En los últimos años se ha popularizado y extendido el movimiento antivacunas, compuesto básicamente por padres y madres que han vivido en épocas y países en los que las enfermedades que previenen las vacunas prácticamente han desaparecido; es decir, personas que seguramente no conocen de cerca ni el alcance ni el peligro de esas enfermedades. A todo esto se le suman ideas irreales o exageradas de los efectos secundarios de las vacunas y supuestas tramas de conspiración de multinacionales farmacéuticas. Y por si eso fuera poco, el movimiento antivacunas tiene una amplia cobertura en las redes sociales, por lo que ha logrado convencer a una parte de la población de los países desarrollados (no pongo enlaces a este tipo de páginas web para no generarles más visualizaciones).
Este fenómeno ha incrementado el número de niños sin vacunar (por decisión de sus progenitores), lo que a su vez ha hecho reaparecer enfermedades que hace tiempo que se daban por extinguidas. En la España de 1941, por ejemplo, se registraban 1.000 casos de difteria por cada 100.000 habitantes. Con las campañas de vacunación, este número se fue reduciendo hasta que, en 1987, se eliminó por completo esta enfermedad. Sin embargo, como algunos de los lectores recordarán, un niño de Olot murió en 2015 de difteria, una bacteria que provoca una fuerte inflamación de las vías respiratorias (Gerard Llobet lo trataba aquí). Sus padres no lo habían vacunado.
El origen del movimiento antivacunas se sitúa en la publicación de un artículo en la prestigiosa revista científica The Lancet, en 1998. El médico Andrew Wakelfield (aquí) relacionaba en su artículo la vacuna triple vírica —que inmuniza frente a las enfermedades del sarampión, las paperas y la rubeola— con el autismo. El estudio de Wakelfield ha sido refutado en varias ocasiones y en diversos estudios científicos posteriores, y The Lancet retiró el artículo de forma inmediata (ver aquí la carta de los editores). Además, las consecuencias para su autor fueron ejemplares: expulsión del Colegio de Médicos del Reino Unido.
Ahora bien, pasaron doce años desde que se publicó el artículo (en 1998) hasta que el tribunal del Consejo Médico General consideró probadas 32 acusaciones de fraude y abuso de menores con discapacidad y, por consiguiente, se retiró el artículo de The Lancet (en 2010). Y en esos doce años el movimiento antivacunas fue ganando popularidad y seguidores. Hoy en día el artículo y el médico han sido desacreditados, sí, pero el movimiento antivacunas sigue en auge.
Si miramos la evolución de los casos de sarampión en Estados Unidos de 2012 a 2019 (gráfico 1, datos anuales de la Organización Mundial de la Salud), veremos que se han incrementado de forma clara, sobre todo en 2018 y 2019 (aquí pueden ver un artículo publicado en The New York Times donde se muestra preocupación por el incremento de los casos de sarampión). En Europa, la evolución también ha ido al alza en los últimos años (gráfico 2, datos mensuales de la Organización Mundial de la Salud).
Yo no soy médico y no voy a ahondar en las bondades de las vacunas (aunque esté totalmente convencida de sus beneficios). De hecho, si el 98% de la comunidad médica está a favor de las vacunas, el margen de duda para los no expertos en el tema —es decir, la mayoría de los padres y madres— es prácticamente nulo (Anxo y Pedro nos han hablado con anterioridad del tema de las vacunas aquí y aquí). Sin embargo, lo que sí me interesa por mi especialidad son las políticas públicas que puedan diseñar las autoridades para aumentar los niveles de vacunación de la población infantil. En particular, me gustaría hablar de un artículo publicado recientemente en el American Economic Journal: Economic Policy de Christopher S. Carpenter y Emily C. Lawler. El artículo analiza los efectos directos e indirectos de que los centros de secundaria impongan a sus estudiantes la obligatoriedad de estar vacunados.
En los últimos diez años, en 46 de los cincuenta estados de los Estados Unidos se ha impuesto la obligatoriedad de que los estudiantes de secundaria se hayan puesto el recordatorio de la vacuna Tdap (tétanos, difteria y tos ferina). En España, el calendario común de vacunación aprobado en 2019 también incluye una dosis de Tdap a los 6 años y a los 14 años (si todavía no se han recibido cinco dosis de esa vacuna a esa edad).
Los autores del artículo parten de esa obligatoriedad para comprobar si aumentan los niveles de vacunación de Tdap en adolescentes y si disminuye la incidencia de las enfermedades relacionadas con esta vacuna, como la tos ferina. Pero además, lo más innovador del artículo es que también analiza si esa política incrementa las tasas de vacunación de otras enfermedades recomendadas para adolescentes de esa edad, pero no obligatorias para los centros, lo que ellos llaman efectos indirectos de vacunación cruzada (cross-vaccine spillover effects). Como estrategia de identificación se utiliza la introducción paulatina de esta nueva medida en los 46 estados y un modelo de diferencias en diferencias para observar si existe un cambio de tendencia en los estados que introducen la vacunación obligatoria de Tdap después de la introducción de la ley.
Los resultados muestran que la reglamentación estatal ha incrementado la tasa de vacunación de Tdap en la población de 10-12 años en 13,5 puntos porcentuales y que la incidencia de la tos ferina se ha reducido. Asimismo, estos efectos se han trasladado a otros tipos de vacunas: la vacunación contra el meningococo aumenta en casi tres puntos porcentuales y la del virus del papiloma humano aumenta en cinco puntos porcentuales en este grupo de edad. Cabe destacar que estas dos últimas vacunas están recomendadas por el Gobierno de los Estados Unidos para la población entre 10 y 14 años (Comité Asesor en Prácticas de Inmunización), pero en la mayoría de los estados no son obligatorias. Al parecer, además, los efectos son mayores en el caso de jóvenes con un nivel socioeconómico bajo.
En conclusión, es innegable que los resultados del artículo publicado en el American Economic Journal: Economic Policy son importantes desde el punto de vista de las políticas de salud pública, tanto a corto plazo como a largo plazo. No hay que olvidar que el virus del papiloma humano, por ejemplo, está relacionado con la incidencia de varios tipos de cáncer, tanto en hombres como en mujeres (sobre todo con el cáncer de cuello uterino). Por tanto, pienso que sería deseable abrir un debate fundamentado sobre la introducción de la vacunación infantil como requisito para acceder a la educación pública.
Hay 2 comentarios
Teoría en mano (básica), ¿no es un simple caso de externalidades (positivas/negativas)? Similar a la contaminación, o parecido a las bebidas azucaradas o incluso tabaco / comida basura (?). Como siempre, el problema viene del cálculo. Es difícil evaluar y cuantificar los perjuicios y los beneficios de todo, y más de manera objetiva aceptada por todos.
Hola Fernando, gracias por tu comentario. Efectivamente es una caso de externalidades; como explico en el post con ejemplos, cuando la vacunación se hace extensiva a toda la población, la incidencia de la enfermedad puede llegar a desaparecer. Si una parte de la población decide (o sus padres deciden por ellos) no vacunarse, la incidencia de la enfermedad pasa a ser positiva y los que tienen un mayor riesgo de contraer la enfermedad son aquellas personas que no han recibido la vacunación.
Los comentarios están cerrados.