Vivimos en un mundo donde la escasez de recursos obliga en muchas ocasiones a tomar decisiones en las que unas personas ganan y otras pierden. Las decisiones de financiar o no nuevos tratamientos o tecnologías sanitarias con dinero público no están exentas de esta disyuntiva. En estas decisiones los ganadores están claros: las personas que se beneficiarán de la intervención evaluada. La cuantificación de su mejora – aunque tarea compleja – es un ejercicio cotidiano en la evaluación de tecnologías sanitarias. Sin embargo, identificar y cuantificar lo que se pierde al introducir nuevas terapias en un sistema sanitario es una tarea mucho más oscura, a la que la evaluación económica, o los análisis de coste-efectividad (ACE), tratan de poner luz.
Los ACE comparan los beneficios, normalmente medidos en términos de ganancias en calidad y esperanza de vida (los llamados Años de Vida Ajustados por Calidad – AVAC), con los costes de intervenciones sanitarias alternativas. Sus resultados nos permiten poner en una balanza, por un lado, lo que se ganaría en términos de salud al emplear un nuevo tratamiento y, por otro, los costes económicos adicionales que el tratamiento impondría al sistema. Pero medir beneficios y costes con métricas distintas complica la comparación e impide concluir si unos son mayores que los otros. Como posibles soluciones tenemos dos vías: asignar un valor monetario a la salud o asignar un valor en términos de salud al dinero.
La segunda opción es considerada la más relevante en sistemas sanitarios que se enfrentan a presupuestos previamente asignados y para los que financiar una nueva intervención supone tener que “dejar de hacer otra cosa”. Lo que nos interesa saber en estos contextos es si la salud que se gana al financiar un nuevo tratamiento es mayor que la salud que se va a perder al desplazar recursos dentro del sistema. Pero ¿quién y cuánta salud se pierde cuando se financia una nueva intervención en un sistema sanitario? Por lo general no tenemos respuesta a esta pregunta. No sabemos con antelación qué dejará de hacerse, distintas regiones pueden dejar de hacer cosas distintas, y realmente lo más común es que el desplazamiento de recursos se traduzca en retrasos y empeoramientos de la calidad asistencial difíciles de cuantificar, y no en la desinversión de un servicio o tratamiento específico. Por tanto, en la amplia mayoría de ocasiones las personas que se verán perjudicadas porque antes disfrutaban de unos recursos que serán ahora destinados a un nuevo tratamiento son invisibles para la sociedad y para los decisores. Sacar a flote y medir este coste de oportunidad es una tarea en la que se han embarcado economistas de la salud de varias partes del mundo, incluyendo Inglaterra, Australia, Holanda, Suecia, Sudáfrica, China, Estados Unidos, y España.
Estos estudios empíricos han tratado de cuantificar la salud que se pierde cuando se imponen nuevos costes al sistema, en su mayoría, a través de análisis econométricos que explotan variaciones en el gasto sanitario per cápita y en resultados en salud de la población con datos regionales. Pero medir la relación causal entre el gasto sanitario y la salud no es una tarea sencilla. Para paliar los sesgos de las diversas fuentes de endogeneidad que afectan a la relación que se observa entre estas variables, estos estudios aplican métodos que controlan por la heterogeneidad no observable entre regiones y/o en el tiempo, así como por la posibilidad de causalidad inversa (el gasto sanitario influye en la salud de la población, pero también se da la relación en el otro sentido, la salud influye en el gasto sanitario). El resultado final de dichas estimaciones muestra el coste marginal para un sistema sanitario de producir un AVAC. Esta información sirve como base para traducir los costes económicos de una nueva intervención en términos de la salud que se podría generar con dichos recursos hoy en día en el sistema. Ofrece por tanto una medida del llamado “umbral de coste-efectividad”, determinando el coste por AVAC máximo que una nueva intervención debe tener para que su introducción en el sistema conlleve una mejora (neta) en la salud de la población.
Sin embargo, no siempre se han propuesto umbrales de coste-efectividad que representen este concepto del coste de oportunidad. Un ejemplo paradigmático, aunque sin demasiado éxito en países occidentales, fue la recomendación de la Organización Mundial de la Salud de utilizar como umbral una cifra que se situase entre una a tres veces el PIB per cápita del país. El uso de este valor arbitrario, que no se sustenta en el coste de oportunidad y que difícilmente se puede relacionar con el valor monetario de la salud, ha sido criticado.
Más recientemente, se ha publicado un trabajo que presenta un marco conceptual diferente y ofrece estimaciones empíricas para 174 países de umbrales de coste-efectividad. En dicho estudio se propone establecer umbrales que se alineen con metas aspiracionales fijadas de antemano sobre la evolución en la esperanza de vida y la evolución en el gasto sanitario. El mismo artículo reconoce que los países no fijan metas explícitas sobre estas variables, por lo que propone como meta razonable mantener relación de la evolución histórica observada en estas dos variables en los países del mismo rango de renta. Los autores afirman que los umbrales derivados bajo esta metodología tienen como base el concepto de eficiencia y el coste de oportunidad como principio fundamental.
Sin embargo, la relación histórica entre el gasto sanitario y la esperanza de vida difícilmente capta su relación causal. Muchos son los determinantes de la salud de la población más allá del gasto sanitario y muy compleja la relación entre el gasto y la salud ya que depende intrínsicamente de cambios en los niveles de necesidad. Para ilustrarlo solo necesitamos pensar en dos momentos de nuestra historia reciente en España. El primero en el que el gasto sanitario se redujo para hacer frente a una crisis económica; y el segundo cuando este aumentó considerablemente para hacer frente a una crisis sanitaria (ver la evolución del gasto sanitario público aquí). La evolución en la salud en esos periodos – en la primera continuó creciendo, en la segunda se redujo considerablemente – nos llevaría a estimar umbrales con valores negativos si siguiéramos esta propuesta. Los autores señalan como ventaja frente a estudios empíricos que han tratado de estimar el efecto causal entre gasto y salud que sus estimaciones requieren datos más “mundanos” y que la metodología es más sencilla de entender para las personas que toman las decisiones. Además, recalcan, permite a los decisores elegir esas metas aspiracionales en las que basar su umbral. El precio que se paga por dichas supuestas ventajas puede ser alto, ya que los valores derivados no miden el impacto sobre los pacientes invisibles, por lo que las decisiones sobre financiación informadas por estos umbrales no se basarán ya en si las nuevas terapias tienen o no un efecto neto positivo en la salud de la población. Además, se ofrece a los decisores todo el margen necesario para que se fijen umbrales potencialmente arbitrarios que se justifiquen con base a esta propuesta.
Los ACE tienen una misión: dar voz a los pacientes que no se sientan en ninguna mesa de negociación, que no vienen respaldados por ninguna asociación y que difícilmente saldrán en los medios de comunicación. Son los pacientes invisibles que soportan el coste de oportunidad de las decisiones de financiación. Un umbral de coste-efectividad que refleje el impacto sobre estos pacientes permite que de alguna manera estén presentes y se sienten en la mesa en cada decisión. Fijar el umbral de coste-efectividad de forma que refleje “otra cosa” o modificarlo para que “quepan más” (de esto también habrá que hablar) desvirtúa su función y le roba su relevancia.