Si, en tiempos modernos, alguien diseñara un estado desde cero, no lo haría con forma de monarquía, ni siquiera si es parlamentaria. Esta simple observación da al traste con todas las racionalizaciones sobre la bondad de esta forma de definir la jefatura del estado, como el respeto a la historia, el hecho de que los países con monarquías parlamentarias tengan altos niveles de bienestar, su neutralidad política o la falta de incentivos para que un monarca se corrompa – aunque este último argumento, oído tantas veces en el pasado, ya no se suele usar. La monarquía parlamentaria fuerza a que el rey o la reina tengan un papel únicamente protocolario y de representación. No se pueden dar atribuciones reales de jefe de estado a quien llega a ese cargo por realeza. Entonces, ¿por qué subsisten las monarquías parlamentarias? ¿Por qué hay quien, aceptando lo anterior, defiende la monarquía?
En buena lógica, porque el supuesto del párrafo anterior no se cumple: ningún estado se diseña desde cero. Todos traen una historia detrás, con sus caprichos y sus conflictos. En el caso de España, Juan Carlos I comenzó teniendo más poder del que tuvo después, tras la aprobación de la Constitución, y lo usó a favor de una transición a la democracia. No es de extrañar que grupos sociales y políticos claramente republicanos, como partidos de izquierda, liberales o algunos nacionalistas, aceptasen una monarquía que quedaba sin poderes a cambio de facilitar un acuerdo político de consenso para democratizar el país.
Pero la monarquía, además de ser ornamental, sirve de "punto focal". En teoría de juegos, los puntos focales son puntos arbitrarios que sirven para coordinar y facilitar un acuerdo. Por ejemplo, un río, una frontera anterior o un paralelo pueden ser puntos focales en los que se detenga el avance o la retirada y llegar a una posición de estabilidad en un conflicto armado. La elección explícita o tácita de uno de estos puntos focales puede tener menos que ver con la capacidad militar de las partes que con la expectativa compartida de que en ese punto se detendrá el avance. Así, la monarquía puede aceptarse como manera de evitar un conflicto si se espera, con razón o sin ella, que este se produzca en caso de eliminarla. La monarquía puede ser irracional, pero la coordinación que permite -si así lo hace- no tiene por qué serlo.
El tiempo pasa y las condiciones cambian. El rey actual no es el que facilitó la transición y la institución ha quedado tocada tras varios actos cuestionables del rey anterior y la sospecha de otros más. ¿Es el momento de cambiar? En el resto del artículo expondré lo que creo necesario para un debate civilizado. Hablo del debate intelectual, no de la propaganda.
Uno de los problemas de salir del punto focal, hecho statu quo, es que hay varios lugares adonde ir. Estos pueden ser mejores que el actual, pero si falla la coordinación para decidir a cuál, seguiremos sin movernos. Es necesario, por ejemplo, que quien promueva la alternativa defina si esta es una república presidencialista o no. Decidir primero si monarquía o república y postergar la decisión del tipo de república es abrir una fuente de conflicto que va en contra de quienes quieran el cambio.
Hay más conflictos potenciales que deben evitarse en el hipotético cambio de forma de estado y la manera de atraer más ciudadanos a la causa republicana pasa por deshacer expectativas de que ocurran. En Bélgica, la monarquía y el estatus de Bruselas, sirven para evitar la ruptura del país. En España no pasa eso, ya que los nacionalistas no tienen especial apego por la institución. Sin embargo, hay quien puede pensar que, una vez abierto el debate sobre la forma del estado, otros querrán pescar en aguas revueltas para favorecer la secesión de alguna comunidad autónoma.
Algo parecido puede ocurrir en el eje izquierda-derecha. La reivindicación actual de la república está en un sector de la población mayoritariamente de izquierdas y su parte más visible y activa, en la parte más radical. Para algunos de estos sectores, el establecimiento de una república parece ser el primer paso, si no la excusa, para cambios de gran calado en el resto de instituciones y del sistema económico. El conflicto se desharía bastante si el compromiso democrático de todos los partidos implicados en la reivindicación y de sus bases estuviera fuera de toda sospecha.
Así, pues, quien quiera la república deberá minimizar el conflicto que esto pudiera generar, sin negar su parte real: por ejemplo, proponiendo que el cambio se refiera únicamente a la forma de elegir el jefe de estado (se mantienen el resto del estado constitucional y sus símbolos), y que el presidente de la república, además de la representación institucional, tenga competencias mínimas, como la de llamar a formar gobierno de una manera más activa que el jefe de estado actual. No se deberá exagerar el alcance del cambio, como grandes ahorros de presupuesto o virtudes republicanas que de pronto se extenderían por la sociedad. Apelar a la irracionalidad de la monarquía tampoco será una buena estrategia, ese hecho ya está descontado.
Por su parte, quien no quiera el cambio no deberá exagerar el conflicto potencial, ciñéndose al real, y deberá hacer hincapié en que la molestia de hacer el cambio y la posibilidad de ese conflicto no compensan sus beneficios, que son casi solo de índole estética. También deberá aceptar cierta modernización, como el terminar con la inviolabilidad del rey o de la reina, restringir las relaciones que institucionalmente pueda tener la casa real con otras casas reales a aquellas en estados con monarquías parlamentarias, o renunciar a nombrar o reconocer títulos nobiliarios. Un referéndum consultivo para que el sucesor a la corona decida si aceptar el cargo con conocimiento de causa sería aconsejable.
Entonces, ¿es el momento de cambiar o no? Cada cual ponderará lo anterior según sus preferencias y sus expectativas. El lector puede también tener curiosidad y preguntarse cómo lo hace el autor de este artículo. Si la tiene es porque duda y, entonces, mi trabajo está hecho.