Por José Luis Ferreira y Ginés de Rus
Hablar de la España despoblada con rigor involucra muchas variables y muchas interacciones entre ellas. Demasiadas, como para pretender tener un diagnóstico que se pueda resumir en un par de eslóganes con los que hacer campaña. En principio, no hay mayor inconveniente por que una parte del territorio esté despoblado, como lo están grandes áreas en muchos países, territorios gestionados como parques naturales o, simplemente, dejados a la naturaleza. El problema surge si esos territorios no están despoblados por un óptimo uso de los recursos sino por haberse alcanzado un mal equilibrio en la distribución de la población del país.
Piense el lector si los 47 millones de habitantes de España estarían mejor distribuidos en diez aglomeraciones urbanas de 4,7 millones cada una o en 100 de 470 000 habitantes (el mapa muestra la distribución actual, donde cada punto representa aproximadamente 100 000 habitantes). Las primeras podrían ocupar diez lugares localizados en la geografía, mientras que en el segundo modelo podrían distribuirse sin dejar áreas despobladas. Obviamente, no hace falta que toda la población esté en esas ciudades. El punto es que, si hay parte de la población que no vive en ellas, en el segundo caso cualquier pequeño pueblo estará cerca de una urbe importante, mientras que en el primero, solo lo estarán aquellos con suerte de estar cerca de alguna de las pocas, pero grandes, urbes.
Pongamos que todos estamos de acuerdo en que algo parecido al segundo modelo es mejor, ¿es posible que, aun así, el equilibrio no sea ese, sino el primer modelo? ¿Por qué la población no se va trasladando de ciudades demasiado grandes a ciudades medianas si todo el mundo está de acuerdo en que es una mejor situación? Tal vez porque nuestra hipótesis de partida no sea cierta y la gran mayoría de ciudadanos prefiere las ciudades grandes. O tal vez porque los equilibrios dados por las acciones individuales no son óptimos y el mercado de la localización urbana no se dan las condiciones para que el equilibrio sea eficiente, por la presencia de externalidades positivas (economías de escala, efectos spillover, etc.), externalidades negativas (congestión) o bienes con altos costes fijos como las infraestructuras, entre otros. Así, en un país con pocas ciudades grandes, estas podrán estar teniendo un tamaño excesivo por la presencia de costes de congestión. Si las ciudades medianas son demasiado pequeñas, poca gente querría desplazarse a ellas porque todavía están lejos de ofrecer esas economías de escala necesarias que las podría hacer atractivas. Aquí se puede tener una idea de las distintas complicaciones analizadas en los estudios sobre equilibrio y optimalidad en tamaños de ciudades.
Lo anterior es solo un tipo de consideraciones. Hay también costes sociales, que convendría poner en su justa perspectiva: si un pueblo o una comarca ya está abandonada, ¿a quién beneficia su repoblamiento? ¿es necesario para el cuidado del territorio? ¿importa para que no se vacíen los pueblos vecinos? ¿Cuál es la mejor manera de ayudar a una zona con poca población? ¿subvencionar servicios públicos como sanidad y educación? ¿subvencionar alguna actividad económica? ¿construir infraestructura? ¿de qué tipo? ¿a qué coste? ¿dejar que la despoblación siga su curso y concentrar los recursos en facilitar la vida de los que van quedando? Las respuestas variarán según cada caso particular.
En este artículo no pretendemos responder a todas las cuestiones. Simplemente queremos poner el problema en perspectiva y analizar algunas para las cuales los economistas tenemos algo que decir, sin perjuicio de la claridad que puedan aportar otros análisis.
En realidad, la despoblación rural es la otra cara de la concentración urbana, fenómeno ligado al cambio estructural de la economía española con la pérdida de peso de la agricultura, el crecimiento de las ciudades y el aumento del bienestar social. En la actualidad domina en los medios de comunicación y en la política la idea de que la ciudad no es verde ni sostenible y que hay que reequilibrar el territorio. La cuestión es, si vivir en la ciudad es tan poco atractivo y volver al campo tan ventajoso, ¿por qué la gente se empecina en seguir en la ciudad?
