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Una hipótesis sobre por qué es tan difícil conseguir reformas estructurales en España

Hace unas semanas conté en Magdalen College (Oxford) en el ciclo Madariaga los resultados preliminares de un par de estudios experimentales que estoy desarrollando con varios coautores, algunos de ellos colaboradores de este blog, y me comprometí por twitter con Elena Alfaro, una de nuestras lectoras más inquietas, a hablar de ello (y como la última vez que me comprometí a algo, a promover unas “cervezas con NeG” fallé, prefiero no repetir). Los resultados de nuestros estudios son aún algo preliminares, pero me parece que la motivación es de interés general y quería compartirla. La hipótesis es que en sociedades con un bajo nivel de “confianza generalizada” resulta más difícil llegar a pactos, acuerdos y compromisos, y a menudo estos acaban sustituyéndose por complicadas reglas formales que tampoco arreglan gran cosa y tienen costes elevados.

Para empezar, ¿qué es esto de la “confianza generalizada”? Hay varias definiciones y no existe un consenso sobre cuál es la mejor, pero todas tienen como denominador común que la confianza implica una disposición de los individuos (o decisores colectivos) a colocarse en situaciones donde otros pueden aprovecharse, esperando que esto no suceda, porque de esa manera se produce una ganancia mutua (ver Doney et al). La palabra “generalizada” tiene que ver con la confianza en el resto de miembros de la comunidad, no en una persona en particular (es fácil y posible que en sociedades con poca confianza generalizada, la confianza en amigos o familiares se acreciente).

A los economistas nos interesa la confianza generalizada entre otras cosas porque se ha asociado a mayores tasas de crecimiento. Zak y Knack lo hacen con una sección cruzada de países, y Algan y Cahuc utilizan una estrategia más convincente para establecer una relación causal entre crecimiento y confianza. Algan y Cahuc muestran que el nivel de confianza heredado por los inmigrantes de los países de origen de sus antepasados explica una parte sustancial de la evolución del crecimiento económico para un gran panel de países.

Una de las maneras estándar de medir esta característica de los ciudadanos de cada país es a través de una pregunta que se realiza en las encuestas de valores (EWS WVS): “¿Se puede confiar en la mayoría de la gente?” En el siguiente gráfico se representa el porcentaje de gente que responde positivamente en varios países.

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Como ven no estamos bien. Y mi conjetura es que esto explica parte de la dificultad que experimentamos en llevar a cabo reformas, así como nuestro gusto por las protecciones alambicadas a nuestros derechos y libertades. Para darse cuenta de lo primero les recuerdo que, como ya hemos analizado aquí, en Suecia se hicieron muy serias reformas fiscales (aumento del superávit primario de 9 puntos del PIB, a base de recortes de gastos e incluso impuestos), laborales, educativas o de pensiones (más en este artículo de Bergh). Lo mismo se puede decir de Alemania, en la cual un gobierno socialdemócrata hizo reformas que aquí habrían costado varias huelgas generales.

Creo que esto también explica parcialmente la incomodidad de muchos países nórdicos con la reticencia de los países del Sur a aceptar reformas que ellos tuvieron que realizar hace veinte años. Pero también me parece que si creemos que los ciudadanos son racionales (o incluso para los que nos conformamos con pensar que son “razonables”) habría que buscar una razón para esta reticencia. Las reformas estructurales en general implican costes inmediatos evidentes con beneficios futuros inciertos. Y esos costes inmediatos no siempre están bien distribuidos. Para algunos pueden ser beneficios inmediatos. Por ejemplo, aceptar recortes salariales para aumentar la competitividad y mantener el empleo se puede hacer, como hicieron los alemanes, si se espera que efectivamente el empleo se mantenga o los salarios suban cuando las cosas vayan bien. Esto requiere confianza en que la otra parte cumplirá su porción del trato. Si no hay confianza, tenemos un problema.

¿Y si no hay confianza, qué hacemos? Una respuesta es legislar y regular. Cuando hablamos en el blog de, por ejemplo, reformar las oposiciones, y cambiarlas por otro tipo de procesos, la respuesta más habitual es decir que las oposiciones son lo único que nos separa del caos del amiguismo. Lo curioso es que dejamos claro que los otros sistemas pueden ser tan verificables y robustos como el anterior. Pero nadie se fía. Piensan que si se cambia el sistema, “hecha la ley, hecha la trampa” y alguien dejará un agujero para los amiguetes.

Por no decir cuando hablamos de reforma del acceso a la profesión universitaria. Mucha gente piensa que la única solución es que el acceso a la profesión pase por un examen como las oposiciones, o por presentación de currículos con un baremo predefinido y sin ningún atisbo de discrecionalidad por parte de nadie. Cuando cuento a algún español de fuera de la profesión que en una de las mejores universidades del mundo (y una universidad pública para colmo) me contrataron después de dar una charla y unas cuantas entrevistas con profesores del departamento y un par de administradores, suelo encontrar miradas de incredulidad.

Esto tampoco es irracional, ni siquiera extraño, Aghion y sus coautores muestran que la regulación tiene una correlación negativa muy marcada con el nivel de confianza generalizada. Lo curioso, muy curioso, del modelo y de los datos que lo confirman es que esta demanda de regulación resulta muy grande incluso a pesar de que el gobierno sea corrupto.

¿Qué se puede hacer? La verdad es que es un problema complicado, por esto estoy interesado en comprenderlo. Una vía de progreso nos viene de este otro estudio de Rothstein y Eek, que muestra que la corrupción hace decrecer los niveles de confianza. Por esto me parece obvio que la primera medida del próximo gobierno debe ser regenerar las instituciones. Incluso con una prioridad mayor que cualquier reforma estructural. Cuando la sombra de la corrupción haya desaparecido de las instituciones será más fácil llevar a cabo las reformas necesarias y pedir sacrificios a los españoles. Este fue un error muy grave de los anteriores gobiernos: quisieron hacer reformas cuando los responsables de escándalos gravísimos seguían en puestos de responsabilidad. Esperemos que el próximo no tropiece en la misma piedra.