Gracias a las inagotables generosidad y paciencia de los excelsos editores de NeG, continúa la serie sobre ideología e ignorancia (iniciada aquí). Recordemos de qué va esto. No se trata de discutir sobre epistemología, ni sobre el peso que las diferencias ideológicas tienen a la hora de explicar las discrepancias entre economistas. Se trata de desenmascarar argumentarios erróneos que se utilizan en los debates económicos y que se defienden solo con la acusación de que los que mantienen opiniones distintas lo hacen por razones espurias. Para ello, hoy me centraré en el problema de la deuda y en el proceso de desapalancamiento de la economía española.
1. Decir que nuestro problema es la deuda privada, no la pública, que la consolidación fiscal no es necesaria y que solo es una excusa para recortar derechos a la ciudadanía… no es ideología es ignorancia. La ratio deuda pública-PIB será de alrededor del 90% del PIB al final de este año. Muy probablemente, cuando salgamos de este lío estará por encima del 100% y, dado que el potencial de crecimiento económico no parece muy alentador, por las perspectivas demográficas y las dudas sobre la evolución de de la productividad, la dinámica de la deuda impondrá restricciones considerables sobre la política fiscal. Por ejemplo, y esto es simple aritmética, para estabilizar dicha ratio en el 100%, con una tasa de crecimiento del 2% y unos tipos de interés reales bajos, digamos del 1% (ambos supuestos bastante favorables con las perspectivas actuales), solo podríamos permitirnos un déficit primario (ingresos menos gastos, excluyendo los intereses de la deuda) del 1% del PIB. Y, partiendo del 100%, digamos en 2015, si se deseara rebajar dicha tasa de endeudamiento al 60% en 2030, con la tasa de crecimiento y los tipos de interés reales citados, necesitaríamos superávits primarios del 2% del PIB durante quince años consecutivos.
Podemos discutir si la consolidación fiscal, en las condiciones actuales, ha de avanzar a un ritmo más lento o más rápido (algo sobre lo que Javier Andrés ha escrito mucho y muy bien en este blog, por ejemplo, aquí, aquí y aquí), sobre la orientación de la urgente e imprescindible reforma fiscal, o sobre cómo implementar reducciones del gasto público más selectivas, justas y eficientes, pero sostener que no tenemos un problema, muy grave, de deuda pública es negar una obviedad.
2. Decir que una devaluación interna (reducir los costes laborales para, así, abaratar los bienes y servicios producidos domésticamente y aumentar la competitividad), es una medida contraproducente, porque empeora el problema de deuda, y que, por tanto, solo la defienden quiénes quieren empobrecer a la clase trabajadora y beneficiar a los empresarios… no es ideología, es ignorancia. La idea de que la deflación empeora el problema de la deuda se atribuye a Irving Fisher, que la expuso magistralmente aquí. La intuición es sencilla: si los precios y los salarios cayeran, disminuiría la renta disponible de las familias, y, por tanto, el peso de la deuda, fijado en términos nominales, aumentaría. Es una observación a tener muy en cuenta. Sin embargo, se suele olvidar que esta lógica aplica a una economía cerrada sin desempleo en la que la renta disponible de las familias solo podría aumentar si los salarios fueran más elevados. En una economía abierta y con desempleo la correspondencia entre salarios y renta disponible de las familias no es unívoca y, de hecho, una reducción de salarios puede ser el origen de un proceso “multiplicativo” (no solo hay “multiplicadores” de la política fiscal) que, empezando con una mejora de la competitividad y el crecimiento de la demanda externa, consiga crear empleo, aumentar la renta disponible de las familias y la demanda interna, incrementar la producción y el empleo y, así, sucesivamente.
Podemos discutir sobre cuánto empleo se puede crear con esta estrategia (lo que depende en última instancia de lo que los economistas llaman “elasticidades” entre las variables en cuestión), pero afirmar que la devaluación interna está condenada al fracaso sin tener en cuenta todos sus efectos es rehuir la discusión.
3. Decir que el problema de la deuda se resuelve repudiándola y que, además, tal acción estaría justificada porque gran parte de la deuda es “ilegítima” u “odiosa” por haberse originado en créditos que han sido utilizados en contra de “los intereses del pueblo” con conocimiento de los prestamistas,… no es ideología, es ignorancia. Aparte de que hacer operativo el concepto de deuda “ilegítima” u “odiosa” requeriría la refundación de la técnica auditora contable, esta propuesta desconoce groseramente los costes de repudiar la deuda. Estos son de tal magnitud y de naturaleza tan variada, especialmente en una unión monetaria (ver aquí, aquí y aquí), que resolver el problema de la deuda repudiándola, sería lo mismo que acabar con una enfermedad matando al paciente.
