Por Diego Martínez López (Universidad Pablo Olavide, de Sevilla)
En la entrada anterior se expuso brevemente cuáles son los principales problemas de nuestra gobernanza fiscal, y todos ellos devienen en una sustancial falta de credibilidad. Si ya la credibilidad resulta determinante en toda normativa sobre reglas fiscales, en momentos como los actuales, de considerable necesidad de recursos que deben venir de fuera, se convierte en crucial. En esta entrada se atisbarán algunas posibles líneas de actuación futura, distinguiendo el corto del medio plazo, y condicionado éste a varias circunstancias y decisiones adyacentes. Todo ello circunscrito al marco institucional de la gobernanza fiscal y sin entrar a valorar medidas concretas de política económica.
En el plazo más inmediato se trata de culminar el cierre de la emergencia sanitaria y conocer su efecto sobre la actividad económica y sobre las finanzas públicas. Esto incluye, por supuesto, una estimación del coste de las medidas adoptadas y su impacto presupuestario sobre 2020 y años venideros. La reciente actualización del Programa de Estabilidad ha ofrecido algunas cifras para 2020 pero es necesario ampliarlas y situarlas en el contexto de unos objetivos fiscales cuya fijación no debiera retrasarse en demasía. Es cierto que la incertidumbre es muy elevada y eso impide trabajar con previsiones fiables pero habría que establecer diferentes escenarios con probabilidades distintas, como hacen el Banco de España o la AIReF, a fin de acotar precisamente la incertidumbre.
Los objetivos fiscales no solo deberían ser realistas en su distribución por niveles de gobierno sino asimétricos por CCAA, según su situación de partida y distancia al objetivo agregado, con esfuerzos de consolidación fiscal viables (Lago y otros, 2017; AIReF, 2016). Aquí, como en tantas cosas, el café para todos ni es justo ni eficiente.
Tal y como se apuntó aquí, habría que activar también los artículos 11.3 y 13.3 de la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera (LOEPSF), que permiten incurrir en desequilibrios fiscales en contextos de emergencia extraordinaria como el que vivimos. Se trata de buscar un encaje legal a la excepcionalidad; en un marco normativo actualmente sobrepasado pero que es el que es. En ese contexto, el mecanismo corrector vendría a través de los planes de requilibrio que, si se toman en serio, podrían adquirir una credibilidad superior a la de los Planes Económico-Financieros, profusamente utilizados en CCAA y CCLL. Otra alternativa, inferior a mi juicio, sería extender la disposición transitoria primera de la LOEPSF (que hablaba de equilibrio estructural y deuda pública por debajo del 60% del PIB en 2020) hacia un futuro impreciso; o poco creíble si, por el contrario, se especifica. Pero esta disposición transitoria ya se encuentra agotada y no se debería forzar su resurrección.
A medio plazo se requiere una reforma en profundidad de la LOEPSF que, como se sabe, es la columna vertebral de nuestra constitución financiera. Pero dada nuestra estructura descentralizada y la pertenencia a la unión monetaria europea, las avenidas de reforma deben tener en cuenta los siguientes condicionantes. En primer lugar, la discusión abierta en el ámbito europeo sobre el rediseño de la reglas fiscales (aquí). Tampoco el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, con sus sucesivas reformas (Six-Pack y Two-Pack), ha funcionado con la eficacia que se esperaba, además de la complejidad técnica e institucional que conlleva su manejo.
Uno de los esquemas que goza de más respaldo en el debate europeo es aquel que, en un procedimiento bi-etápico, persigue mantener la deuda pública bajo criterios de sostenibilidad a través de una regla de gasto definida al efecto (Hauptmeier y Kamps, 2020). Podría trasladarse al marco español pero siendo conscientes que esta estrategia no se ajusta con facilidad a la realidad de las finanzas públicas subcentrales y sus peculiaridades (Eyraud y otros, 2020). También a escala europea se cuestiona que la utilización del déficit público estructural sea uno de los pilares de la nueva gobernanza fiscal y se apuesta por reforzar a las autoridades fiscales independientes, así como por mercados de capitales con buena disponibilidad de información y en mejores condiciones, por tanto, de ejercer una disciplina efectiva.
Un segundo condicionante a tener en cuenta sería el derivado de una posible reforma del sistema de financiación autonómica (SFA). En este asunto no debieran perderse de vista al menos dos circunstancias. La primera se refiere a una eventual reasignación de recursos entre los distintos niveles de gobierno para atender a la petición generalizada desde las CCAA de que sufren insuficiencia financiera. Las raíces técnicas y políticas de este debate son profundas (aquí) pero, en términos de economía política (Sorribas, 2011), se trata de no repetir el enfoque implícito seguido en la reforma del SFA de 2009: en aquel momento se aportaron unos 11.000 millones de euros adicionales sin exigir nada a cambio.
La incorporación de recursos adicionales a las haciendas autonómicas debería vincularse a algo más. Y la disposición a asumir una mayor dosis de responsabilidad fiscal derivada de una nueva gobernanza podría ser una razonable relación de intercambio. Más recursos a cambio de más responsabilidad fiscal, entendida ésta como la aceptación de sanciones más probables, mayor automatismo en su aplicación y una rendición de cuentas más fluida a la sociedad y a los mercados.
La segunda circunstancia ante una reforma del SFA hace referencia a su equidad. Como es bien sabido (de nuevo aquí), ésta no responde a patrón distributivo alguno y alimenta argumentaciones de laxitud fiscal sobre la base de una financiación por debajo de la media. Precisamente el espejo de las Comunidades forales de Navarra y País Vasco, con una financiación por habitante muy superior a la media, abona esta hipótesis: su cumplimiento de los objetivos de déficit es notablemente mejor que el de la mayoría. Está claro que el nuevo SFA debe remediar esta importante limitación. La viabilidad de una gobernanza fiscal más creíble se lo agradecerá (Dovis y Kirpalani, 2020). Y por supuesto, aunque sea otro debate, el concepto (mejor compartido y explícito) de equidad sería más robusto.
Finalmente, un tercer condicionante es el de los mecanismos extraordinarios de financiación (principalmente, Facilidad Financiera y Fondo de Liquidez Autonómica). Si, como parece, no se consiguen avances rápidos en la mutualización en la emisión de deuda pública europea sino un paquete de ayudas “convencionales” (BEI, presupuesto europeo) y un rescate con condicionalidad suave vía Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), la deseable extinción de estos préstamos no sería tan viable en el corto y medio plazo. En un contexto como éste, los mercados de deuda pública mostrarían una sensibilidad significativa, con lo que la entrada de unos agentes relativamente nuevos (CCAA, algunas con serias necesidades financieras) podría provocar una indeseada inestabilidad.
Por ello, habría que mantener el grueso del formato actual, aunque apuntando cambios en una determinada dirección: que la vida dentro de los mecanismos no sea tan “cómoda”. Por ejemplo, no se deberían financiar los incumplimientos en el objetivo de estabilidad y se podrían fijar diferenciales en los tipos de interés al que se presta el dinero (sobre la deuda soberana española, según los compartimentos o el cumplimiento fiscal, etc.).