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Cuando las normas no se elaboran para el beneficio de la sociedad: el Real Decreto-ley en el sector agroalimentario

Por Mateo Silos Ribas y Juan Luis Jiménez

Las intervenciones públicas originadas en procesos de captura regulatoria abundan en España (y en muchas partes del mundo). Estas intervenciones protegen el interés privado y específico de grupos bien organizados y conectados con los poderes públicos, en detrimento del interés general por el que los segundos deberían velar.

Los procesos de captura regulatoria en el diseño de intervenciones públicas han sido analizados en Nada Es Gratis para los taxis (Llobet, 2018), servicios profesionales (Fernández-Villaverde, 2016), servicios urbanos de agua (Tadeo-Picazo, 2018), controladores aéreos (Bentolila, 2010) o las farmacias (Jiménez y Silos Ribas, 2019), entre otros. Hoy, añadimos uno más.

Nos centramos en un caso muy reciente, y casi “de manual”, de captura regulatoria: el Real Decreto-ley 5/2020, de 25 de febrero, por el que se adoptan determinadas medidas urgentes en materia de agricultura y alimentación (en adelante, RDL).

Fases de una captura regulatoria: la génesis del RDL

Muchos procesos de captura regulatoria (en España) siguen el mismo patrón.

Fase 1: Peticiones o protestas del sector que desea protección y establecer límites a la competencia.

Fase 2: Reuniones entre los poderes públicos y los operadores incumbentes del sector en cuestión.

Fase 3: Propuesta y aprobación de una intervención pública que atiende a los intereses privados de los operadores establecidos en el sector, en lugar de al interés general de la sociedad.

En el caso del RDL se han cumplido a la perfección, y con celeridad, estas fases. Veamos:

Fase 1: A partir del 10 de enero de 2020, inmediatamente después de la última sesión de investidura, comienzan los anuncios de movilizaciones por parte de las organizaciones agrarias en Extremadura para protestar “por el principal problema del campo: los precios ruinosos de los productos”. Las organizaciones agrarias reclaman “una regulación de la cadena de valor para que el agricultor tenga capacidad de negociar los precios de mercado y fijar los costes de producción”. Las movilizaciones comienzan a finales de enero y se suceden a lo largo de febrero, extendiéndose por muchas regiones de España.

Fase 2. Tras el anuncio de las protestas, las reuniones entre los poderes públicos y los operadores del sector productor primario comienzan rápidamente. El 15 de enero, el Ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación (en adelante, el Ministro) tiene una reunión con las organizaciones agrarias para descubrir “el cabreo y preocupación” del campo por la crisis de los precios.

El 1 de febrero, el Ministro anuncia la creación de una mesa de diálogo. El 3 de febrero se reúne con las organizaciones agrarias (Asaja, COAG y UPA), anunciando un paquete de medidas para que los agricultores y ganaderos “obtengan unos precios adecuados por sus productos”. En los días siguientes el Ministro se reúne con otros agentes de la cadena, como una federación de la industria fabricante (aquí) y, de forma individual, con distribuidores (aquí, aquí o aquí). En último lugar, y cinco días antes de aprobar el RDL, atiende a las asociaciones de consumidores.

Fase 3. El 3 de febrero, pocos días después del comienzo de las protestas, el Ministro informó a las asociaciones de que su departamento presentará en breve “un borrador de reforma de la ley de la cadena alimentaria”. El 13 de febrero anunció la “inmediata modificación de la Ley de la Cadena”. El 25 de febrero el Consejo de Ministros aprueba dicha reforma mediante el RDL 5/2020.

En resumen: un Real Decreto-ley (fórmula de urgencia que evita la discusión parlamentaria ordinaria) que, de acuerdo con el Gobierno, responde a las demandas del sector productor, gestado en aproximadamente 3 semanas desde el comienzo de las protestas.

¿Es el RDL una buena política pública?

Consideramos que no. El RDL limita la competencia en la cadena alimentaria sin que exista un fallo de mercado que justifique la intervención. Por tanto, reducirá el bienestar social, y ya por esto es una mala política pública.

¿Cómo la limita? Destacamos:

1. Recomendación colectiva de precios que facilita la colusión en el sector primario:

El RDL establece que el precio en los contratos entre el productor primario y su primer comprador no podrá ser inferior al coste de producción. A su vez, indica los tipos de costes a tener en cuenta para establecer el coste (y, por lo tanto, el precio) y desarrolla los factores objetivos a considerar para su cálculo, a saber, “aquéllos que sean imparciales, fijados con independencia de las partes y que tengan como referencia datos de consulta pública”, añadiendo que “en el caso de las explotaciones agrarias, éstos serán tales como los datos relativos a los costes efectivos de las explotaciones publicados por el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación”.

Por lo tanto, el RDL fija un umbral mínimo de precio basado en costes y orienta a los operadores sobre cómo calcularlos, sugiriendo sean fijados con los datos obtenidos por el Ministerio. Esta disposición constituye una recomendación de precios que tiene la aptitud de unificar la conducta de los operadores en materia de precios y, en concreto, configura un punto focal en el que los operadores pueden coordinarse para establecer su precio, favoreciendo la colusión.

