por Jaume Puig-Junoy, Beatriz González López-Valcárcel
n.e.: Dada la actualidad del tema, le hemos pedido a dos extraordinarios especialistas sobre copagos una breve reflexión sobre el sistema de copagos español y sus opciones de futuro.
Cuatro años después del RDL16/2012, el fantasma del copago se pasea de nuevo en una dirección imprecisa por la pasarela política española. La nueva ministra de sanidad ha sucumbido a la tentación fácil de ventilarlo para captar la atención de los medios, aunque haya tenido que rectificar en menos de 24 horas. Aunque no es su ministerio el que paga la factura farmacéutica, sino las CCAA, éstas no han dicho esta boca es mía. El copago toca un problema muy sensible políticamente para la población, especialmente para los pensionistas, de ahí que la demagogia esté servida.
Sólo es políticamente sensible lo que es visible. Los copagos del 100% de lo que queda excluido de la cobertura pública no se visibilizan. Cualquier decisión de cambio de la corresponsabilización, aunque sea para aplicar el principio de beneficio, tiene unos elevados costes políticos –véase el caso de las tasas universitarias-, a pesar de lo cual después de 2008 varios países europeos han reformado al alza sus copagos en salud. Como consecuencia, se ha producido un traslado de costes públicos a privados y ha aumentado la proporción de individuos con gasto privado sanitario catastrófico (más del 30% de la renta).
Los costes políticos de una reforma no pueden estar por encima de la ineludible necesidad de hacer cambios en un copago farmacéutico, todavía anclado en el pasado y amparado en un discurso político, tanto a favor como en contra, que sigue obviando la evidencia disponible. En este post nos proponemos tratar de justificar tres propuestas hacia las que creemos que debería converger una reforma sensata del actual copago farmacéutico (extensible tal vez a algún otro copago sanitario), ampliando lo que los dos autores escribimos en un documento de trabajo de FEDEA el año pasado junto con Santiago Rodríguez-Feijoó.
En primer lugar, el diseño actual sigue basado en una diferenciación entre activos y pensionistas que resulta cada vez más obsoleta e injustificable desde la óptica de la equidad. Esta distinción viene de los Pactos de la Moncloa de finales de los 70 y refleja la simplificación “pensionista” igual a “pobre”. La baja renta (y el menor aumento de las pensiones) se compensaba con medicamentos gratuitos. Es cierto que todavía hay pensiones muy bajas, pero la pensión media en 2015 roza los 1.030 euros, mientras que un número muy considerable de activos cobran, en concepto de salario o prestación por desempleo, cantidades inferiores. Asimismo ha cambiado la distribución de la pobreza empeorando, en términos relativos, entre jóvenes y menores de 60 años. Y sin embargo, a diferencia de los pensionistas, pobres o ricos, y sus beneficiarios, los activos no tienen límite máximo mensual de copago, soportando una tasa de cómo mínimo el 40%, excepto para una lista de medicamentos para enfermedades crónicas, de aportación reducida al 10%. Son muchos los países europeos que han introducido exenciones a los copagos sanitarios no para los pensionistas sino precisamente para los jóvenes.
Abogamos por prescindir de la distinción entre activos y pensionistas y por introducir techos o límites máximos de gasto para todos que limiten el riesgo financiero. Si se desea un copago relacionado con la capacidad económica, no hay justificación para considerar sólo la renta del paciente y no su patrimonio (Lucas, 2016). Además, hay que resolver lagunas jurídicas y operativas en la medida de la renta, muy relevantes en la práctica: individualizar la capacidad económica en caso de tributación conjunta, aclarar el período impositivo, umbral de renta definido para el titular o para sus beneficiarios individualmente, comportamiento oportunista derivado de un tope mensual en lugar de anual, etc..
En segundo lugar, más allá de objetivos de equidad que abordamos en el punto siguiente, un copago óptimo debe tener como objetivo primordial la reducción del riesgo moral y no la recaudación, para no incurrir en un impuesto sobre la enfermedad. Por una parte, tanto el gasto sanitario y farmacéutico como el copago se concentran de forma muy importante en una proporción reducida de individuos que están más enfermos, de forma que entre un 5-10% de la población concentra más del 50% del copago. Existe evidencia de que el efecto recaudatorio –simple cost-shifting o impuesto sobre los enfermos crónicos- resulta contraproducente porque aumenta la utilización de otros servicios (urgencias y hospitalizaciones) por causa de reagudizaciones y complicaciones. Para los pacientes crónicos el efecto compensatorio sobre las arcas públicas puede fácilmente superar el ahorro por el mayor copago. Es necesario, pues, tener en cuenta no sólo la elasticidad-precio del servicio sanitario sobre el que se impone el copago, sino también las elasticidades-precio cruzadas con otros servicios.
Por otra parte, hay evidencia (con datos pre-reforma) de que existe riesgo moral. Los activos que pasaban a pensionistas y con ello conseguían la gratuidad aumentaban mucho su consumo de medicamentos. Una parte importante de ese cambio es atribuible al riesgo moral. También hay evidencia para España de un consumo excesivo e inapropiado de algunos medicamentos como los antibióticos. Ahora bien, si el objetivo principal es la reducción del riesgo moral y no el efecto recaudatorio, lo que marca la diferencia no es el último euro pagado sino el primero: es algo similar a lo que ha popularizado Dan Ariely como el efecto del precio cero: el primer euro, o un pequeño copago con límite máximo de los pagos acumulados durante un trimestre o año, es suficiente para reducir de forma importante el sobreconsumo.
