El conflicto es un fenómeno central en las sociedades humanas. Pensar lo contrario es de ilusos. Desde las guerras entre estados a las disputas legales, laborales o de pareja, la confrontación asoma siempre que las personas, los clanes o los imperios tiene objetivos parcial o completamente incompatibles. El conflicto es, incluso, “la partera del altruismo”. Que la sangre llegue al río es, en cambio, menos frecuente. Lo es porque la confrontación suele tener enormes costes económicos y humanos. Sin embargo, abundan en la historia los conflictos violentos y destructivos, como estamos comprobando tristemente estos días.
Esta aparente paradoja llevó al economista inglés John Hicks a concluir durante la Gran Depresión que las huelgas se deben a errores y al comportamiento irracional de las partes enfrentadas. Estos días hay también quien se pregunta si no será que Putin es un líder irracional. Sin embargo, una fructífera literatura en economía y ciencia política (en la que yo mismo he trabajado) ha planteado varias explicaciones a la Paradoja de Hicks utilizando la teoría de juegos y observaciones históricas. A continuación, les ofrezco un repaso de esta literatura que creo arroja algo de luz sobre los motivos, cauces y posibles conclusiones de la invasión rusa de Ucrania. Allá vamos.
En su seminal artículo de Rationalist explanations for war (1995), Jim Fearon planteó tres causas canónicas del conflicto; no fue el primero en mencionarlas, pero si el primero en examinarlas simultáneamente: 1) Información incompleta, 2) compromiso imperfecto y 3) indivisibilidades. Existe un debate abierto sobre si 3) es o no una causa comme il faut, y por eso la dejaremos para el final, centrándonos antes en las dos primeras, ambas muy relevantes en el conflicto de Ucrania. Para ello, y sin ningún ánimo descriptivo de la situación geopolítica actual, pensemos en dos niños disputándose un apetitoso pastel. Pueden negociar como dividirlo, pero también pueden pelearse por él, destrozando parte en el proceso.
Conocer con certidumbre la fuerza de tu rival es difícil. Los niños pueden tratar de inferirla examinando la complexión física de su rival o su lenguaje corporal. En la vida real, los países ocultan el alcance de sus fuerzas y tienen todos los incentivos para exagerarlas (véase, por ejemplo, la afición de la propaganda norcoreana al photoshop). Tampoco es fácil conocer de antemano los objetivos del oponente (¿quiere todo el pastel o solo una parte?), su capacidad para absorber golpes, o la ayuda que pueda recibir de otros (¿están sus padres cerca?). Si uno o ambos niños creen erróneamente ser mucho más fuerte que el otro será imposible encontrar una división del pastel que satisfaga a ambos y pelearán, con el consiguiente coste. No son irracionales al hacerlo; simplemente toman la mejor opción dada la información que tienen. Si, en cambio, un adulto les revelara de forma creíble el verdadero balance de sus fuerzas, podrían encontrar una forma de repartirse el pastel que les contente y evitarían llegar a las manos.
La historia está repleta de reyes y dictadores demasiado confiados en la victoria y los campos de batalla de soldados muertos por culpa de su optimismo. Rusia nos ofrece dos ejemplos. Stalin inició la Guerra de Invierno de 1939 muy seguro de que el Ejército Rojo marcharía triunfalmente sobre Finlandia. El resultado fueron unas vergonzosas tablas. El zar Nicolas II por su parte también estaba convencido en 1904 de que una guerra con los japoneses les haría desistir de sus ambiciones en China. Sin embargo, Rusia terminaría sufriendo una calamitosa derrota, la primera de una potencia europea a manos de una asiática. Estos ejemplos ilustran a su vez dos puntos importantes.
Primero que, como decía el historiador Geoffrey Blainey, “el combate proporciona el hielo punzante de la realidad”. Al comienzo de la ofensiva sobre Ucrania, el resto del mundo no sabía si Putin buscaba ocupar las regiones prorusas del Donetsk y Lugansk o deponer el gobierno de Kiev. Ahora lo tenemos un poco más claro. La invasión también ha mostrado que Putin no esperaba que la resistencia ucraniana fuera tan feroz y la reacción internacional tan concertada. Si todo esto hubiera sido información pública antes de la invasión, seguramente tanto Occidente como Putin habrían tomado decisiones muy distintas. El conflicto es un canal de información que puede usarse para aprender sobre el enemigo, pero también para señalizar; es, como dejó dicho Clausewitz, “la continuación de la política por otros medios”. Como estudié en este artículo, el conflicto puede facilitar la paz disolviendo el optimismo excesivo, pero también es un instrumento que se puede utilizar para extraer concesiones del rival, aunque el optimismo no impida un acuerdo.
El segundo punto es que, lamentablemente, los regímenes autoritarios no son muy buenos a la hora de incorporar la información que transmiten los reveses y victorias en el campo de batalla. Nicolas II declaró la guerra a Japón motivado en parte por su racismo (llamaba “macacos” a los japoneses) y en parte porque su cadena de mando no tenía el más mínimo incentivo a disentir. El autodeclarado nacionalismo imperial de Putin y su control omnímodo sobre el Kremlin sugieren que el inicio de la invasión se debe a un optimismo que nadie en su entorno se pudo o se atrevió a remediar.
