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Caramelos de regaliz

 

Ayer publicaba la OCDE su Employment Outlook de 2019 con el título “El Futuro del Trabajo”. Aunque tiempo habrá para su análisis, vaya por delante que en el prólogo se dice explícitamente que el futuro del trabajo está en nuestras manos y dependerá, sobre todo, de las Decisiones políticas que se adopten en los distintos países. Estas Decisiones se tienen que escribir con mayúsculas, porque se refieren sin duda al diseño de estrategias de profundo calado. En mi opinión, en España, las decisiones de política económica siguen escribiéndose con minúsculas, que es la caligrafía de las políticas cortoplacistas y dirigidas a parchear la realidad. Los políticos son en parte el reflejo de la sociedad de la que proceden, no conviene llevarse a engaños, aunque en ciertas ocasiones se han visto forzados a estar por encima de los colectivos con los que se identifican. En plena escalada de la deuda pública en España, en un debate en un salón abarrotado de profesores universitarios, me gané muchas malas caras por defender la rebaja y posterior congelación del sueldo de los funcionarios (mi sueldo) articulada por el gobierno de Zapatero. También me pareció adecuada la modificación del artículo 135 de la Constitución o el aumento, dada la coyuntura, de los impuestos implementado por el gobierno de Rajoy tras ganar las elecciones. Curiosamente, estas medidas han sido utilizadas en los recientes debates electorales como armas arrojadizas entre los candidatos, lo que es un claro síntoma de mi nulo porvenir en la política.

Hace dos días publiqué un artículo que hablaba de un temor y una ausencia, la ausencia en el debate político de Decisiones con mayúsculas, y el temor de que la fragmentación política impida llegar a equilibrios que permitan trascender intereses de colectivos particulares y encontrar soluciones a los desafíos estructurales. El argumento del artículo, en el que las ideas, las relaciones sociales y los puentes de conocimiento entre instituciones juegan un papel central, debe mucho a las conversaciones que mantuve con un grupo de amigos de whatsapp[i] durante la tempestuosa Semana Santa valenciana, y a las ideas que a través del mismo intercambiamos una ex ejecutiva de la City trabajando actualmente en una consultora después de pasar por un organismo de regulación del Reino Unido, una alta funcionaria de la administración pública española expatriada, un trabajador de una gran empresa con dos másteres de prestigio en economía, y dos profesores universitarios. De esta especie de ensayo en una probeta surgió el artículo que publicó El Mundo y que a continuación, con pequeñas variaciones, reproduzco.

Este blog ha dedicado recientemente una serie de tres entradas a enumerar muchos de los asuntos económicos en los que, o queda mucho margen de mejora, o simplemente caminamos en la dirección contraria (aquí, aquí y aquí). El futuro gobierno que salga de las urnas haría muy bien en tomar nota. Sin embargo, aunque la omisión de problemas evidentes puede resultar irritante, lo verdaderamente alarmante del debate político es la ausencia de la elaboración de un diseño de sociedad, soflamas al margen.

Somos una sociedad desarrollada que ha conseguido desde el final de la dictadura importantes avances en lo económico y en lo social. No obstante, nada nos asegura que en el futuro seamos capaces de mantener nuestros niveles de bienestar y mucho menos de aumentarlos siguiendo la senda de los países más avanzados. Por eso, el diseño para una sociedad próspera ha de empezar por reconocer lo evidente: estamos inmersos en un proceso de profundos cambios tecnológicos, cambios que probablemente se acentuarán en los próximos años. El avance y desarrollo de la digitalización, la inteligencia artificial o la robótica en el contexto de una economía globalizada va a tener un importante impacto en la organización de los procesos de generación y distribución de la producción, con implicaciones innegables en el mercado de factores y en la distribución primaria de la renta.

En el mercado de trabajo todo apunta a que nos dirigimos a sociedades donde predominará un doble equilibrio. En el equilibrio más elevado, los trabajadores desempeñan tareas bien remuneradas en procesos productivos de alto valor añadido. En el equilibrio inferior, las personas se ocupan de tareas para las que no se requiere una elevada cualificación, percibiendo un salario mucho más bajo. Ente los dos equilibrios tendremos máquinas realizando tareas automatizadas. De lo preparada que esté una sociedad para afrontar los nuevos retos, y de cómo se gestione por parte del sector público el futuro marco normativo y regulatorio dependerá nuestra orientación como sociedad hacia trabajos con alto valor añadido, y nuestro bienestar futuro.

Es fundamental garantizar un sistema educativo eficaz en la transmisión de la formación necesaria para desempeñar las nuevas tareas, lo suficientemente flexible para descubrir lo antes posibles las nuevas necesidades formativas. Pero una población mejor formada no será suficiente si su potencial se ve cercenado por un sector público rígido e inoperante, tanto en su labor de lubricación normativa para aprovechar las indudables ventajas de los cambios tecnológicos, como en su tarea de redistribución de la renta hacia los más vulnerables. Esto requiere cambios importantes en el funcionamiento de la administración pública, que han de comenzar por facilitar el acceso del talento a la función pública. Una administración pública más profesional mejora el valor del propio sector público, facilitando la disposición de los agentes económicos a transferir parte de su renta para compensar a los inevitables perdedores que la transformación tecnológica va a originar.