La mayoría de los individuos no somos muy distintos con relación al conjunto de elementos que consideramos a la hora de decidir dónde vivir, por eso el precio unitario del suelo es muy sensible a las variaciones de dichos elementos en el espacio. Una vez que todos los ciudadanos de un país han elegido, no habrá un sitio mejor que otro y el equilibrio territorial resultante será aquel en el que nadie quiera moverse del lugar elegido. Los que viven en ciudades grandes tendrán unos ingresos mayores y disfrutarán de mejores opciones educativas, de salud y de ocio y con un abanico más amplio de interacción social; aunque sufrirán atascos, contaminación, ruidos y un precio de la vivienda más elevado. Los que eligen quedarse en zonas rurales tendrán, un coste de la vivienda sensiblemente inferior, aire más limpio y vivienda más espaciosa y de menor coste, aunque en contrapartida el acceso a la salud y la educación serán más limitados, al igual que el ocio y las relaciones sociales y, en el caso de España, el hogar medio rural recibirá un 25 por ciento menos de ingresos que el urbano (Informe Anual 2020. Banco de España).
El 42 por ciento de los municipios españoles están en riesgo de despoblación. Son 3400 municipios donde vive el 2,3 por ciento de la población. La explicación de que algunos sigan aguantando posiblemente se deba a que la movilidad perfecta no existe (entre otras causas, por el envejecimiento o la pérdida de la capacidad de adaptación), a que existen ayudas públicas para los que se quedan, y también por la heterogeneidad en las preferencias.
Las causas de la despoblación de la España interior son precisamente las mismas que explican el crecimiento económico asociado al cambio estructural de la economía y al atractivo creciente de las grandes ciudades. Tanto las economías de aglomeración como la calidad y variedad de servicios suponen una fuerza centrípeta muy potente hacia ellas. Hoy solo el 12,7 por ciento de la superficie de España está poblada (frente al 67,8 en Francia y el 57,2 en Italia), con una concentración superior a la media europea en la superficie habitada. Esta despoblación ha sido intensificada en muchos casos por las políticas públicas. Un caso paradigmático es la inversión en la construcción de las infraestructuras de alta velocidad y su efecto túnel frente al efecto pasillo de las carreteras y trenes regionales.
La pregunta clave es si el grado de concentración actual es excesivo o insuficiente. El hecho de que trabajadores y empresas se concentren sin considerar los perjuicios de los que quedan atrás, junto a otras externalidades negativas en las zonas que se despueblan, como los riesgos de incendio, deterioro del patrimonio cultural o pérdida de biodiversidad; además del aumento de las externalidades negativas en las ciudades, como congestión, contaminación local y ruido, implicaría demasiada aglomeración. Sin embargo, el hecho de que empresas y trabajadores se concentren sin considerar el beneficio adicional que añaden a otras empresas mediante aumentos de productividad y salarios, implicaría que la aglomeración es inferior a la óptima (ver Ottaviano y Puga).
Por tanto, la pregunta de si hay que cambiar la distribución espacial de la población y de la actividad económica, no tiene fácil respuesta porque, por un lado, hay evidencia que sugiere que debería dejarse que las economías de aglomeración siguieran dando sus frutos; mientras que, por otro lado, si el balance de externalidades positivas y negativas es negativo la concentración sería excesiva. Paradójicamente, hay argumentos de sostenibilidad llamativos; como, por ejemplo, el hecho de que vivir en pequeños pueblos en plena naturaleza impone un alto coste medioambiental en energía y basura comparado con la ciudad (ver Eeckhout y Hedtrich). También, las razones de equidad no van en una sola dirección dado que el efecto positivo en el crecimiento económico de las economías de aglomeración beneficia también a los que quedan en las zonas rurales, por ejemplo, por la mayor capacidad de sostener el sistema de pensiones.
Si se concluye que el equilibrio actual no es óptimo y que está justificado forzar un cambio en favor de la vuelta a los pueblos (esta es la política regional europea y la del gobierno) habrá que elegir bien el tipo de intervención pública. Hoy sabemos que muchas de las políticas del pasado, especialmente las de infraestructuras, han contribuido a la concentración y el despoblamiento. Casi todos los autores que han estudiado este fenómeno (véase Collantes y Pinilla y el capítulo cuatro del informe anual del Banco de España) subrayan la heterogeneidad que existe en el grupo de municipios etiquetados como la España despoblada, y apuntan la conveniencia de diseñar políticas que eviten la pérdida de dinamismo de los municipios de mayor tamaño que favorece la despoblación de los pequeños pueblos de su área de influencia. También que hay que evaluar que políticas funcionan y cuáles no. Las causas de la despoblación son diferentes en diferentes lugares y políticas genéricas descontextualizadas simplemente no funcionan.