Los líderes autoritarios tampoco tienen demasiados incentivos a actualizar sus creencias sobre el resultado de la guerra porque en caso de derrota se enfrentan a consecuencias mucho más drásticas que los lideres democráticos. No les espera una pacifico cambio de gobierno sino un golpe de estado (como a Salazar), la muerte (como a Mussolini) o el exilio (como al káiser Guillermo II). Esto es lo que sucedió con los imperios centrales durante la Primera Guerra Mundial, como argumenta Hein Goemans. Por eso mismo, los autócratas son muy proclives a “apostar por la resurrección”, a continuar luchando pese a que sus planes iniciales hayan fracasado o sufran reveses continuados. Esto es lo que intentó la junta militar Argentina durante la guerra de las Malvinas o el propio Hitler. En otras palabras, la regularidad histórica es que los líderes autocráticos cuyas guerras no marchan demasiado bien son muy peligrosos.
La segunda causa principal del conflicto es la imposibilidad de comprometerse. Pensemos en nuestros niños en pugna por el pastel a lo largo de dos periodos. Supongamos que uno es más fuerte que el otro hoy, pero sabe que el otro crecerá y se hará más fuerte mañana o que traerá a su pandilla. Si el niño más débil hoy pudiera comprometerse de forma creíble a no hacerse más fuerte o a no convocar a sus amigos, el acuerdo sería posible. Pero si no puede comprometerse, el niño más fuerte hoy tiene incentivos a atacar de manera preventiva.
Existen motivos para creer que Putin percibía la evolución política de Ucrania bajo una óptica similar. El acercamiento del país a Europa y a la OTAN, escenificado en el Euromaidán, supone para él una amenaza. La razón es doble, primero por pérdida de influencia, segundo porque una Ucrania democrática e integrada en el orden internacional pone en cuestión su propio régimen. Sea como sea, es posible ver una dinámica de guerra preventiva en su decisión de invadir Ucrania. La única manera de haberlo evitado habría sido que Ucrania se hubiera comprometido de forma creíble a no democratizarse y a no acercarse a la OTAN. Irónicamente, la única solución era seguir la dinámica contraria a la democratización según Acemoglu y Robinson: Si en el siglo XIX las élites aceptaron la democracia como forma creíble de comprometerse a ceder el poder y evitar la revolución de las clases populares, la única manera que Ucrania tenia de evitar ser invadida era revertir su democratización y convertirse en una autocracia prorrusa.
Llego a la tercera y última causa de conflicto: la indivisibilidad. Claramente, si el pastel no puede partirse, los niños no pueden dividírselo de forma que contente a ambos. O lo tiene uno o lo tiene otro. En puridad, la indivisibilidad no existe; es posible dividirse una corona o una ciudad santa ya sea mediante la alternancia o el azar o compensaciones en otra dimensión, como los 20 millones de dólares que Estados Unidos pagó a España en compensación por la pérdida de Filipinas en la guerra de 1898. El problema es comprometerse a que, si el tema se resuelve de esta manera, nadie conteste el resultado; de ahí que muchos autores argumenten que el problema de la indivisibilidad es en realidad un problema de compromiso. Sin embargo, la indivisibilidad sí existe en la mente de las personas en general y de los líderes en particular. Puede que una ciudad santa sea divisible, o que exista un continuo de alternativas entre pertenecer a un estado centralizado y ser un estado independiente. Pero si obtener tres cuartos del pastel me parece tan malo como tener la mitad o solo un cuarto, si mis preferencias son “todo o nada”, no hay reparto posible que me contente y el conflicto es inevitable.
Una dinámica que genera indivisibilidades en la mente de los líderes es la del efecto dominó. Por ejemplo, es probable que Lincoln viera en la secesión de los estados del sur una amenaza para la Unión; dejarles ir podría precipitar la desintegración completa del país. Esa misma dinámica es probable que fuera contemplada en los más altos estamentos del estado español durante el conflicto catalán de 2017. Y es probable que también estuviera en la mente de Putin, que por su propia admisión no reconoce las fronteras surgidas tras la caída de la URSS. Si Ucrania, que es el país exsoviético más cercano a Rusia culturalmente, se aleja de su órbita, el resto no tardaría en hacerlo también. Irónicamente, la invasión solo ha hecho que acelerar ese proceso.
En resumen. La paz siempre es posible. Los costes de una guerra, en especial cuando hay potencias nucleares en liza, son enormes. Cuantos más factores coincidan -problemas de información, problemas de compromiso, indivisibilidades percibidas- más complicado será alcanzarla. A veces, desgraciadamente, el enfrentamiento es necesario para conseguir la paz porque diplomacia y conflicto son las caras de una misma moneda. De ahí la importancia de actuar en ambas de forma firme, deliberada y predecible.