La pandemia actual a la luz de las grandes crisis de mortalidad españolas de los siglos XVIII al XX

admin 2 comentarios

De Enrique Llopis Agelán* (Universidad Complutense) y Vicente Pérez Moreda** (Universidad Complutense y Real Academia de la Historia). Este texto ha sido reproducido también en el Blog Conversaciones sobre la Historia.

André Mazet atendiendo a los enfermos de fiebre amarilla en Barcelona, litografía de Jacques-Etienne-Victor Arago (S. XIX) | Imagen Colección Wellcome

El propósito principal de este artículo es presentar la actual pandemia en perspectiva histórica, comparándola con las grandes crisis de mortalidad registradas en Castilla o en España en los siglos XVIII, XIX y XX. Sirva como adelanto que el impacto del COVID-19 en España está siendo mucho menos letal que las frecuentes crisis que azotaron nuestro país en el pasado.

Desde hace mucho tiempo, el Grupo Complutense de Historia Económica Moderna de la Universidad Complutense lleva reconstruyendo, en archivos parroquiales y diocesanos de varias regiones, series anuales seculares de los sucesos vitales de los siglos XVI-XIX. Dicho Grupo ha confeccionado más de 700 series de bautizados y cerca de 300 de defunciones. Nos centraremos aquí en los datos procedentes de las partidas de defunción y bautismo de 138 localidades de nueve provincias castellanas (Burgos, Palencia, Zamora, Ávila, Segovia, Madrid, Guadalajara, Ciudad Real y Albacete), por medio de los cuales podremos examinar no sólo la evolución de la mortalidad (tasas brutas de mortalidad anuales, previamente reconstruidas) entre 1700 y 1889, sino también identificar y medir la frecuencia e intensidad de las alzas bruscas (las crisis) de mortalidad del pasado. Otro tanto se hace con referencia al periodo siguiente, de 1890 a 2019, analizando en este caso las crisis de mortalidad en el conjunto español, para compararlas con las de la amplia muestra “castellana” de los dos siglos anteriores; y finalmente, unas y otras, con la sobremortalidad y la intensidad de la actual crisis epidémica que estamos padeciendo, la provocada por la Covid-19.

En el gráfico 1 se puede observar el número de crisis de mortalidad detectadas en esa amplia muestra de localidades castellanas durante los siglos XVIII y XIX, y en la España del periodo 1900-2020, así como la sobremortalidad o incremento sobre la mortalidad ordinaria que se registró en cada una de ellas y el nivel que alcanzó la tasa bruta de mortalidad en cada fecha. El gráfico 2 muestra la intensidad de la mortalidad “extraordinaria” en cada año de crisis. Hemos considerado que se trataba de una crisis de mortalidad cuando la tasa bruta superaba en más de un 20 % al valor de la media truncada de once años centrada en el año en cuestión.

En Castilla, el promedio de la tasa bruta de mortalidad fue del 40,1 ‰ en 1700-1799, del 48,2 ‰ en 1800-1814 y del 33,7 ‰ en 1815-1889. Estas tasas eran superiores a las registradas en otras regiones periféricas españolas y en la mayor parte de países de Europa occidental. Aunque el riesgo de muerte descendió en Castilla después de la Guerra de la Independencia, tal caída duró poco tiempo y fue mucho menor que las registradas en la mayor parte de regiones del occidente europeo en el siglo XIX.  En España, el promedio de la tasa bruta de mortalidad fue del 24,5 ‰ en 1890-1930, del 12,5 ‰ en 1931-1965 y del 8,4 ‰ en 1965-2019. La transición demográfica se inició en nuestro país en la década final del siglo XIX, y la gran caída de la mortalidad estaba ya prácticamente completada en el decenio de 1960.

Castilla conoció 16 años de crisis de mortalidad en el siglo XVIII, 13 de ellos en su primera mitad y solo 3 en la segunda; y 10 en el XIX, 8 de ellos antes de 1850. Y en España, entre 1890 y 2019, solo se detectan dos crisis de mortalidad, la de 1918 y la de 1941. La intensidad de la pandemia de gripe en la primera de esas fechas superó ligeramente el 50 %, y en 1941, un año especialmente duro en la primera posguerra, apenas rebasó el 20 %. Por tanto, la mortalidad catastrófica se moderó en la segunda mitad del siglo XVIII, pero repuntó con violencia en la primera del XIX y, aunque su aparición fue desde entonces más débil y más insólita, no quedó erradicada por completo hasta mediados del siglo XX.

