De José María Abellán (@DionisosAbellan), Blas Marín, David Jiménez-Gómez y Pedro Rey Biel (@pedroreybiel)
Durante el pasado fin de semana ha habido expectación sobre si nuestro gobierno y el de otros países iban a recomendar o incluso exigir el uso de mascarillas a la población en sus limitadas salidas al exterior. Aunque el gobierno español de momento no lo ha hecho, en países como Perú o Colombia se ha pasado a recomendar su uso, y en otros como Eslovaquia o la República Checa se ha hecho obligatoria, siguiendo la estela de China, donde ya lo era. Incluso las recomendaciones iniciales de la OMS están virando hacia fomentarlas, una vez se ha estimado que la transmisión presintomática es potencialmente considerable, que hay evidencia de contagio asintomático y que en muchos casos la enfermedad cursa de un modo tan leve que es “invisible” para el paciente y quienes le rodean. Además, aunque no exista evidencia causal definitiva puesto que se tomaron muchas otras medidas a la vez (mayor aislamiento, disponibilidad de test rápidos), el uso de mascarillas se ha popularizado dado el relativo éxito de los países asiáticos en controlar la epidemia, donde por ejemplo en Hong Kong, más del 75% de la población adulta ya las estaba usando en el mes de Enero.
Ante una decisión aparentemente tan sencilla como fomentar el uso de un escudo de protección bidireccional, que evite fundamentalmente el contagio hacia otros y sólo hasta cierto punto el ser contagiados (dependiendo de la mascarilla dejan pasar entre un 60 y un 97% de las partículas virales), el exceso de confianza de los políticos y la incertidumbre hacia cómo se comportará la población plantea retos como los siguientes:
1. Se teme (especialmente en los primeros días) la sobrerreacción de los individuos, que puede llevar al desabastecimiento de mascarillas (y otras intervenciones físicas), cuando la producción de las mismas no alcanza y su disponibilidad es esencial para los pacientes infectados y los profesionales sanitarios.
2. La falsa sensación de seguridad que crea tener una barrera de protección, puede llevar a comportamientos contrarios a los que se pretenden evitar, provocando que la población no cumpla el confinamiento o sea menos prudente con otra medidas necesarias y complementarias (higiene de manos, distancia de seguridad), especialmente cuando se empieza a anunciar que se relajarán gradualmente las medidas de confinamiento.
3. El incorrecto uso de algo tan sencillo como una mascarilla, que puede llevar a extender el contagio en lugar de evitarlo. Aunque parezca paradójico, basta mirar la imagen que ilustra este post para comprobar lo fácil que resulta emplear un medio de protección incorrectamente: la incomodidad que comporta llevar la mascarilla puede fomentar que nos toquemos la cara más frecuentemente, que se retire inadecuadamente por la zona frontal en lugar de por detrás, que cubramos con la mascarilla únicamente la boca y no otras vías de contagio como la nariz, o que no se limpien correctamente o se desechen (dependiendo del tipo) las mascarillas ya utilizadas.
4. La incertidumbre sobre la efectividad de distintos tipos de equipos de protección individual (“EPIs”), cuando existe evidencia de que en epidemias anteriores como el SARS o la gripe A fueron efectivas. Aún más importante, cualquier protección incluidas las caseras son preferibles que ninguna protección (ver aquí).
5. El componente de seguimiento social (“herding”) de su uso. La propia evolución de la epidemia ha llevado a que en culturas occidentales hayamos pasado de un equilibrio en el que ridiculizábamos a quien llevaba mascarilla por la calle (a estigmatizarlo, en suma) a otro, más cercano al asiático, en el que nos sentimos culpables por no llevarla. Coordinar el paso de un equilibrio a otro, sin provocar una crisis de pánico que agrave el desabastecimiento, es especialmente complejo dada la sensibilidad de la recepción a los mensajes que envían las autoridades políticas y sanitarias.
6. El paso al equilibrio del uso de mascarillas, debe enmarcarse en un contexto de normas sociales, en el que se enfatiza que cada individuo debe actuar de manera responsable. Esto incluye el uso correcto de la mascarilla, pero también el lavado de manos, el distanciamiento social y, finalmente, la protección más efectiva, el cumplir el confinamiento. De esa forma, el uso de la mascarilla estaría asociado a otros comportamientos positivos, generándose así hábitos beneficiosos.
En los últimos días, destacados economistas han escrito artículos académicos aportando datos que podrían informar y facilitar las decisiones de políticas de salud pública. Ha tenido especial impacto un artículo de Abaluck y otros coautores de la Universidad de Yale, donde se estima que el beneficio social del uso adicional de cada mascarilla por parte de la población podría estar entre 3.000 y 6.000 dólares (aunque existen algunas dudas sobre su metodología de estimación). Creemos que esa debe ser la contribución de los científicos sociales en estos días: aportar elementos para el debate, ayudando de esta forma a informar las decisiones políticas, alertando a quienes tienen que adoptarlas de sus posibles consecuencias, y a contribuir a que éstas se anuncien y pongan en práctica de forma que la ciudadanía las entienda y comparta, porque confía en el criterio adoptado. Como economistas de la salud y del comportamiento, nuestra labor debe centrarse en anticipar las posibles reacciones de la población hacia ciertas medidas que, necesariamente, deben gozar de un respaldo epidemiológico y sanitario que no nos corresponde a nosotros juzgar. En este sentido es especialmente preocupante que algunas políticas manifiestamente equivocadas, como la tardía adopción de medidas en el Reino Unido, justificadas sobre la base de “sesgos psicológicos” como la posible “fatiga” de la población ante un confinamiento prolongado, fueran promovidas por destacados economistas del comportamiento.
Nos gustaría, por el contrario, no contribuir a la desinformación y la desconfianza, ayudando a la población a comprender la complejidad que entraña recomendar la utilización generalizada de mascarillas, así como la necesidad de coordinarse, a través de las recomendaciones oficiales, con comportamientos solidarios que tengan en cuenta las externalidades del comportamiento individual en la evolución de la epidemia y la disponibilidad real de recursos. Una de las recomendaciones más sensatas que podemos realizar sería que desde los poderes públicos se desplegase una política de información balanceada, con tres mensajes básicos: 1) la disponibilidad de mascarillas es un bien público efectivo, cuyo asignación debe priorizarse de la forma más eficiente posible para frenar la epidemia (preferencia de sanitarios y mayores vulnerables); 2) cualquier mascarilla, incluso las de fabricación casera, puede ser útil para interrumpir la cadena de contagio (mitigando el contagio asintomático), no tanto porque evite ser contagiado, sino porque evita contagiar a otros (siempre que se usen de manera adecuada); 3) pero no por llevarla deben descuidarse otras medidas, tanto o más importantes, como es el distanciamiento social y la higiene de manos, de cuya complementariedad se deriva el mayor éxito para la prevención de la infección. Complementar esta información pública, teniendo en cuenta las indicaciones de este post anterior, con instrucciones sobre el correcto uso (y desuso) de las EPIs o sobre la fabricación de mascarillas caseras, en una situación de escasez de oferta, parece también ir en la buena dirección. De confirmarse las recientes investigaciones que parecen sugerir que el SARS-CoV2 puede transmitirse mediante micropartículas en suspensión en el aire, seguramente nos veamos abocados a un futuro inmediato en el que tendremos que aprender a vivir y convivir con mascarilla.