Podemos discutir cómo conseguir más rápidamente que las familias reduzcan su deuda. Al principio de la crisis, alguien propuso, sin ningún éxito, que se introdujeran, transitoriamente, incentivos fiscales adicionales a la amortización de hipotecas ya concedidas. Eran los tiempos en los que no se reconocía la naturaleza de la crisis que se nos venía encima, aduciendo que solo era una recesión de demanda culpa de los excesos financieros en Estados Unidos, y en los que resultaban “más vendibles” medidas como el Plan E, la deducción fiscal de 400 euros, el cheque bebé, etc. Entre 2008 y 2010 el Gobierno gastó en este tipo de medidas más de un 3% del PIB, recursos que si se hubieran dedicado entonces a incentivar la reducción de la deuda hipotecaria, habrían servido para, al mismo tiempo, ayudar a sanear considerablemente los balances bancarios y reducir significativamente la deuda de las familias, evitando el efecto bola de nieve de la deuda que vino después. Conozco a algún colega que trabajaba entonces en una agencia pública, que todavía no duerme por las noches, por los remordimientos de conciencia que le causa no haber empujado más y conseguido que esa propuesta recibiera más atención (aunque en su insomnio también tienen que ver, de vez en cuando, los esporádicos infortunios del Real Madrid).
Siendo muy desafortunado que los políticos sean tan lentos a la hora de reconocer los problemas y que las vidas de los asesores económicos sean tan oscuras y tan duras (como se cuenta en este post, cuyo título, por cierto, contiene un error sintáctico; debe ser que el autor trataba de ocultar su identidad, además de utilizando seudónimo, despistando sobre la pluralidad de su descendencia), ahora de nada sirve llorar por la leche derramada. La deuda de las familias sigue siendo muy elevada, su capacidad de ahorro se ha reducido significativamente y, muy probablemente, la morosidad hipotecaria seguirá aumentando. Ante esta situación, es urgente introducir algún mecanismo de reducción de deuda de las familias como, por ejemplo, el propuesto por Marco Celentani y Fernando Gómez. En cuanto a la deuda pública, solo queda encomendarse a la ayuda exterior que será imprescindible, incluso en los escenarios más favorables.
4. Y para terminar, la propina: Decir que la deuda pública es un fraude porque el Estado no participa del proceso social de creación de riqueza y, por tanto, su deuda distrae el ahorro de usos más eficientes… no es ideología, es ignorancia supina. Los que defienden este punto de vista son los partidarios del patrón oro (debe ser que su desconocimiento de la política monetaria se extiende también al ámbito de la política fiscal) y los que, teniendo una visión muy limitada de lo que es el proceso social de creación de riqueza, piensan que el mercado es la solución a todos los problemas y que cualquier intervención del Estado en Economía huele a azufre.
Podemos discutir cuál es el tamaño óptimo del Estado, pero cualquiera que sea este, tendrá que ser financiado teniendo en cuenta que los impuestos generan distorsiones sobre las decisiones económicas de los agentes y que estos son heterogéneos en su capacidad de generación de renta. Con estas premisas, la deuda pública sirve para “suavizar” las distorsiones impositivas y otras relacionadas con las decisiones de acumulación de capital (físico y humano) de los agentes económicos, de manera que hay una cantidad óptima de deuda que maximiza el bienestar social y dicha cantidad depende de la situación de la economía, como se explica aquí.
El problema de la deuda es muy grave y hay cuestiones económicas fundamentales por dilucidar. Hay quién, en lugar de discutirlas, prefiere negar obviedades y recurrir a la policía de las ideas, aduciendo que las discrepancias entre economistas se deben solo a prejuicios ideológico-ético-religiosos. Por si acaso y como defensa ante estas actitudes, en esta ocasión pediré ayuda a otro de mis científicos favoritos, Gregory House M. D. En una ocasión, a la madre de un paciente, que le ponía objeciones al tratamiento que había ordenado para su hijo, le dijo, más o menos, lo siguiente: “Señora, yo soy el que intenta salvar la vida de su hijo. Usted es quién quiere dejarlo morir. La clarificación es una buena cosa”. Otra vez le dijo a uno de sus ayudantes: “Puedes pensar que estoy equivocado, pero esa no es razón para que dejes de pensar”. O utilizando, una vez más, las palabras de Albert Einstein, si “la ciencia no es más que un refinamiento del pensamiento cotidiano”, para dejar de ser ignorante, hay que empezar por pensar.
(Por cierto, recomiendo la interpretación del álter ego del Dr. House, el actor Hugh Laurie, en su faceta de bluesman, de “You don’t know my mind”. A mí el estribillo de esta canción me hace pensar que, en lugar de preocuparnos por cual es la ideología que tiene cada uno en su cabeza o de si está riendo o llorando, para ser más útiles a la sociedad deberíamos discutir, con conocimiento científico, sobre los fundamentos teóricos y empíricos de las teorías y de las políticas económicas. Y no tengo en mente solo los debates públicos, sino también aquellos que deberían celebrarse en los círculos donde se toman decisiones relevantes).