La evaluación del impacto del llamado euro por receta aplicado en Catalunya durante poco más de medio año, entre 2012 y 2013, realizada por uno de nosotros con Pilar García y Antoni Mora-pendiente de publicación- arroja un resultado de notable interés: el sobreconsumo de la gratuidad desaparece con un copago de un euro por receta, con un límite máximo anual reducido y con exenciones limitadas a los individuos con menos renta. No es necesario, pues, recurrir a tasas de copago elevadas para reducir el sobreconsumo.
Estas observaciones nos reafirman en la propuesta de que el copago debe limitar el riesgo financiero por la suma agregada de todo lo pagado, sea como copago farmacéutico y/o de otros bienes y servicios sanitarios, con un techo máximo, ya sea en valor absoluto o un porcentaje máximo de la renta, y que la tasa de co-pago sea más bien de baja intensidad (por ejemplo entre 10 y 30% del precio) sin necesidad de recurrir a porcentajes elevados puesto que es muy posible que el efecto clave sobre el riesgo moral tenga más que ver con el primer euro que con el último. No hay garantía de que los actuales porcentajes de copago crecientes con la renta (del 40% al 60%) sean progresivos ni que lo vaya a ser un escalado de tipos con más tramos de renta. En el supuesto de pedirle al copago efectos distributivos, algo más propio de un instrumento recaudatorio que de un copago sanitario, se puede hacer al estilo alemán: que la suma de pagos realizados por el paciente no supere un 2% de la renta, y no más del 1% si se trata de pacientes crónicos.
En tercer lugar, nos parece que ya resulta imprescindible empezar a aplicar copagos basados en el valor de los tratamientos, algo coherente con la teoría del copago óptimo. No imponer copagos cuando la falta de adherencia resulte en pérdidas de bienestar (salud y costes), es decir, en tratamientos esenciales. Ya disponemos de evidencia suficiente para afirmar con certeza que los copagos aplicados en nuestro país después de 2012 han reducido tanto el consumo de medicamentos menos necesarios como de los más necesarios (por ejemplo, antidiabéticos) y que han reducido la adherencia a tratamientos efectivos en pacientes que han sufrido el primer infarto. Son preferibles los copagos evitables, al estilo de los derivados de sistemas de precios de referencia de equivalencia terapéutica o farmacológica como en Holanda o Alemania; y son preferibles los que se modulan según la efectividad del tratamiento, su coste-efectividad o el grado de innovación, como en Francia. El diseño de copagos sanitarios no debe tener en cuenta únicamente el conflicto entre el riesgo financiero y la reducción del riesgo moral, el efecto barrera de acceso sobre los pobres o el impacto recaudatorio. Los copagos también se pueden y deben diseñar de forma que influyan en el comportamiento de pacientes y médicos en la dirección adecuada desde el punto de vista de la salud.
Se podría incentivar a las personas con enfermedades crónicas (al igual que en tratamientos preventivos) mediante copagos reducidos, o incluso negativos, a cumplir con tratamientos efectivos y a adoptar comportamientos más saludables. Aunque la aplicación práctica de copagos basados en el valor no es tarea sencilla, existen en Estados Unidos y Europa numerosos ejemplos de utilización. Las áreas principales de aplicación se encuentran en los incentivos a la elección de proveedores preferentes, incentivos positivos a la participación en programas preventivos y los incentivos en la elección de medicamentos de dispensación en farmacias. En este último caso, los incentivos pueden estar relacionados con la relación coste-efectividad (Estados Unidos), o sólo con el valor terapéutico (Francia) o la indicación clínica o con el precio de medicamentos considerados equivalentes (precios de referencia).
El impacto de la aplicación de copagos basados en el valor ha sido más estudiado para la reducción del copago a tratamientos de alto valor (más efectivos y necesarios). Sus efectos son modestos, pues los pacientes crónicos que ya eran adherentes no se ven afectados por la reducción de copago. En cambio, ha sido menos aplicado y mucho menos estudiado el impacto de copagos sobre servicios de bajo valor (innecesarios o inapropiados) o con relación coste-efectividad excesiva. En nuestra opinión, estos copagos, bien diseñados, podrían ser instrumentos efectivos al servicio de la desinversión en tecnologías de bajo valor.
Finalmente, destacamos que la elasticidad precio de los medicamentos es generalmente baja y por tanto un copago redistribuye la carga financiera hacia el paciente, pero no reduce el consumo de los medicamentos, o apenas, tras un impacto inicial a corto plazo. Eso es precisamente lo que ocurrió con la reforma de 2012. Por tanto, abogamos por poner en marcha paquetes de medidas que incidan en diferentes agentes, por el lado de la oferta y de la demanda (ayudas a la prescripción, receta electrónica, auditorías de la prescripción, promoción de la competencia con los biosimilares, precios de referencia ampliados a grupos terapéuticos, subastas de genéricos con un diseño adecuado, evaluación dinámica de la innovación basada en la eficacia y el coste incremental por año de vida ganado ajustado por calidad de vida ̶ AVAC, acuerdos de riesgo compartido con la industria basados en resultados en salud, etc.) en vez de jugarlo todo a la carta del copago.