Un matiz relevante en este punto es que, en caso de que esto lo hubiese hecho una asociación de productores, es probable que dicha conducta hubiese constituido una infracción del Artículo 1 de la Ley de Defensa de la Competencia, por recomendación colectiva de precios. No obstante, ahora goza de amparo legal. Adicionalmente, es posible que se esté anticipando un primer paso legal para establecer un precio mínimo, algo que ya se intentó en 2013, sin éxito.

2. Prohibición general de la venta a pérdida en la cadena alimentaria

El RDL establece que ningún operador podrá comprar un producto por debajo de lo que ha costado producirlo. A su vez, cuando un operador realice la venta final del producto al consumidor final “en ningún caso podrá repercutir a ninguno de los operadores anteriores su riesgo empresarial derivado de su política comercial en materia de precios ofertados al público”.

Es difícil discernir lo que este segundo precepto significa exactamente, pero el Ministro lo aclaró en el Consejo de Ministros del 25 de febrero: “nunca se podrá imputar al vendedor aquel precio inferior por el cual haya sido [el producto] vendido al público”. Es decir, si un distribuidor desea vender la leche a 0,2 euros el litro, tendrá que haberla comprado a un precio igual o inferior. Lo que se pretende es eliminar la venta a pérdida en toda la cadena alimentaria, para, según el RDL, evitar que “se destruya valor”.

El RDL sujeta esta prohibición de venta a pérdida a un régimen de infracciones y sanciones, afrontando los operadores que la incumplan sanciones de hasta 100.000 euros. Por lo tanto, el RDL tiene la capacidad de restringir la venta a pérdida, y de hecho inaugura un período de mayor control administrativo de los precios en toda la cadena alimentaria.

La prohibición de la venta a pérdida tiene un claro efecto anticompetitivo. En primer lugar, restringe la capacidad de los operadores para señalizarse y transmitir información a los consumidores, además de limitar su capacidad de competir en precio. En segundo lugar, facilita la colusión tácita o explícita – por ejemplo, a nivel de los fabricantes - haciéndola más estable, dado que permite que haya más transparencia en precios en el tramo minorista y, por lo tanto, que sea más fácil detectar desvíos del equilibrio colusorio. El resultado de las prohibiciones de la venta a pérdida es una mayor probabilidad de supervivencia de operadores relativamente ineficientes y precios mayores para los consumidores (véase, por ejemplo, Biscourp, Boutin y Vergé, 2013 con evidencia para Francia o Collins, Burt, y Oustapassidis, 2001 para Irlanda).

No existe un argumento de eficiencia para prohibir la venta a pérdida y lo mejor para la sociedad es permitirla. Para casos como los precios predatorios (algo totalmente distinto a la venta a pérdida), es de aplicación la normativa de competencia.

3. Restricciones a la realización de promociones en la distribución comercial

Para evitar la “banalización de los productos”, se establecen una serie de exigencias para el lanzamiento y desarrollo de promociones que las burocratizan, sometiéndolas a pacto y acuerdo entre las partes e introduciendo prohibiciones, sin justificación, basadas en criterios imprecisos como que se “perjudique la percepción en la cadena sobre la calidad o el valor de los productos”. Esta disposición también está sujeta a un régimen sancionador.

No queda claro lo que es “banalizar un producto”, pero el propio Ministro nos lo aclara con un ejemplo: regalar una botella de aceite si compras dos cajas de detergente, es “devaluar el aceite”, por lo tanto este tipo de prácticas quedarán “prohibidas”. Utilizar la leche o el aceite como productos gancho, a precios reducidos, muy probablemente también sería considerado “banalización”. Por lo tanto, se limita la competencia entre distribuidores con un efecto anticompetitivo similar a la prohibición de vender a pérdida.

En resumen, ¿qué consigue el RDL?

En primer lugar, el Gobierno quiere “evitar el abandono de las explotaciones agrarias”. Pero al facilitar la colusión y limitar la competencia en el sector productor primario, la producción, el empleo y la sostenibilidad se reducirán, así como los incentivos a modernizarse y ser competitivo.

En segundo lugar, el Gobierno quiere “impulsar el reequilibrio entre todos los eslabones” de la cadena alimentaria. Pero el desequilibrio no es un fallo de mercado, sino una característica inherente a él, a la que los operadores van dando respuesta dinámicamente, como dijo acertadamente la extinta Comisión Nacional de la Competencia (CNC) en 2012 (véase también Llobet, 2013 o Maudes y Silos Ribas, 2015).

Si existen problemas de competencia en la cadena alimentaria, la mejor receta es aplicar la normativa de competencia y eliminar las barreras injustificadas que la limitan. De hecho, el RDL, al limitar más la competencia entre distribuidores, refuerza su poder de mercado y, por lo tanto, su poder de compra. De este modo, resulta contrario al pretendido objetivo de “reequilibrar” la cadena.

En suma, el Gobierno ha aprobado en tiempo récord un RDL para satisfacer las demandas del sector productor primario que conducirá a resultados peores para los consumidores y, al final, para el propio sector: a los primeros, porque pagarán más caros los productos (afectando sobre todo a los hogares de menor renta); y a los segundos, porque reducirá los incentivos a modernizarse y mejorar.

Pero lo más grave, quizás, no sean estos resultados, sino el precedente que se instaura: los procesos de captura regulatoria contribuyen a fraguar la percepción de que el sistema cede a favor de unos pocos, repercutiendo negativamente en toda la sociedad. Otro resultado de no fundamentar las decisiones políticas en la evidencia teórica y empírica.