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La inmigración y el legado de la violencia

noticia_fotogramaEl lunes nos despertábamos con la noticia de dos crímenes violentos en Alemania: un refugiado sirio había asesinado a una mujer, causando otros dos heridos, y un inmigrante también sirio había detonado una bomba, causando una docena de heridos. La prensa reaccionaba así: “Un nuevo ataque en Alemania reaviva el rechazo al refugiado” (La Razón), o “La ola de actos violentos complica aún más la política migratoria en Alemania.” (El País).

No es Alemania el único país donde existe una preocupación social por los posibles efectos de la llegada de inmigrantes y refugiados. Existe toda una literatura en economía sobre los determinantes de las percepciones y sentimientos de los nativos acerca de la inmigración (por ejemplo aquí). El rechazo a la inmigración a veces se basa en razones de tipo laboral (a pesar de que la investigación económica sugiere que los efectos negativos en el mercado de trabajo son limitados, como nos recordaba Lidia aquí), pero también se usan con frecuencia argumentos relacionados con crimen o violencia (normalmente con poco fundamento).

La literatura económica sobre los efectos de la inmigración ya ha ofrecido evidencia de que la inmigración no tiene por qué generar aumentos en el número de crímenes violentos (aquí, aquí). Recientemente asistí a la presentación de un trabajo que me parece más relevante en el contexto actual, como también la discusión que se suscitó.

Cada mes de Junio (este es el cuarto) se celebra el "Summer Forum" de la Barcelona Graduate School of Economics. Se trata de una serie de unos 25 talleres científicos especializados, todos de Economía y de un par de días de duración cada uno, que se celebran en paralelo durante tres semanas. Yo asistí, además de al que yo misma organicé sobre infancia y salud, al taller sobre migraciones. El trabajo al que me refiero fue el que presentó Mathias Thoenig de la Universidad de Lausana (y a su título se refiere el de esta entrada).

El estudio analiza el efecto de haber vivido una situación de conflicto violento en el país de origen, sobre la probabilidad de cometer un crimen en el país de acogida, centrándose en solicitantes de asilo en Suiza (en 2009-2012). El resultado principal es que las cohortes de refugiados que vivieron una guerra civil durante la infancia tienen una propensión un 40% más alta a cometer crímenes violentos, comparando con refugiados procedentes del mismo país, pero nacidos después del conflicto. Estos resultados son más pronunciados entre los hombres, y las víctimas de la violencia proceden con frecuencia del mismo país que el perpetrador. Los autores interpretan este resultado como evidencia de que haber sufrido una guerra civil tiene consecuencias a largo plazo sobre los comportamientos violentos de las personas.

Como se pueden imaginar, se desató un debate bastante intenso entre la audiencia, con algunos participantes criticando duramente a los autores del estudio por alimentar la hostilidad hacia los refugiados procedentes de países en conflicto. Estos críticos ponían en cuestión que la estrategia empírica permitiera de verdad concluir que haya un efecto causal de proceder de un país en conflicto sobre la probabilidad de cometer crímenes violentos, y acusaban a los autores de “sensacionalismo”.

La clave de la “estrategia de identificación” del estudio, que lleva a los autores a afirmar que se trata de un efecto de tipo causal, es que comparan la tasa de criminalidad entre refugiados procedentes del mismo país, y que llegaron a Suiza a la vez, pero a edades diferentes, de modo que algunos habían sufrido la guerra civil durante su infancia, mientras que otros nacieron ya después del conflicto. Además, al llegar a Suiza se los asignó a unos cantones u otros de manera aleatoria. Por tanto, es difícil atribuir la diferencia en la propensión a cometer crímenes entre los dos grupos a otros factores, aparte de haber vivido el conflicto de niños. El análisis también permite descartar que el efecto se deba a diferencias en escolarización o nivel de renta entre las distintas cohortes (ya que se estiman algunas regresiones en las que se controla por estos factores).

A las críticas, el ponente respondió con varios argumentos. Primero, y creo que acertadamente, apuntó que la idea de que haber sufrido un conflicto violento durante la infancia pueda tener efectos sobre comportamientos violentos en la edad adulta es algo que ya se ha planteado con frecuencia en distintas disciplinas (“la violencia genera violencia”), y no debería resultar muy sorprendente. Y segundo, resaltó otro resultado del estudio, quizá no tan llamativo pero muy relevante: el efecto mencionado no se observaba en aquellas regiones en las que los refugiados tenían acceso al mercado de trabajo. Interpretaban esto como evidencia de que las políticas de integración (en concreto, de tipo laboral) podrían ser herramientas útiles para mejorar el impacto social de la llegada de refugiados (de políticas de integración nos hablaba Ainhoa hace poco aquí). Este mismo resultado de hecho ya se mencionaba en el estudio de Brian Bell y Stephen Machin sobre inmigración y crimen: en contextos en que los inmigrantes tienen buenas oportunidades laborales, no se detecta efecto alguno de la inmigración sobre las tasas de criminalidad.

Bien, los resultados que he descrito procedían de un estudio localizado del caso de Suiza. Además, la estrategia de identificación es cuidadosa aunque no perfecta, y quizá el resultado principal no es muy sorprendente: haber crecido en un país en guerra deja huella en las personas. Lo que sí parece más interesante es la cuestión de qué tipo de políticas tiene a su disposición el país de acogida para mitigar estos posibles efectos. En días como estos, convendría centrar la discusión en esta área, en vez de dejarnos llevar por el alarmismo y la xenofobia.