En el siglo XVIII, los principales episodios de mortalidad catastrófica tuvieron lugar en los años de la Guerra de Sucesión y en la década de 1740.  Las crisis de mortalidad de la segunda mitad del siglo, menores en número e intensidad, se pueden calificar como crisis agrarias o “mixtas”, si bien cabe destacar la naturaleza epidémica de la de 1786, que se inscribe dentro del marco de la grave irrupción epidémica de “tercianas” (malaria).

En la Castilla del siglo XIX, el 60 % de los años de crisis y el 64 % de la sobremortalidad se concentraron entre 1803 y 1813. Tras la Peste Negra de 1348-1351, o en todo caso tras la peste de 1596-1602, el mayor descalabro demográfico en dicho territorio fue, sin duda, el del trienio 1803-1805. Resultó brutal por su prolongada duración, su enorme intensidad y su casi completa universalidad –muy pocas localidades castellanas se libraron de este desastre-. El epicentro de la crisis se ubicó en 1804: solo en ese año falleció más del 11% de la población castellana. La sangría demográfica, por sobremortalidad y desnatalidad simultáneas, la hemos estimado en algo más de 450.000 individuos, y como es probable que Castilla contara con algo más de 3 millones de habitantes hacia 1802, resulta bastante verosímil que perdiese no menos del 15 % de su población en este trienio tan letal.

A diferencia de otras importantes crisis de mortalidad que tuvieron un carácter europeo, la de 1803-1805 solo se registró en España. Afectó a casi todas las regiones peninsulares, pero la magnitud de los destrozos demográficos fue mayor en las provincias castellanas, sobre todo de la Meseta septentrional, que en el resto de territorios peninsulares. ¿Por qué fue tan descomunal esta crisis? En Castilla, en la década de 1790, la natalidad había crecido, la mortalidad se había moderado y el crecimiento agrario se había avivado. Sin embargo, las amenazas y los desequilibrios económicos y financieros habían aumentado en ese tramo final del siglo XVIII. En el primer quinquenio del XIX se formó y estalló una “tormenta” casi perfecta. Las guerras napoleónicas, el conflicto con Inglaterra, las perturbaciones en el comercio internacional, el relativamente alto precio de los granos en muchos mercados europeos, el incremento de la presión fiscal y la escasa capacidad operativa de los pósitos y otras instituciones de beneficencia –de cuyos capitales y patrimonio se había apropiado la Real Hacienda para evitar el desmoronamiento del crédito público-, constituyeron parte del telón de fondo de tal desastre. Ahora bien, los principales factores determinantes del enorme descalabro demográfico y económico del trienio 1803-1805 fueron: 1) la sucesión de varias malas y pésimas cosechas desde el año agrícola 1800/1801, 2) el estrangulamiento de los mercados fruto de numerosas revueltas populares que indujeron o forzaron a las autoridades locales a solicitar, amparar o decretar la prohibición de la saca de granos; y, 3) varias importantes epidemias -fiebre tifoidea, paludismo, disentería, fiebre amarilla…-, cuya cronología, difusión y letalidad son todavía poco conocidas.

La situación volvió a empeorar durante la Guerra de la Independencia. En las dos Castillas, el año 1812 constituyó el de mayor mortalidad y fue recordado como el “año del hambre” en muchos sitios, sobre todo en la ciudad de Madrid. Las malas cosechas, agravadas por la guerra, desataron entonces una enorme carestía, de consecuencias terribles para la población de la capital, donde murieron entre 20 y 26.000 personas adultas, aún bastantes más de las que habían fallecido en 1804 en dicha urbe. El efecto conjunto de estas grandes crisis de los primeros quince años del Ochocientos se puede cifrar en una pérdida demográfica mínima de unos 800.000 habitantes.

