Por Javier Campos y Juan Luis Jiménez
El término sueco flygskam no hace referencia a un nuevo mueble de IKEA. En realidad suele traducirse por ‘vergüenza de volar’ y ha sido ampliamente defendido por personajes populares como el deportista Kilian Jornet, el cantante Staffan Lindberg, la activista medioambiental Maja Rosen, o la no menos activa Greta Thunberg. Frente a este movimiento de concienciación social que busca reducir el uso del avión como modo de transporte por su impacto sobre las emisiones contaminantes, estos días ha sido llamativa la respuesta de un famoso futbolista y su entrenador al ser preguntados por el tema, o las críticas que ha recibido la propia selección española de fútbol por viajar en avión privado de Madrid a Zaragoza (unos 300 kilómetros) en lugar de hacerlo en tren.
Sin llegar a extremos como los recogidos aquí, países como Francia o Austria ya han introducido (o han planteado, como ocurre en España) prohibiciones o impuestos a los vuelos regulares de corta y media distancia cuando existan alternativas menos contaminantes, pidiendo a la Comisión Europea que actúe en el mismo sentido. En todo caso existe cierta unanimidad a favor de que se introduzcan algunas limitaciones al uso de jets privados, cuyos acomodados usuarios se ven sometidos a un creciente escrutinio por parte de la opinión pública.
En un contexto de elevada (y justificada) preocupación medioambiental y de necesidad de ahorro en el consumo de combustibles, la cuestión merece una reflexión económica seria. Aunque ya se ha discutido sobre ella en este blog, un reciente trabajo de Frédéric Dobruszkes, Giulio Mattioli y Laurette Mathieu, titulado Banning super short-haul flights: Environmental evidence or political turbulence? y publicado en el Journal of Transport Geography, ha venido a desmontar algunos de los mitos que circulan sobre este tema.
¿Cuánto (y cómo) contamina el transporte aéreo?
Si bien existe cierta desactualización en las fuentes originales, el actual consenso entre la mayoría de los analistas (véase por ejemplo aquí) es que el sector de la aviación representa, a nivel mundial, el 1,9% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero, el 2,5% de las emisiones de CO2 y contribuye aproximadamente en un 3,5% al calentamiento global.
Lo que no está tan claro, sin embargo, es cómo se distribuye la responsabilidad personal y social de esta externalidad. Esto se debe, en primer lugar, a que – al contrario de lo que ocurre en el transporte terrestre – existen grandes desigualdades en cuanto a la cantidad de personas que vuelan habitualmente. Un estudio de 2019 del International Council on Clean Transportation cuantificó estas diferencias: menos del 30% de la población mundial utiliza regularmente el transporte aéreo y, de estos, solo un 4 ó 5 por ciento se podrían considerar realmente ‘viajeros frecuentes’. De hecho, los aviones que aterrizan o despegan de países de alto nivel de renta (donde reside el 16% de la población), representan casi dos tercios (62%) de las emisiones de los vuelos comerciales, tal como se señala aquí.
Aun así, tampoco resulta fácil atribuir las emisiones de la aviación internacional a cada país, ya que no se contabilizan directamente en sus cuentas nacionales, lo que dificulta la introducción de incentivos para que las reduzcan. También es importante señalar que, a diferencia de los gases de efecto invernadero más comunes (dióxido de carbono, metano u óxido nitroso), otros efectos nocivos de la aviación, no relacionados directamente con las emisiones de CO2, no están incluidos en el Acuerdo de Paris de 2015. Esto significa que suelen pasarse por alto fácilmente, sobre todo porque en lo que respecta a las externalidades, los vuelos internacionales siguen estando en cierto ‘terreno (o espacio) de nadie’.
Uno de los resultados de esta imperfecta asignación de derechos de propiedad, claramente en línea con el conocido Teorema de Coase, es que la contaminación se ha cuadruplicado en los últimos cincuenta años, como se muestra en este gráfico.
¿Prohibir los vuelos a corta distancia es la solución?
El citado trabajo de Dobruszkes et al. (2022) argumenta que algunas de las propuestas restrictivas sobre vuelos de corta distancia (super short-haul flights) que se están discutiendo actualmente no tienen suficiente respaldo empírico y deberían verse realmente como cierto ‘postureo’ gubernamental. El impacto real de la aviación sobre el cambio climático está asociado a las emisiones absolutas de gases, y es un hecho que cuanto más largo es un vuelo, mayor es la cantidad de combustible que se quema (fuel burnt). Por tanto, la reducción de este indicador debería ser el principal objeto de cualquier actuación medioambiental.
Para analizar esta cuestión, los autores tienen en cuenta todos los vuelos de salida de 31 países europeos entre 2018 y 2020, revelando que los de menos de 500 km representan el 27,9% de las salidas, pero el 5,9% del combustible quemado. En cambio, los vuelos de más de 4.000 km representan el 6,2% de las salidas, pero el 47,0% del combustible quemado. Al comparar las franjas de distancia de vuelo más cortas y más largas, el reparto del porcentaje de combustible quemado se mantiene estable en la mayoría de los países europeos, tal como muestra la simetría de estos mapas. Los países que tienen un porcentaje bajo de combustible quemado para ambas franjas de distancia (como Eslovaquia, Bulgaria, Chipre o Malta) son en su mayoría de pequeño tamaño o suelen tener pocas rutas domésticas que además están integradas con los servicios de larga distancia de sus países vecinos.
Moraleja: el vuelo de Ícaro
La conclusión es evidente: centrarse únicamente en la prohibición (explícita, o a través de un aumento significativo de impuestos) de los vuelos más cortos (lógicamente, con excepciones cuando se utilicen para aliviar los obstáculos impuestos por la geografía) contribuirá poco a reducir el impacto de la aviación sobre el cambio climático.
Las acciones que se deben adoptar también abordar los vuelos a larga distancia y esto requiere una perspectiva más multidisciplinar. Es muy probable que sean necesarios cambios regulatorios (aunque ya sabemos que las emisiones en vuelos intracomunitarios están regulados desde 2005 por el EU European Trading Scheme, y los pasajeros recibimos información en los billetes aéreos sobre nuestra contribución a las emisiones de CO2), cambios tecnológicos (incentivando el uso de aviones y trenes menos contaminantes) y, sobre todo, cambios sociales (¿estamos dispuestos a asumir una reducción en nuestro grado de movilidad por salvar el planeta?). Si estos cambios no se producen, podríamos quemarnos las alas, como le sucedió al pobre Ícaro.