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Economía y metáforas

El pensamiento analógico o metafórico es probablemente la forma más básica de conocimiento. Nos es del todo natural aprender algo nuevo relacionándolo con algo -una situación, una vivencia cotidiana- que ya conocemos o nos resulta familiar. Es por eso por lo que cuando queremos definir algo o explicarle a alguien un concepto que desconoce solemos echar mano de símiles y ejemplos.

En economía no somos en absoluto ajenos al uso de analogías y metáforas. Quizás la más conocida de ellas sea la célebre “mano invisible” de Adam Smith. No debemos olvidar tampoco la analogía que Leo Walras hizo entre los mercados y un lago agitado por el viento, “que busca siempre nivelarse sin llegar nunca a conseguirlo”, o el símil de Alfred Marshall entre las empresas en una economía y los árboles en un bosque, unos más grandes, otros más pequeños. El lenguaje corporativo también está lleno de metáforas, como las llamadas “píldoras envenenadas”, que hacen menos atractiva la adquisición hostil de una empresa, y los “paracaídas dorados”, los generosos paquetes de indemnización que reciben los ejecutivos si son despedidos. Y qué decir del “dilema del prisionero”, que utiliza una parábola para explicar la tensión que existe en muchas interacciones sociales entre bien individual y bien colectivo. Por no hablar de la metáfora cotidiana que utilizamos para representar a la economía como una persona saludable o enferma, que se recupera, se ve estable o necesitada de estímulos dependiendo del punto del ciclo económico en el que se encuentre. Y es que las metáforas y las analogías serán siempre necesarias para exponer todo saber adquirido en un lenguaje comprensible por los demás.

Pero, aunque seguramente necesario, el empleo de metáforas es también una potencial fuente de problemas.

Estos días he pensado mucho sobre este tema a propósito de la decisión de la oposición laborista británica de eliminar de su programa electoral su propuesta de invertir 28 mil millones de libras en “proyectos verdes”. Su líder, Sir Keir Starmer, hizo múltiples referencias a que “la tarjeta de crédito nacional” estaba “al límite”. Esta analogía fue repetida por otros políticos tanto de su partido como del gobierno, quienes además insistieron en usar la frase “no hay un árbol mágico del dinero”.

Cualquiera que tenga algún conocimiento de macroeconomía sabe que estas analogías son falsas. Un país no tiene una tarjeta de crédito con un límite impuesto externamente, y los bancos centrales puede que no tengan un árbol mágico, pero si tienen cierto margen para crear dinero. Pero, ¿debemos preocuparnos por esto? ¿No es mejor comunicar a la gente ideas complejas aunque sea utilizando metáforas (casi siempre) inexactas que correr el riesgo de que esas ideas se no se entiendan?

A continuación, me gustaría explicar por qué creo que es importante que las personas en el ámbito público tengan mucha precaución y prevención con el uso de falsas analogías. La razón es que, parafraseando el bello título de un libro de Emmanuel Lizcano, las metáforas nos piensan. O, mejor dicho, las metáforas piensan por nosotros.

El ejemplo de este fenómeno que más me gusta es el del cero y los números negativos. Como los griegos pensaban en los números como magnitudes que medían cosas, no podían concebir números que no fueran positivos. Sin embargo, para los antiguos chinos, los números representaban proporciones y oposiciones. Estos percibían el mundo a través del concepto de yin y yang, dos principios opuestos pero complementarios que están en constante interacción. Bajo ese prisma, ni el cero ni los números negativos eran un problema; un cero representaba el equilibrio, y un -3 simplemente la preponderancia de un principio sobre el otro (en vez del otro sobre el uno).

Las metáforas que empleamos para entender un objeto o un concepto influyen en cómo lo aplicamos y utilizamos. No es lo mismo pensar en internet como una ciudad (¿se acuerdan de GeoCities?) que como una "autopista de la información"; por una autopista se viaja, en una ciudad hay tiendas. Del mismo modo, no es lo mismo utilizar la metáfora del ascensor para representar la movilidad social que la metáfora de la carrera. Si pensamos en la movilidad social como una carrera, asegurar la igualdad de oportunidades, es decir, que todos los corredores partan de la misma línea de salida, es importante. Pero solo puede ganar uno. Si la movilidad social es un ascensor, quizás no todos quepamos dentro; e, igual que se sube, también se puede bajar.

Una forma de analogía que pasa bastante desapercibida es el chiste. Un chiste presenta una situación más o menos cotidiana y fácil de entender que culmina con un “punchline”, una idea que busca hacernos reír y que, por necesidad, es simple. Que el chiste sea gracioso facilita la absorción de esa idea clave como natural. Pongamos como ejemplo los dos chistes que encabezan este párrafo, uno sobre el salario mínimo y el otro sobre los impuestos. Veamos lo problemáticos que son: Uno soslaya el debate que existe en la profesión sobre el salario mínimo (y que en este blog ha merecido múltiples entradas, por ejemplo, aquí y aquí) presentando sus supuestos efectos negativos como universales y de sentido común. El segundo chiste es aún más peligroso porque simplifica hasta la deformación cómo funciona el sistema impositivo, hasta el punto de hacer imprescindible el uso de otras analogías, necesariamente menos directas, para desactivarlo.