En lo que resta del siglo XIX, tras las del periodo napoleónico, sólo se registraron en las provincias meseteñas cuatro crisis de mortalidad, siendo las más graves las originadas por el cólera morbo en sus dos primeras apariciones: 1834 y 1855, que es cuando alcanzó su máxima extensión y letalidad (unas 300.000 y casi 250.000 defunciones respectivamente). La tercera y la cuarta oleadas de cólera, en 1865 y 1885, fueron más débiles y la sobremortalidad respectiva no alcanzó en esos años el 20 % en el conjunto de Castilla. Sí lo hicieron, sin embargo, algunas de las carestías que periódicamente castigaron a la región, como la que sobrevino en 1868, cuyos efectos económicos y sociales, visibles ya en ese año, y sobre todo en el siguiente en el alza de la mortalidad, han sido destacados por otros autores.

Aplicando a los datos españoles del siglo XX los mismos criterios de identificación y medida de la mortalidad de crisis, sólo podemos detectar dos en toda la centuria. La primera y más importante fue la protagonizada por la pandemia gripal en 1918, que se acusó, con menor intensidad en 1919 y 1920, causando en total, según distintas estimaciones, entre 200 y 260.000 víctimas; o tal vez entre 240 y 260.000 como mejor aproximación, si se tienen en cuenta las diagnosticadas por patologías conexas. Sólo en 1918 esta pandemia ocasionó una severa crisis de mortalidad con cerca de 150.000 defunciones, pudiendo ser considerada, por su magnitud y otras características (una morbilidad estimada en unos 8 millones de personas, más de un tercio de los habitantes totales del país), la última de las grandes mortandades de naturaleza epidémica sufridas por la población española en el transcurso de su historia (y, por cierto, más grave en las provincias castellanas, sobre todo de la meseta norte, que en el conjunto español). La mortalidad causada por la Guerra Civil y la inmediata posguerra se refleja en los datos demográficos distribuidos entre 1937 y 1941, y hay coincidencia en admitir que dicho conflicto elevó las cifras de mortalidad durante esos cinco años en unas 560.000 víctimas, directas e indirectas. Pero solo en 1941, el peor año de la posguerra, cuando la mortalidad volvió a crecer bajo el efecto de la hambruna, el tifus y otros factores adversos, podemos detectar, en el conjunto español una crisis que apenas alcanza el 20 %, el umbral mínimo establecido (y que con toda seguridad no llega a alcanzar dicho nivel en la muestra “castellana”).

Tras este recorrido por la mortalidad “catastrófica” de los tres últimos siglos, y sin necesidad de remontarnos a las mucho más frecuentes y terribles pestes medievales y de los primeros tiempos modernos, la mortalidad originada por la actual epidemia de Covid-19, y, si no se padecen antes de finales de este año 2020 nuevas oleadas graves de la misma, resulta sin duda mínima, en comparación con la de las frecuentes crisis del pasado en nuestro país. Dicho sea esto en términos estadísticos, como se comprueba en los gráficos que se adjuntan. Admitiendo, como ya se hace unánimemente, un total de 40.000 defunciones por Covid-19 durante todo este año (una cifra “prudente” de las víctimas totales que directa o indirectamente puede haber causado, hasta estas fechas de mediados del año, la pandemia), la sobremortalidad por esta causa añadirá 0,85 puntos por 1,000 a la mortalidad “ordinaria” (que podríamos admitir que, en ausencia del Sars-Cov-2 sería similar a la de los 5 años anteriores: unas 420.000 defunciones). La incidencia del actual repunte de mortalidad sería del 9,5 % sobre la mortalidad “normal” o habitual, elevando la tasa bruta de mortalidad de este año del 9 al 9,8 por 1,000. Si las defunciones anuales por la nueva enfermedad fueran de 50.000, la tasa bruta de mortalidad ascendería muy poco más, al 10 por por 1,000, y la intensidad de esta mortalidad recién sobrevenida no llegaría al 12 % (11,89 exactamente), muy lejos, por tanto, del umbral mínimo fijado para calificar a 2020 como año de crisis de mortalidad.

