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Confianza en el sistema sanitario y desigualdades en salud

Con las elecciones a la vuelta de la esquina y los partidos centrados en sus propuestas, uno de los elementos que despierta más interés es la sanidad. Así lo demuestra el Barómetro Sanitario en España: cerca del 30 % de los ciudadanos consideran que la sanidad es el ámbito más importante para ellos (gráfico 1). Curiosamente, parece que ese dato no coincide con el tiempo que nuestros políticos dedican a explicar sus propuestas en materia de sanidad. ¿Quizás estamos tan interesados en la sanidad porque somos pocos los que estamos satisfechos con el funcionamiento del sistema? Solo el 20 % de los ciudadanos considera que el sistema de salud público "en general, funciona bastante bien"  (gráfico 2). Las causas de esta insatisfacción pueden ser múltiples, pero hoy me centraré en la percepción de la equidad del sistema de salud público.

El gráfico 3 refleja, en diversas dimensiones, la evolución del porcentaje de ciudadanos que considera que nuestro sistema sanitario es equitativo. Según los datos, se ha reducido la equidad del sistema entre comunidades autónomas (ligeramente); entre zonas rurales y urbanas (también ligeramente), y, sobre todo, entre españoles y extranjeros y entre las personas con residencia legal o no. Mi intuición me dice que la evolución de estas dos últimas categorías se debe a la aprobación del Real Decreto-Ley 16/2012, por el que los inmigrantes en situación irregular en España perdieron el acceso al sistema de salud público (ya hablamos de eso aquí y aquí).

En realidad, ¿qué sabemos sobre los factores que explican esas desigualdades, tanto en la utilización del sistema sanitario como en resultados de salud? ¿De dónde vienen las diferencias de equidad por nivel socioeconómico, por género, por edad, por nacionalidad? Como los lectores ya habrán intuido, la investigación ha señalado multitud de factores como determinantes de esas desigualdades. Sin embargo, un artículo resulta de especial interés en ese sentido. Se trata de un artículo publicado recientemente en el Quarterly Journal of Economics que ha sido galardonado con el premio Arrow de la Asociación Internacional de Economía de la Salud (IHEA) al mejor artículo publicado en el área de economía de la salud en 2018. El artículo analiza el papel de la desconfianza en el sistema de salud con respecto las desigualdades observadas. Y para llegar a conclusiones sobre esta relación, parte del estudio Tuskegee, cuyas irregularidades se publicaron en el New York Times y en Los Angeles Times en 1972.

El estudio Tuskegee, del Servicio Público de Salud de Estados Unidos (US Public Health Service), se inició en 1932 y seguía a unos 600 hombres afroamericanos de Alabama, dos terceras partes de los cuales padecían sífilis. El seguimiento fue pasivo: a cambio de comida caliente, exámenes médicos e incentivos monetarios, se analizaba la evolución de la enfermedad sin recibir tratamiento médico alguno. Llegados a este punto, es importante recordar que a principios de los años cuarenta la comunidad médica era plenamente consciente de que la penicilina era muy eficaz para el tratamiento de la sífilis. Los hombres que participaban en el estudio —mayoritariamente pobres y de bajo nivel formativo— pensaban que aquellos médicos (en su mayoría, blancos) les estaban tratando. Una negligencia médica en toda regla. El caso se filtró a la prensa en 1972, cuando la mayoría de los participantes enfermos ya había muerto y, en algunos casos, había contagiado a sus mujeres y a sus hijos.

Las autoras del artículo premiado parten de este experimento tan falto de ética para estudiar sus efectos sobre la desconfianza en el sistema de salud, sobre la utilización de los servicios de salud y sobre la mortalidad del grupo afectado por aquella negligencia médica: hombres afroamericanos entre 45 y 74 años del condado de Macon (Alabama). La tesis de las autoras era que el estudio Tuskegee podía haber afectado a la confianza de toda la población, pero que el grupo de los hombres objeto del experimento seguramente tendría una pérdida de confianza más fuerte que el resto de los grupos de la población. Este supuesto se corrobora claramente con los datos: los resultados de su modelo de triple diferencias muestran que un aumento (en una desviación estándar) en la proximidad geográfica al condado del estudio reduce un 22 % las visitas al servicio de salud en el caso de los hombres del grupo afectado por el estudio.

Además, estos efectos se detectan en mayor medida en hombres con bajo nivel formativo y bajo nivel socioeconómico dentro del grupo afectado, es decir, los más parecidos a los participantes del estudio Tuskegee. En cuanto a los efectos sobre la mortalidad, el experimento explica un 35 % de la diferencia en la esperanza de vida (en 1980) entre hombres blancos y negros en Estados Unidos. En otras palabras, la esperanza de vida de los hombres afroamericanos (a los 45 años) se redujo en 1,5 años por la pérdida de confianza en el sistema de salud y porque se redujeron las visitas al médico a raíz de las negligencias del estudio Tuskegee.

A mi parecer, no hay duda de que estas cifras invitan a la reflexión: cabe plantearse la importancia de políticas que fomenten la confianza en el sistema de salud público de toda la población —especialmente de los grupos más desfavorecidos— y de políticas que aseguren la detección precoz de enfermedades fácilmente tratables por nuestro (fantástico) sistema de salud público.

Gráfico 1. Porcentaje de ciudadanos que consideran que la sanidad es el ámbito de mayor interés

Fuente: Barómetro Sanitario, 1998-2018.

Gráfico 2. Porcentaje de ciudadanos que considera que el sistema sanitario en general funciona bien.

Fuente: Barómetro Sanitario, 1998-2018.

Gráfico 3. Porcentaje de ciudadanos que consideran que el sistema sanitario es equitativo (varias dimensiones)

Fuente: Barómetro Sanitario, 1998-2018.