Volviendo a la macroeconomía. Cuando un político insiste en que no hay un árbol mágico del dinero a su disposición es porque no quiere decir la verdad; en otras palabras, evita decir que no está dispuesto a romper cierta regla fiscal, o que no quiere más gasto público o estimular la demanda porque quizá esto luego lleve al banco central a subir los tipos de interés. Es un trade-off que, planteado así, se escamotea a los votantes, quienes quizás elegirían otra alternativa si se les presentaran los pros y los contras de forma explícita. El político ha tomado una decisión política y elige presentarla como analogía o metáfora para blindarla bajo la coraza del sentido común; hasta el punto de que, si le contradices, quedas como un imbécil que cree en la existencia de árboles de los que crecen billetes.

La idea de endeudarse preocupa a mucha gente, y es fácil hacer que las personas de a pie se preocupen por la deuda pública bajo similares parámetros. Es comprensible. Las consecuencias del endeudamiento para las personas y las empresas pueden ser terribles. Pero el endeudamiento es también una herramienta de prosperidad que, por ejemplo, permite a muchas personas comprar su primera casa, invertir, estudiar o crear una empresa. Seríamos mucho más pobres si no fuera posible endeudarse.

Algo parecido ocurre con la deuda pública. Aunque tanto las personas como los países tenemos que vivir dentro de nuestras posibilidades en el largo plazo, un país necesita endeudarse. La deuda permite a los gobiernos mantener estable su gasto en salud y educación cuando el ciclo económico fluctúa. La deuda permite a los gobiernos amortiguar el impacto de las recesiones (los “estabilizadores automáticos”). La deuda permite al gobierno distribuir el coste de las inversiones en carreteras y hospitales para que quienes se beneficien (las generaciones actuales y futuras) ayuden a pagarlo. La deuda contribuye al crecimiento económico financiando la I+D, la inversión productiva y las mejoras institucionales. La deuda permite al gobierno responder a una crisis, ya sea una pandemia o el cambio climático, medidas todas que traen prosperidad futura que a su vez servirá para devolver con holgura las deudas contraídas en el presente.

Nada de lo hasta aquí expuesto implica que nunca se deban usar analogías. A veces pueden ser muy útiles. El problema es cuando se usan para reducir los impuestos a un chiste malo o la deuda nacional a una tarjeta de crédito: es decir, cuando simplifican, reducen o escamotean aspectos cruciales de una política. Cuando piensan por nosotros. Cuando nos hacen estúpidos. El chiste sobre la niña a la que le quitan las galletas no solo oculta cómo funciona el sistema impositivo, sino que también esconde en qué se usan los impuestos. La metáfora de la economía nacional como un presupuesto doméstico consolida la idea de que un mayor déficit debe llevar al gobierno a recortar el gasto, porque esa sería precisamente lo primero que haría un hogar en esa situación, y a su vez descarta otras opciones como subir los impuestos o aceptar un mayor endeudamiento, opciones que no están al alcance de los hogares, pero sí de los gobiernos. En casos como estos, las metáforas pueden ser peligrosas y engañosas. Los políticos, tertulianos y comentaristas económicos a menudo las utilizan para afirmar que las políticas que defienden son necesarias, que no hay alternativa, vistiéndolas como puro sentido común. Se aprovechan de la Ley de Brandolini: “la energía necesaria para desmontar la desinformación es un orden de magnitud superior a lo que se requiere para desinformar”.

Es lógico que los millones de personas que no saben de economía no vean que las analogías que se les presentan no son tan correctas como parecen. Pero eso no debería aplicarse a la clase política ni a los medios de comunicación. El uso de falsas metáforas no importaría demasiado si tuviéramos unos medios informados y con afán de veracidad que no les dieran pábulo y las corrigieran rápidamente. Por desgracia, no es el caso. Ya sea por interés ideológico/monetario o porque consideran que la economía es demasiado compleja y aburrida, gran parte de los medios acepta estas analogías y hasta las producen. Pero, como afirmaba el añorado Fernando Fernández-Buey, lo que necesitamos es “acentuar la prudencia en la elección de las metáforas con las que se comunica tal o cual investigación, puesto que previsiblemente estas metáforas son las que harán mella en el público en general”. Un político que de verdad busque el bien común, un medio que de verdad se tome en serio su deber de educar e informar, debería cuidar las metáforas y analogías que utiliza, evitar difundir aquellas que sean engañosas y enfrentarse con quienes las producen torticeramente para opacar el debate público, ya sean quienes saben de economía pero se comportan como si no, como quienes no saben pero fingen que sí.

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Esta entrada está inspirada por una serie de textos del siempre muy interesante Simon Wren-Lewis. Doy gracias a Antonia Diaz y Luis Puch por sus sugerencias y comentarios que han ayudado a mejorarla sensiblemente. Todo error es de mi entera responsabilidad.