Hay distintas maneras de afrontar un problema. No hablo solo de cómo resolverlo, sino de qué se puede o debe hacer ante él según en qué posición se encuentre cada quien. Pongamos que en un determinado lugar especialmente concurrido de una ciudad se detecta la presencia de carteristas. Las autoridades pueden intentar distintas políticas, como endurecer las penas a los hurtos, aumentar la presencia policial en la zona o avisar del peligro con carteles. Podemos discutir cuál es la mejor medida, pero, independientemente de cuál se adopte, nos queda por decidir, como ciudadanos, qué hacer o qué recomendar a visitas, familia y allegados que quieran andar por esa parte de la ciudad mientras el problema persista. Creo que no digo nada insensato si la recomendación es andar con cuidado, no llevar las pertenencias demasiado a la vista, tener la cartera en un bolsillo a buen resguardo y llevar el bolso agarrado.
Hasta aquí la discusión va bien. Los desencuentros empiezan cuando se confunden los papeles. Si una autoridad osa decir que no debemos llevar el móvil en un bolsillo de fácil acceso para un carterista, enseguida recibirá toda suerte de críticas: que si se está criminalizando a la víctima, que si eso es todo lo que aporta como solución, que si solo faltaba que no pudiéramos llevar nuestras pertenencias como prefiramos o que si se está justificando el robo. Desde luego, la autoridad puede ser incompetente y, no sabiendo afrontar el problema, tener esa sugerencia como única alternativa. Eso sería criticable, pero lo normal es que la autoridad lo diga con toda la candidez del mundo, como algo sensato que hacer además de las medidas que ya se están adoptando o, por lo menos, mientras nos surtan efecto. Del gobierno de la ciudad se esperan soluciones, los consejos individuales ya nos los sabemos dar los ciudadanos. Así parecemos pensar a veces cuando nos damos a este tipo de crítica. Peor papel lo tiene la policía, que, siendo unos mandados y estando en su responsabilidad la lucha contra los carteristas, no tendrán fácil dar según qué consejos sensatos por temor a esas respuestas con ínfulas de superioridad moral.
Las cosas se pueden complicar mucho según el problema de que se trate. Pedir cuidado a las mujeres para evitar los acosos o agresiones sexuales puede ser insultante según el contexto. Si se lo dice una madre a su hija tiene todo el sentido del mundo. Si lo dice la presidenta del gobierno, será recibido con recelo, sobre todo en ausencia de otras medidas destinadas a resolver el problema de fondo, pero también aunque se estén tomando esas otras medidas, que siempre serán insuficientes.
Los políticos experimentados saben cómo no enredarse en estos temas, pero otros no, y caen en la trampa ante preguntas de los periodistas o interpelaciones de otros políticos.
Hay problemas para los cuales la solución es muy difícil o de largo plazo, de manera que será imposible que las autoridades no den consejos o impongan normas mientras llega la solución. Aquí también hay muchas oportunidades para la discusión bizantina y las suspicacias. Lo hemos visto cuando un gobierno ha recomendado ahorrar y hacer planes de pensiones privados previendo momentos difíciles en la financiación de las pensiones públicas. Lo vemos incluso cuando el gobierno lo único que hace es mostrar por dónde irá el futuro según todas las estimaciones. Si se dice que la tendencia apunta a que se comerá menos carne roja, se reprochará que el gobierno quiere que se coma menos carne (aquí); si se dice que la competencia internacional presionará a la baja los salarios en ciertos sectores y que esto debe hacerse mientras no aumente la productividad se reprochará que el gobierno quiere que bajen esos salarios (aquí).
Finalmente tenemos las políticas directamente encaminadas a corregir ineficiencias o desigualdades. Si, ante la concentración de la demanda de electricidad en determinadas franjas horarias se propone que los precios se ajusten con más flexibilidad para desviar la demanda fuera de esas horas, enseguida se dirá que el gobierno quiere dictar las vidas de los ciudadanos o que no le importa perjudicar a quien no puede permitirse alterar sus hábitos. Lo vemos cada vez que cualquier gobierno hace algo. Y, lo que es peor, vemos que en la oposición se hacen estos argumentos que, cuando se está en el gobierno, se desdeñan por su falta de rigor. Ocurre con la tarifa de la electricidad (aquí y aquí) o con las restricciones a la circulación de vehículos privados en las ciudades (aquí y aquí).
Es cierto que en cualquier adaptación a condiciones cambiantes habrá gente perjudicada, por más que esta adaptación tenga todo el sentido del mundo. Una de las cosas en las que se insiste desde el análisis económico es en fijarnos en todas las consecuencias, todos los costes y todos los beneficios, para sacar conclusiones. La muestra sesgada de solo unos costes o solo unos beneficios no constituye un buen análisis económico ni permite una buena postura moral frente a los hechos. Por encima de eso, la atribución de intenciones solo sustentadas por la suspicacia y la susceptibilidad caen en la moralina.
Según estaba escribiendo esta desordenada entrada, me ha llegado la noticia de que Bangladesh ha superado a la India en renta per cápita, cuando tras la independencia, primero del Reino Unido y luego de Pakistán, era mucho más pobre. Recuerdo la terrible noticia de 2013 cuando el derrumbe de una de las factorías textiles donde se producen las prendas que exporta el país causó más de 1100 muertes. La corrupción y la explotación permitieron que la fábrica siguiera operando aún después de que se advirtieran grietas importantes en el edificio, causando la desgracia. Quienes quisimos distinguir entre estos problemas y la deslocalización de la producción textil tuvimos que enfrentar duras críticas por quienes querían aprovechar para criticar también la deslocalización (fue especialmente atacado este artículo de Roger Senserrich). Todos queremos que los países pobres como Bangladesh prosperen sin necesidad de renunciar a unas mínimas normas de seguridad. Eso no implica de ninguna manera impedir al país que haga una de las pocas cosas que puede hacer y que le está permitiendo salir de la pobreza extrema. Será lento y será frustrante, pero sin ofrecer algo mejor, impedirle exportar sus textiles en un mundo globalizado será condenar a gran parte de sus habitantes a más décadas de miseria.
Quienes crecimos escuchando el Concierto para Bangladesh imaginábamos un mundo utópico que terminara con su miseria tras haber padecido tanta guerra y hambruna. La moraleja de la historia es que no es la utopía, sino la globalización, quien está salvando al país. A pesar de ello, habrá quien le niegue moralidad a una mejora porque esta no es la perfección que se imaginaba.