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¿Por qué los juristas no entienden a los economistas (y viceversa)?

Los pasados 17 y 18 de noviembre se celebraron en Las Palmas de Gran Canaria las XIV Jornadas Nacionales de Defensa de la Competencia, un evento anual que reúne a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) con representantes de los organismos y servicios autonómicos encargados de la defensa y la promoción de la misma. El objetivo habitual de estas jornadas es unificar criterios, analizar novedades y/o exponer temas de interés para todos los participantes, básicamente los profesionales del derecho y la economía, así como algunas asociaciones empresariales y profesionales. En el programa de este año, centrado en el lema “Nuevas perspectivas sobre la competencia”, se presentaron interesantes ponencias relacionadas con la contratación pública, las restricciones verticales, las nuevas tecnologías aplicadas a la detección de conductas anticompetitivas, o el papel del género en la formación y el mantenimiento de acuerdos colusivos.

Análisis económico vs. análisis jurídico en los casos de competencia

Por mi parte, tuve la oportunidad de participar en una mesa de debate sobre el análisis económico y jurídico de los casos de competencia, donde expuse algunas de las ideas que dan lugar a esta entrada. Vaya por delante que no soy jurista ni experto en análisis económico del derecho, por lo que mi reflexión debe verse únicamente como la de un economista que, a lo largo de los últimos años, ha tenido la oportunidad de participar como perito judicial en casi un centenar de procedimientos en toda España, haciendo frente a todo tipo de preguntas de jueces y abogados y leyendo – no sin cierto asombro en ocasiones – numerosas sentencias donde la conexión entre la economía y el derecho no siempre sale bien parada.

Para motivar esta discrepancia no hace falta realizar una búsqueda muy exhaustiva en la hemeroteca. Hace menos de un mes, por ejemplo, la Audiencia Nacional suspendió multas por importe de 61 millones de euros impuestas por la CNMC a los participantes en el denominado “cártel de conservación de carreteras”. No es el único caso (véase otro ejemplo aquí), aunque es cierto que a veces es mayor el revuelo mediático que la importancia real de estas diferencias: en ocasiones solo se suspenden cautelarmente las decisiones y otras veces únicamente se corrige la cuantía de la sanción. De hecho, tanto la Audiencia Nacional, como los recursos de casación que llegan al Tribunal Supremo se resuelven mayoritariamente a favor de la CNMC, como se ilustra en la figura. Por tanto, parece que no es tan importante calcular el número de casos en los que las interpretaciones jurídicas y económicas difieren sustancialmente como intentar identificar el porqué de esas diferencias.

Una obviedad: el derecho y la economía son disciplinas muy distintas

Una primera razón que explica la distancia entre ambos enfoques es que (ante un mismo caso de competencia) ambos persiguen objetivos distintos. Frente a un cártel o un abuso de posición de dominio, el análisis económico se hace preguntas relacionadas con la asignación de los recursos, mientras que el jurídico se centra en valorar si se han respetado las reglas. Para un economista, el problema es entender cómo ha funcionado el mercado, qué excedentes se han generado (incluyendo saber si podrían haber sido mayores o no) y, en última instancia, explicar cómo se han repartido.

Para un jurista, el mismo problema comienza con la caracterización de la conducta en términos de la Ley 15/2007 o del artículo 101 del TFUE, por ejemplo. Normalmente esto está motivado porque el reparto de los excedentes de alguna transacción ha dejado descontento a alguien (consumidores, competidores o a la sociedad en su conjunto, representada de oficio por los organismos de defensa de la competencia). Por tanto, el análisis económico y el jurídico parecen comenzar desde dos extremos opuestos. Eso en principio no debería ser problemático siempre y cuando se recorra el mismo camino, porque en algún momento ambos se encontrarían.

Sin embargo, en ocasiones esos caminos nunca llegan a cruzarse. Esto suele ocurrir cuando economistas y juristas no reconocemos que los planteamientos de cada disciplina son – y deben serlo de forma natural – distintos. Por ejemplo, para un economista el concepto de competencia perfecta es una mera una referencia que difícilmente tiene existencia real más allá de los libros de texto. Para un jurista esta ficción resulta poco asumible por principio, ya que si una norma prohíbe “...todo acuerdo (…), que tenga por objeto, produzca o pueda producir el efecto de impedir, restringir o falsear la competencia” entonces este último se convierte en un concepto con realidad jurídica propia cuya definición puede ser crucial a la hora de pronunciarse sobre el problema analizado. Esta distinta percepción del fondo de los asuntos requiere de cierto grado de compromiso consciente entre el análisis económico y el jurídico para evitar que se puedan generar barreras insalvables entre ambas disciplinas.

Una tercera diferencia radica sin duda en la diferente forma de argumentar y presentar la realidad. A la mayoría de los economistas nos importan poco los antecedentes y somos relativamente irrespetuosos con los estudios y trabajos de colegas anteriores. Nuestro análisis de un problema tiende a centrarse en los datos actuales de dicha cuestión y, a ser posible, a expresarlo en términos matemáticos o estadísticos. En el análisis jurídico, sin embargo, no solo es relevante la norma legal como fuente, sino que también la jurisprudencia, la costumbre y los principios generales del derecho influyen al estudiar cualquier caso, lo que refleja una mayor querencia por el pasado que la que muestran los economistas. Obviamente, esto no es necesariamente malo: mientras que la economía tiende a aportar soluciones más creativas, el derecho debe garantizar a sus usuarios un mayor grado de predictibilidad y seguridad jurídica. Está en la naturaleza de cada disciplina.