No son estos cálculos ni estas reflexiones, ciertamente, un alivio, ni mucho menos un menosprecio del dolor por las numerosas pérdidas humanas, de los riesgos que han tenido que asumir todos los sanitarios y los que se ocupan de proporcionarnos los servicios esenciales, del sufrimiento de muchas personas mayores que viven solas, de los profundos cambios en nuestras vidas, del preocupante incremento del desempleo, del cierre de numerosas empresas y de otros problemas de diversa índole a los que tienen que enfrentarse los individuos, los gobiernos y todas las instituciones sociales en estos momentos. Pero al menos deberían servir para pensar en la frecuencia y enorme intensidad de todas las situaciones individuales y colectivas en aquellos otros “tiempos de epidemia”, mucho más dramáticas que las ocasionadas por la pandemia actual, y en el clima de constante inseguridad, penalidades y angustia en que transcurría la vida de las poblaciones históricas, hasta no hace mucho tiempo. La historia de las grandes mortandades de otros siglos añade un importante elemento a las circunstancias que rodeaban la existencia de nuestros antepasados, y ayuda a explicarnos su mentalidad, creencias y comportamientos. Y debería contribuir a apreciar aún más su esfuerzo constante, que en circunstancias mucho más difíciles que las actuales, consiguió edificar la impresionante arquitectura material, científica y económica del mundo moderno, todavía en construcción y revisión constante e ineludible, pero con la que podemos sobrellevar hoy, al menos en países como el nuestro, epidemias y “crisis” de diversa naturaleza. Debemos, pues, intensificar ese esfuerzo, que viene de muy lejos, para que las pandemias futuras, aquí y en otras latitudes, sean mucho menos duraderas y mucho menos letales que las del pasado.

_________________________

* Enrique Llopis Agelán es Catedrático de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad Complutense. Especialista en crecimiento y depresiones económicas, es coeditor de Historia Económica de España. Siglos X-XX (Barcelona, 2002), y de España en crisis. Las grandes depresiones económicas, 1348-2012 (Barcelona, 2013).

** Vicente Pérez Moreda es Catedrático de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad Complutense y Vicedirector de la Real Academia de la Historia. Especialista en demografía histórica, es autor de Las crisis de mortalidad en la España interior (siglox XVI-XIX) (Madrid, 1980) y coautor de La conquista de la salud. Mortalidad y modernización en la España contemporánea (Madrid, 2015).

Hay 2 comentarios
  • A la vista estaba (para aquel que quisiera verlo) que la actual crisis tiene más de pánico y de caos que de extraordinaria mortalidad por el Covid. Ya avisaban Levitt en Febrero y Ioannidis en Marzo que tuviéramos mucho cuidado de no tomar medidas que fueran más dañinas que el propio virus. Y ni les hicimos caso ni se lo seguimos haciendo. Sigue la fiesta del pánico en Redes y Medios hasta que alguien diga basta.

  • Sin conocer las cifras detalladas que se ofrecen en esta interesante entrada, no resultan nada sorprendentes. Es decir, pertenece a la sabiduría popular el hecho de que la epidemias en el pasado fueron mucho más letales, tanto por el menor conocimiento científico como por las condiciones de vida de la población y las estructuras higiénico sanitarias existentes.

    Sin embargo no deja de resultar sorprendente para una persona del siglo XIX que un ente tan elemental como un virus (en la frontera entre lo vivo y lo inerte) tenga la capacidad de poner contra la espada y la pared a sociedades altamente desarrolladas (o eso creemos) como las occidentales. Y que, con los avances de la ciencia, hayamos tenido que recurrir a una herramienta medieval (la cuarentena) para luchar contra la pandemia.

    El exceso de mortalidad no es en efecto comparable, pero esto es solo porque la letalidad del virus es baja ¿Qué hubiera sucedido si fuera comparable a la del Ébola, por ejemplo? No quiero ni imaginarlo. Además el recuento de muertos aún no ha terminado y ya veremos lo que sucede de aquí en adelante. Todo el mundo cuenta con una vacuna pero esta no llegará antes del próximo invierno y tampoco sabemos cuál será su efectividad. Por no hablar de algo que casi nadie considera: la posibilidad de que no haya vacuna. Para el SIDA, otra enfermendad viral, aún no se ha conseguido y han pasado más de treinta años desde su aparición.

Los comentarios están cerrados.