La transición hacia una sociedad más próspera requiere de un nuevo contrato social que potencie lo que favorece la convergencia al equilibrio de alto valor añadido, y se desprenda de los aspectos que lastran su adaptación. El núcleo vertebrador del nuevo acuerdo tendría como objetivo conseguir la máxima exposición de los agentes sociales (en el sentido más sociológico del término) a las ideas y al talento. En España, como en otros países, existe mucho talento, pero por desgracia nos empeñamos en aislarlo o condenarlo al destierro. Hay talento languideciendo en pequeñas empresas familiares, acomodándose en universidades que ocupan puestos retrasados en los rankings, o adaptándose a los ritmos funcionariales de la administración pública. Nuestro diseño actual de sociedad condena a que sus ideas permanezcan en compartimentos estanco, en lugar de permitir su difusión.

Investigaciones recientes demuestran que las conexiones sociales, por su capacidad para difundir ideas, son un motor fundamental de la creatividad y la generación de nuevas ideas, que impulsan el desarrollo individual y social. Durante ochenta años la Universidad de Harvard, a través del Harvard Study of Adult Development, ha seguido a un grupo de más de 700 personas para descubrir que las relaciones sociales se encuentran entre los factores más importantes de la felicidad y salud mental. Esta evidencia a nivel individual también es cierta para las sociedades. A nivel institucional la producción de ideas tiene economías de escala. Las empresas más grandes son más productivas que las pequeñas en parte porque de las relaciones personales en su seno fluyen nuevas ideas con capacidad de generar muchas más ideas. También las mejores universidades les dan una importancia fundamental al networking a través, por ejemplo, de sus programas de seminarios o visitas. El nuevo contrato social debería empezar por sacar a nuestras instituciones del limbo autárquico en el que se encuentran. Esto requiere empezar a construir puentes institucionales de alta velocidad para facilitar la transición del capital humano entre el sector público, el privado y el educativo.

La construcción de estos puentes del conocimiento es incompatible con algunos aspectos clave de la estructura operacional actual del sistema educativo y de la administración pública como: el acceso dominante a la función pública por medio de las oposiciones; el estrecho rango salarial en el sector público; el sistema de gobernanza actual de las universidades; la ausencia de autonomía en centros educativos y departamentos de la administración del estado; los obstáculos a la reversibilidad del talento del sector público al privado; o el desprecio a la rendición de cuentas. Cambiar estos aspectos es factible, especialmente si se hace de un modo progresivo.

Los puentes institucionales del conocimiento se deberían sustentar sobre pilares sólidos a partir de la evaluación continua tanto de las políticas públicas, como del desempeño del sistema educativo. La revolución tecnológica presente tiene también una vertiente que afecta a la capacidad de las sociedades actuales de generar ingentes cantidades de información y tratarlas de modo adecuado para evaluar con gran rapidez y detalle aspectos concretos del funcionamiento del sector público. Esta es la base de proyectos como OPAL en el que participan el MIT y otras instituciones.

La fragmentación política es tal vez el principal obstáculo al diseño pactado de una estrategia como la descrita. Los partidos populistas son grandes enemigos de la creación de puentes de conocimiento. El populismo se nutre del temor de las sociedades a situaciones cambiantes, incluyendo los grandes cambios tecnológicos y organizativos. Su respuesta es siempre la misma: blindar el statu quo a ciertos colectivos de potenciales amenazas a su posición de partida. Justo lo contrario al dinamismo en la movilidad de las personas y sus ideas que incentivaría el progreso. La prevención del progreso les garantiza a su vez ampliar su masa de potenciales votantes de entre la población de desilusionados. Siempre existirá un culpable lejos de su entorno sobre el que hacer recaer la responsabilidad. Es más, los partidos populistas empujan la frontera del populismo, forzando de este modo la asunción de parte de sus propuestas tanto por los partidos más tradicionales como por otros nuevos que nacieron para actuar de contrapeso a la deriva populista. Propuestas contrarias al progreso, cuando no disparatadas, adquieren de este modo por consenso político ante la opinión pública el marchamo de irreprochables.

Nada garantiza que el resultado de un sistema de elección basado en la decisión individual conduzca a un óptimo para el conjunto de la sociedad. Y este hecho es todavía más cierto cuando se valora el resultado de dicha elección teniendo en cuenta otros escenarios posibles desde la perspectiva del paso del tiempo. Por eso resulta tan frustrante la constatación de que nuestros políticos, lejos de establecer las condiciones necesarias para abordar los retos fundamentales a los que nos enfrentamos, sigan vendiéndonos, como solución a nuestros males, caramelos de regaliz de distintos colores.

[i] Mi agradecimiento al grupo de whatsapp “Enjoy 19's Red Tuna, Sraffa"