Un ejemplo: las reclamaciones de daños en el cártel de los camiones

Para terminar esta entrada, me gustaría ilustrar algunas de estas reflexiones con un caso práctico relacionado con el denominado “cártel de los fabricantes de camiones”, sancionado por una resolución de la Comisión Europea de 2016, la cual declaró probada la existencia de una conducta contraria a la competencia consistente en intercambios de información sobre los precios de catálogo de los camiones medios y pesados en varios países de la Unión Europea. A las empresas participantes (con excepción de las que se beneficiaron del programa de clemencia) se les impuso multas por importe superior a los 3.000 millones de euros.

La cuestión sobre la que quiero plantear el ejemplo de las diferencias entre el análisis jurídico y el económico se refiere a la llamada “Directiva de Daños” (Directiva 2014/104/EU), que permite que cualquier afectado por una conducta anticompetitiva pueda reclamar los daños asociados a la misma, imponiéndosele la carga de la prueba de la existencia de tal daño, aunque estableciendo la salvaguarda de que “(…) cuando se considere excesivamente difícil cuantificar los daños y perjuicios en función de las pruebas disponibles, los tribunales tendrán la facultad de estimar el importe de la reclamación”.

Se trata de un caso muy relevante no solo por el número de demandas presentadas (más de 5.000 en toda España, referidas a casi 200.000 camiones) sino por sus repercusiones sobre otros cárteles (como el de los fabricantes de automóviles, sancionado más recientemente por la CNMC). Su planteamiento, en principio, es relativamente sencillo: se trata de estimar cuál ha sido el daño causado por la conducta de los fabricantes de camiones y determinar la compensación que, en justicia, corresponde a los afectados. Para ello, como es lógico, se requiere la participación tanto de economistas como de juristas.

En 2013, la Comisión Europea presentó una Guía Práctica y un conjunto de directrices para los órganos nacionales (de hecho, la CNMC ha sometido recientemente a consulta pública su propia guía), estableciendo algunos principios dirigidos a lograr una mayor conexión entre el análisis económico y el jurídico. Entre dichos principios, destaca en primer lugar la idea de que se presume que la conducta siempre ha ocasionado daños, si bien la cuantía de los mismos debe valorarse caso por caso y se admite la posibilidad de “prueba en contrario”. Esto obliga – al menos a los economistas de cada parte – a cuantificar explícitamente tales daños: no es suficiente con hacer una revisión de la literatura o un meta-análisis, sino que se recomienda el uso de datos contables, de modelos de simulación, o de métodos comparativos.

Estos últimos son los más utilizados en la práctica pericial debido a que permiten identificar mejor las relaciones causa-efecto y el papel de otras covariables. En ellos se compara lo que ha sucedido en el mercado (de camiones) con otro similar en el mismo momento del tiempo (método sincrónico), o lo que ha sucedido solo en el mercado de camiones a lo largo del tiempo (método diacrónico) o bien se hace una comparación en ambas dimensiones (a través de diferencias en diferencias u otras metodologías de estimación causal). La Guía Práctica apuesta de manera explícita por el uso de técnicas econométricas y por el rigor y la representatividad de los datos utilizados, ofreciendo criterios relativamente claros de cuándo un informe económico resulta suficiente o insuficiente para estimar el daño.

Conclusión: los juristas y los economistas no nos entendemos

A pesar de lo anterior, lo cierto es que la gran mayoría de las sentencias conocidas hasta ahora muestran que los jueces “no se creen” las estimaciones económicas. En algunas de ellas se leen literalmente expresiones del tipo “es un galimatías numérico” o “el conjunto de fórmulas que aplica el perito no se entiende”, o incluso “el informe no es concluyente porque la estimación tiene un margen de error de un 5%” (sic).

Como mera ilustración, en una muestra de 1175 sentencias sobre este caso dictadas a lo largo de 2021 y 2022, tanto en primera como en segunda instancia (todavía no se ha pronunciado el Tribunal Supremo) observamos que en muy pocas de ellas se da totalmente la razón a la parte demandante (casi un 20% de los casos) o a la parte demandada (menos de un 5%, incluyendo las desestimaciones por razones legales) con respecto a las relativas cuantías solicitadas por estas. En más del 75% de las sentencias se recurre a la estimación judicial del daño, optándose generalmente por conceder al demandante entre un 5% y un 10% del precio de compra del camión (que normalmente suele ser menos de lo que se pide).

Como resultado, y tal como muestra la figura, se está generando (dependiendo de la jurisdicción) una elevada variabilidad de las indemnizaciones resultantes con respecto a una conducta anticompetitiva que, esencialmente, ha sido la misma en toda España. Esto no solo genera dudas sobre la equidad y la eficiencia de los resultados finales de estos casos sino que nos sigue haciendo pensar, con respecto a juristas y economistas, que unos son de Venus y otros de Marte. Aunque podamos argumentar que este es solo un ejemplo particular, muchas de sus conclusiones se aplican a otros problemas de competencia y por esta razón la distancia que separa a ambas disciplinas sigue siendo, todavía, interplanetaria.