de mercado. Aquí está, sin duda, la razón de la popularidad de la medida entre políticos y votantes. Pero es una razón superficial y miope.
En el medio plazo, ¿quién disfrutará de esos beneficios? A los inquilinos actuales naturalmente nos agradaría quedarnos con ellos. Pero eso no tendría que resultar deseable para gobernantes que mirasen al bienestar global del país. Para los jóvenes se hará todavía más difícil encontrar su primera vivienda. El mercado de la vivienda se paralizará, dificultando la movilidad e impidiendo a los trabajadores acceder a las mejores oportunidades laborales (Glaeser y Luttmer 2003).
Además ¿por qué los caseros tendrían que quedarse con los mismos inquilinos? Sería más natural que quisieran favorecer a sus propios amigos. Quizás los inquilinos actuales imaginamos serlo, pero es más probable que tengan otros: posiblemente hijos o familiares. Otra vez el mercado devendrá menos eficiente y no más justo. Al fin y al cabo, los mejores amigos de caseros adinerados suelen ser acomodados también. Hasta parece natural que acaben comprando esa amistad en un mercado negro del acceso al alquiler.
En el largo plazo, si el mercado negro no elimina de facto la limitación del alquiler, ¿por qué los caseros tendrían que seguir alquilando sus pisos? Ya se ha asistido a un desplome inmediato del alquiler habitual y una reconversión masiva hacia alquileres temporales, turísticos o por habitaciones. Otras leyes podrían dificultarlo: los políticos catalanes lo están intentando. Pero después se tendrá que desincentivar también la conversión de pisos en oficinas. Y siempre quedará la más clásica de las opciones: pasar del alquiler a la venta. De una manera o de otra, la oferta de pisos en alquiler bajará, una vez más perjudicando sobre todo a los jóvenes y a los colectivos más vulnerables.
Peor aún: cuanto más se impongan vínculos y limitaciones a rentabilizar las viviendas, tantas menos viviendas se acabarán construyendo, rehabilitando y conservando. Así que, lejos de aliviarlos, se agudizará la carencia de oferta y exceso de demanda que están en la raíz del problema.
Cualquier estudiante de economía sabe que una solución eficaz requiere exactamente lo opuesto. O sea, se tiene que incrementar la oferta: construyendo nuevas vivendas; remontando las fincas existentes; convirtiendo en viviendas las que ahora son oficinas, o fábricas, o hoteles, o pisos turísticos… También se podría reducir la demanda, cuanto menos limitando la inmigración.
Esas medidas, actuando sobre las cantidades, tendrían previsiblemente mucho más éxito que el intento desatinado de intervenir directamente sobre los precios. Sin embargo, es peligrosamente fácil sobrestimar su eficacia potencial. El problema es que el modelo sencillo en el que puede pensar cualquier estudiante representa un mercado aislado.
Si estuvieran dadas una cantidad de viviendas y una cantidad de hogares que en esas viviendas tuvieran que vivir sí o sí, entonces con buena aproximación el precio de la vivienda bajaría un 10% al construir un 10% más de viviendas, o al desaparecer un 10% de los hogares. Es decir, la elasticidad del precio a las dos cantidades sería aproximadamente igual a 1.
Pero el mercado de la vivienda en España (o en cualquier otro país de tamaño parecido) no funciona así. No hay un mercado nacional de la vivienda, sino muchos mercados locales. Un piso en Barcelona, uno en Madrid, uno en Cáceres y uno en Teruel no son en absoluto lo mismo, y no tienen ni mucho menos el mismo precio. Pero los mismos hogares pueden moverse de una a otra ciudad, y de hecho lo hacen. No en vano hablamos de “España vaciada,” o quizás tendríamos que decir “vaciándose” todavía.
Por consiguiente, cualquier variación de las cantidades en cada ciudad tendrá efectos reducidos sobre sus precios. Si por ejemplo se construyera bastante para incrementar un 10% el parque de viviendas de Barcelona—un incremento difícil de alcanzar en el corto plazo, ya que se trataría de unas 220.000 viviendas añadidas en al área metropolitana (Idescat 2021)—los precios no bajarían el 10% porque una disminución menor sería sin duda suficiente para atraer nuevos residentes de Teruel o de Lleida.
¿Cuánto menor? Un cálculo preciso transciende los límites de esta nota. Sin embargo, el modelo cuantitativo más estándar de la geografía económica permite una aproximación razonable.
Podemos asumir que cada hogar gasta en vivienda una porción β ≈ 35% de sus ingresos. En un área metropolitana c con Lc hogares que ganan un salario wc y con Hc viviendas que se alquilan a un precio pc, el equilibrio requiere entonces que el gasto total en vivienda sea el 35% de la masa salarial: pc Hc = β wc Lc. Esta hipótesis implica también que el salario real yc de los trabajadores puede calcularse correctamente dividiendo su salario nominal por el alquiler elevado a la potencia β, o sea: yc = wc / pcβ.
Además, podemos asumir que si el salario real en un área metropolitana subiera el 10%, subirían un 20% los trabajadores que quieren vivir allí. O sea, la elasticidad de la población al salario real es ∂ ln Lc / ∂ ln yc = μ ≈ 2 (Head y Meyer 2021). Estas dos hipótesis clásicas bastan para concluir que si la cantidad de viviendas en el área metropolitana subiera un 10%, los alquileres sólo bajarían el 6%, ya que ∂ ln pc = – ∂ ln Hc / (1 + β μ).
