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Las consecuencias económicas de la muerte

Dijo Benjamin Franklin que las únicas certezas en esta vida son los impuestos y la muerte. Pero del mismo modo que no todos pagamos los mismos impuestos, tampoco nos morimos todos igual. O para ser mas precisos, no nos morimos todos a la misma edad. Y esta disparidad en la esperanza de vida entre personas puede reducir o eliminar la progresividad de algunas políticas públicas, en particular de la seguridad social. Qué debemos hacer al respecto depende en gran medida de cuáles sean las causas de esta heterogeneidad, un tema del que aun sabemos relativamente poco.

Desde hace años sabemos que existe una fuerte relación entre el nivel socio-económico de las personas por un lado y la salud y mortalidad por otro. En los EEUU se ha documentado bien la relación entre distintas medidas de salud y distintas medidas de renta y riqueza. Más difícil, por escasez de datos, resulta cuantificar la relación entre tasas de mortalidad y medidas de renta o riqueza (se puede hacer, aunque con problemas, a través del Health and Retirement Study (HRS) o bien a través del National Longitudinal Mortality Study). Una fuente de datos muy útil es la que proviene de los certificados de defunción en los EEUU, que recogen el nivel educativo de todos los fallecidos durante un año, además del sexo, la raza y el estado civil, pero no medidas de renta o riqueza. Y a través de ellos vemos que, según las estadísticas que publica el National Vital Statistics System, la esperanza de vida está positivamente relacionada con el nivel educativo. Además, los blancos, las mujeres y las personas casadas también tienen menores tasas de mortalidad. Por ejemplo, en 2007 la tasa de mortalidad entre los hombres y mujeres de 55-64 años de edad con estudios universitarios fue aproximadamente la mitad de la que se dio entre los hombres y mujeres sin estudios universitarios (ver figuras 1 y 2). Para el mismo grupo de edad, y tanto para mujeres como para hombres, la tasa de mortalidad entre casados fue menos de la mitad que para solteros, divorciados y viudos, y la tasa de mortalidad entre la población blanca fue un poco más de la mitad que la de la población negra.

Las tablas que publica el National Vital Statistics System no permiten desagregar las tasas de mortalidad por sexo, raza y educación a la vez (sin embargo se puede acceder a los microdatos que sí permiten hacerlo). Para una mayor desagregación podemos acudir a un artículo de Jeffrey Brown, que se encarga de medir esperanzas de vida para estos subgrupos con datos del National Longitudinal Mortality Study. La desigualdad en esperanzas de vida que obtiene es enorme. La esperanza de vida a los 22 años de una mujer blanca con estudios universitarios es 17 años mayor que la de un hombre negro sin educación secundaria (figura 3). A los 67 años esta diferencia aun es muy grande: 6.8 años (figura 4). Si miramos a grupos de pobalción más homogéneos las diferencias por educación siguen siendo importantes. Entre los hombres blancos, por ejemplo, la diferencia de esperanza de vida a los 22 años de edad entre universitarios y nivel bajo de estudios es de más de 5 años, y a los 67 años de edad la diferencia es de más de 2 años (figuras 3 y 4).

¿Pero qué relación hay entre la heterogeneidad en mortalidad y la distribución de recursos públicos?

Para una persona vivir muchos años son buenas, malas y buenas noticias. Son buenas noticias porque en general consideramos cada año extra que vivimos como algo bueno (sobre todo comparado con la alternativa). Son malas noticias porque la extensión en la longevidad añade años en la parte del ciclo vital en que estamos fuera del mercado laboral (por lo tanto, para tener recursos para vivir en esos años necesitamos haber trabajado más o haber consumido menos en el pasado). Y finalmente, son buenas noticias porque el estado proporciona una serie de transferencias durante todos los años en que vivimos, con lo cual el problema de proveer recursos para una larga vejez está en parte resuelto, o al menos reducido.

¿Cuáles son esas transferencias? La más obvia es la pensión de jubilación, que se paga como una renta vitalicia. Pero también la sanidad pública o las ayudas de dependencia son rentas vitalicias. La idea de las transferencias públicas en forma de renta vitalicia es la de proveer un seguro contra el riesgo de longevidad excesiva, quizás mejor llamado riesgo de sobrevivir a los propios recursos. Es decir, aquellas personas que fallecen a una edad más temprana transfieren recursos a los que viven más años. Además, estas transferencias se aplican con un potente elemento redistribuidor entre personas de distintos niveles de renta. Por ejemplo, la relación entre las cotizaciones a la seguridad social y la pensión de jubilación percibida aumenta con la renta. De hecho, es por este motivo que este tipo de transferencias se perciben como pilares de la izquierda.

Sin embargo, cuando las personas se enfrentan a distintas probabilidades de morir a cada edad, las rentas vitalicias que paga el estado no son solo un seguro, sino que además transfieren recursos de individuos menos propensos a ser longevos a individuos más propensos a serlo. A la luz de los datos anteriores, sabemos que en EEUU una mujer blanca con estudios universitarios está recibiendo, en media, la pensión de jubilación durante más de 6 años que un hombre negro con nivel bajo de estudios. También es verdad que, dado su mayor nivel de ingresos, la mujer blanca con estudios universitarios aportó más al sistema de lo que está sacando por año de jubilación. Pero 6 años de diferencia en esperanza de vida son muchos. Así que, al menos en los EEUU, la seguridad social es bastante menos redistributiva de lo que podríamos pensar. De hecho, ante estos datos lo sorprendente es que el movimiento del Tea Party no esté proponiendo una expansión de la seguridad social americana.

España e implicaciones de política

En España, de momento, nos resulta imposible saber si las diferencias en mortalidad entre grupos de educación o renta son tan elevadas como en los EEUU. El Boletín Estadístico de Defunción no registra el nivel educativo del fallecido (aunque sí la profesión). Con los años, los datos proporcionados por el Survey of Health, Ageing and Retirement in Europe (SHARE) nos permitirán saber algo más, aunque el pequeño tamaño de la muestra siempre será un problema para calcular diferenciales de tasas de mortalidad para distintos subgrupos. De momento, el proyecto SHARE ya muestra que para una extensa muestra de países europeos (incluyendo a España), la asociación positiva entre distintas medidas de salud y el nivel socio-económico no es una cuestión presente solo en los EEUU.

Respecto a las implicaciones de política, estos elevadísmos diferenciales de mortalidad entre razas o entre grupos educativos deberían hacernos repensar cómo medimos las desigualdades sociales. Las medidas tradicionales, basadas en diferenciales salariales, parecen poca cosa al lado de esto. Qué debe hacer el estado al respecto depende de como pensemos que se origina la relación entre longevidad y nivel socio-económico. De lo que sabemos, y de lo que no sabemos, hablaremos en un próximo post. Pero de momento, que nadie corra a casarse o a estudiar o a cambiarse de sexo pensando que así vivirá más años. Podría ser que no sirviera para mucho.