Por Juan Luis Jiménez y José Abreu.
Resulta reiterativo mencionar que la calidad de las instituciones y su capacidad para gobernar son dos de los principales factores explicativos del crecimiento de los países (véase por ejemplo, Olson et al., 2000). Sin embargo, la corrupción política se erige contra ambos conceptos.
España no escapa a este problema, y según datos del último Eurobarómetro, publicado a finales de 2017 (léase entrada de Gerard Llobet analizando datos del anterior informe de 2014), es junto a Grecia, Chipre y Croacia, uno de los países donde se considera que la corrupción percibida está más extendida (acerca de problemas metodológicos de las encuestas sobre percepción de la corrupción, véase aquí, aquí y aquí). Además, los encuestados en España consideran que la corrupción es ejercida principalmente por los partidos políticos (80%) y sus políticos (74%), seguidos de lejos por los banqueros (52%).
La revelación de numerosos escándalos políticos en los últimos años (Bárcenas, Brugal, De Miguel, Edu/Cursos de formación, ERE, Faycán, Grúas, Gürtel, Lezo, Malaya, Palma Arena, Púnica, Pretoria, tres per cent, y un enorme etcétera) en un contexto de crisis económica e inestabilidad política y social, unido al aumento de la cobertura mediática de los casos de corrupción, ha contribuido sobremanera a incrementar esta percepción (Melgar et al., 2010; Palau y Davesa, 2013).
En este contexto, la pregunta es: si observo que la corrupción me puede beneficiar, ¿la consiento y me preocupa menos? O, dicho de otra forma, ¿me preocupa más la corrupción cuando todos (incluido yo), estamos mal? Veamos qué nos dice la literatura al respecto y, posteriormente, tratemos de responder a la segunda cuestión con una aproximación muy descriptiva para el caso español.
La corrupción (a veces) se castiga…
Como ya expusieron en un post anterior Carmen García y Juan Luis Jiménez, la literatura apunta a la existencia de un castigo electoral moderado para los partidos implicados en casos de corrupción, que incluso es compatible con altas tasas de reelección (Véase para España Muñoz, 2013; Jiménez y García, 2018).
A raíz de este hecho, se han identificado una serie de mecanismos que explicarían el perdón (o no) a la corrupción: la diseminación de la información de los casos de corrupción aumentaría el castigo electoral (Ferraz y Finan, 2008, para Brasil; o Costas-Pérez et al., 2012, para el caso español); el sesgo político de los votantes, de cuyo partidismo se consiente más la corrupción (Anduiza et al., 2013; Breitenstein, 2019); la falta de alternativas políticas viables (Agerberg, 2019); o el “intercambio implícito” entre votantes y representantes. Este último supone el detalle de este post.
…aunque si la corrupción se realiza en épocas de bonanza o “reparte ganancias”, se consiente más:
El artículo de Rundquist et al. (1977) fue el primero en exponer la hipótesis del “intercambio implícito” entre votantes y representantes, según la cual, los ciudadanos están dispuestos a perdonar la corrupción y no aplicar un castigo electoral al político corrupto a cambio de obtener otro tipo de beneficios derivados de la gestión del mandatario (capacidad para atraer inversión, mejora de infraestructuras o generación de empleo, entre otros).
En línea con esto último, algunos estudios han analizado esta relación entre corrupción y bienestar económico. Fernández-Vázquez et al. (2016) parten de la hipótesis de que los votantes no castigan todos los tipos de corrupción por igual. Empleando una base de datos con casos de corrupción a nivel municipal para España entre 2007 y 2011 estimaron que, mientras que los alcaldes que estuvieron involucrados en prácticas corruptas que no “reportaron beneficios económicos” a sus ciudadanos (malversación, cohecho, etc.) perdieron un 4,2% de los votos, aquellos que llevaron a cabo corruptelas relacionadas con la burbuja inmobiliaria (recalificación del suelo) y que los ciudadanos podrían entenderlas como generadores de actividad económica para el municipio, salieron indemnes.
Muñoz et al. (2016) llevan a cabo una encuesta en Cataluña para llegar a conclusiones similares: el castigo a los políticos corruptos es limitado si gobiernan con viento económico a favor, independientemente que ello se deba por su buena gestión o por la coyuntura económica.
Fuera de España también se han realizado trabajos que siguen esta línea de investigación. Klašnja y Tucker (2013) llevan a cabo un experimento comparativo entre dos países con distintos niveles de corrupción: Suecia (baja corrupción) y Moldavia (alta corrupción). Mientras que en Suecia los votantes reaccionan negativamente a la corrupción independientemente del estado de la economía, en Moldavia solo lo hacen cuando las condiciones económicas son adversas.
Zechmeister y Zizumbo-Colunga (2013) encuentran para América Latina que los votantes solo aplican una penalización electoral a políticos corruptos en períodos de crisis económica. Siguiendo con Latinoamérica, algunos estudios concluyen que la desaprobación presidencial entre las víctimas de la corrupción es más significativa en contextos de alta inflación y desempleo (Carlin et al., 2015; Rosas y Manzetti, 2015). No obstante, Winters y Weitz-Shapiro (2013) no muestran evidencias de intercambio implícito en Brasil.
Y para España, ¿qué explican los datos sobre corrupción percibida?
Dado que la literatura relaciona un trato permisivo con la corrupción cuando la economía está en época de bonanza, acerquémonos a la realidad percibida por los españoles para testar esta hipótesis. El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), realiza una encuesta mensual, con periodicidad y metodología estándar, que permite la creación de series temporales de preguntas comparables a lo largo del tiempo (aquí los datos). Entre ellas, se plantea a los encuestados que señalen los tres principales problemas que afronta España, a partir de los cuáles se establecen estadísticas descriptivas.
Como ejercicio empírico meramente descriptivo analizamos la evolución de dos de los ítems valorados desde septiembre de 2001 a julio de 2019: el porcentaje de ocasiones que “el paro” y “la corrupción y el fraude” aparecen como uno de esos tres principales problemas para los españoles.
El gráfico con ambas variables y una línea de tendencia polinómica (para mayor claridad), resulta clarividente: a pesar del continuo aumento en el número de casos de corrupción descubiertos, la “corrupción y el fraude” son un problema importante para el país cuanto más lo sea el desempleo.
De hecho, podríamos dividir claramente la figura en tres etapas:
- Antes de la crisis económica de 2008, donde la corrupción y el fraude no son relevantes para la ciudadanía, a pesar que ya había casos descubiertos (véase Jiménez, 2013).
- Entre 2008 y 2015, donde la crisis económica incrementó la percepción del desempleo como problema relevante, al mismo tiempo que afloraban casos de corrupción y la percepción de este como un problema significativo para el país.
- A partir de 2015, donde ambos ítems redujeron su peso, con temporalidades diferentes pero tendencias similares.
Dos matices: en primer lugar, reiterar que los casos de corrupción, y su presencia en los medios de comunicación, no ha disminuido con el paso del tiempo (datos en elaboración de la tesis doctoral en elaboración de José Abreu así lo confirman). Y en segundo lugar, que aunque esta descripción requiere de un análisis más profundo para contrastar la causalidad, es cierto que supone un indicador que apuntaría a lo señalado por algunos de los artículos antes mencionados (Fernández-Vázquez et al., 2016 y Muñoz et al., 2016).
En definitiva: la corrupción me preocupa, a menos que yo esté bien.