Es instructivo estimar lo que esto implica para la regulación de los alquileres turísticos, que el alcalde de Barcelona ha propuesto eliminar a partir de 2029. Oficialmente se eliminarían 10.101 licencias turísticas, que corresponden al 1,25% de las viviendas del municipio (Idescat 2021). Eliminando esas licencias y nada más, podríamos esperar que los alquileres bajen un 0,75%.
En realidad, los alquileres turísticos, mayoritariamente sin licencia, están probablemente más cerca del 5% del parque de viviendas de la ciudad. Si se eliminaran totalmente, como mucho se alcanzaría reducir los alquileres un 3%: una cifra muy parecida a las que obtuvieron Garcia-López et al. (2020) en su detallado análisis empírico de los efectos del turismo en Barcelona.
Podría tener mucho más impacto sobre los precios en el municipio de Barcelona una mejora de la infraestructura del transporte en el área metropolitana. En este sentido hay mucho margen para mejorar: pensemos en el caso de Rodalies de Catalunya. Si los servicios de cercanías funcionaran mejor y más fiablemente, no sería tan importante para los trabajadores habitar en el centro, así que la presión al alza de sus alquileres se reduciría.
Quizás podría ser eficaz también una variación del número de hogares a nivel nacional. Cabe destacar que no puede hacerse un análisis parecido a nivel local. La población de cada ciudad nunca cambia exógenamente, sino que resulta siempre de un equilibrio general. Por eso, si observamos que en Barcelona o en León han variado al mismo tiempo la población residente y el precio de la vivienda, es incorrecto deducir que la variación de la población ha causado la de los precios. Al contrario, tanto la población como los precios reflejan otras causas últimas: por ejemplo la evolución tecnológica, o los cambios en las preferencias.
Pero en el modelo cuantitativo estándar se asume que la población total del país está dada exógenamente, como la tecnología y las preferencias. Entonces sí que se puede deducir que, si la población española se redujera globalmente del 10%, aproximadamente bajarían un 10% tanto la población como el precio de alquiler en cada ciudad de España.
Sin embargo, no hay mucho margen para legislar medidas en este sentido. La población extracomunitaria en España roza los 4 millones de residentes, o sea el 8% del total (INE 2022). Para que bajaran un 8% los alquileres, tendrían que irse todos: un choque poco imaginable, hasta para los políticos de extrema derecha.
Aun cuando eso fuera posible, es probable que en realidad el precio de la vivienda bajaría menos de lo que predice un modelo tan sencillo. Primero, porque los inmigrantes juegan un papel importante como trabajadores de la construcción: sin ellos, subiría el coste de la obra nueva y de las remodelaciones. Segundo, porque los inmigrantes, por lo menos los que proceden de países más pobres, suelen gastar en vivienda un porcentaje menor de sus ingresos que los españoles (Albert y Monràs 2022).
Si limitar los precios hace daño, y también parece difícil alcanzar una bajada cuantitativamente significativa de los alquileres creando más viviendas o reduciendo la inmigración, ¿qué otras soluciones puede haber?
Según la geografía económica, el determinante principal del precio de la vivienda es la productividad. En nuestro modelo, cuando la productividad del trabajo en el área metropolitana sube un 10%, los alquileres suben un 18%, ya que ∂ ln pc / ∂ ln wc = (1 + μ) / (1 + β μ). En las dadas, hay una relación estrecha entre los salarios y los precios de la vivienda en diferentes ciudades. Por ejemplo, la Figura 1 muestra esta relación para las áreas metropolitanas de Estados Unidos.
Figura 1. Precio medio de la vivienda en función de la renta mediana de los hogares
Fuente: Glaeser (2007) con datos del Censo de los Estados Unidos de 2000.
No cabe decir que nadie desea que bajen los salarios para que bajen los alquileres. Pero lo que importa es el salario relativo de cada ciudad comparado al resto de España. La subida de los alquileres en Barcelona y Madrid y la despoblación de la “España vacía” son dos caras de la misma moneda. Ambas resultan de la divergencia de la productividad entre las grandes ciudades y los centros más pequeños—no digamos las zonas rurales—donde en general no hay escasez de viviendas, o cuanto menos de posibilidades de construirlas.
Por eso, aunque proporcionar más viviendas en las principales áreas metropolitanas sea eficiente y beneficioso, la ventaja principal consiste en permitir a más españoles de aprovechar la elevada productividad de estas ciudades. Si en cambio lo que queremos es que su precio de la vivienda sea más moderado, lo más importante es incrementar la productividad de otras regiones que se han quedado atrás. Aunque a los barceloneses y madrileños a veces nos lo tengan que recordar, Teruel existe y nuestros alquileres también se determinan allí.
[1] Agradezco los comentarios de Andreu Arenas, Jordi Galí, Joan Monràs y Santiago Sánchez-Pagés a una versión anterior de este artículo.
Hay 2 comentarios
Propuesta: fomentar o facilitar el teletrabajo fuera de los grandes centros de población y mejorar las redes de transporte público.
Interesantísimo. Ojalá lo leyera más gente. Ojalá lo leyera todo el mundo. Gracias.