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El “fracaso” de la alta velocidad ferroviaria en el Reino Unido

Si hay algo que para muchos españoles constituye motivo de orgullo y satisfacción es – además de los logros deportivos – nuestra red de alta velocidad ferroviaria, uno de los temas que este blog suele abordar con cierta frecuencia (véase aquí, aquí, o aquí, por poner sólo tres ejemplos). De acuerdo con datos internacionales comparables (UIC), somos el segundo país del mundo (después de China) en kilómetros de infraestructura construida y la relación calidad/precio de nuestros servicios – recientemente liberalizados – no tiene nada que envidiar (y hay quien opina que son incluso mejores) a los ofertados en otros lugares de Europa. Si bien nuestros indicadores de densidad y uso no son tan brillantes (como muestra el cuadro adjunto), no deja de llamarnos la atención que países como el Reino Unido, pionero históricamente en el desarrollo del transporte ferroviario y con un PIB per cápita muy superior al español, no quiera seguir nuestro ejemplo y prefiera no apostar por la tecnología de la alta velocidad, tal como ha aceptado recientemente su gobierno en respuesta a una creciente opinión pública desfavorable al mismo.

HS2: tocado y hundido.

Tras la primera y exitosa conexión entre Londres y el Eurotúnel inaugurada en 2007 (HS1), los antecedentes del segundo proyecto ferroviario británico de alta velocidad (imaginativamente denominado HS2) se remontan a mediados de 2010, cuando fue presentado como una infraestructura de referencia para Europa, basada en cuidadosos parámetros de sostenibilidad medioambiental y con la capacidad de conectar y equilibrar (“level up”) definitivamente el norte de Inglaterra con el sureste del país, donde se acumulaba (y continúa haciéndolo) casi la mitad de la actividad económica del Reino Unido. Como se muestra en el mapa, la nueva red tendría una longitud aproximada de 250 millas (400 kilómetros) y conectaría Londres con ciudades tan importantes como Birmingham (siendo esta la única fase que actualmente se prevé concluir, a finales de 2025), Manchester (cancelada) o Leeds (cancelada).

El mapa actual del proyecto HS2 en Inglaterra

Fuente: hs2.org.uk

Según el gobierno británico, el HS2 transportaría aproximadamente unos 100 millones de pasajeros al año (lo que supone más tráfico que todos los servicios interurbanos actuales), mayoritariamente procedentes de la carretera y del tren convencional, generando casi 100.000 empleos directos e indirectos en las regiones del centro y norte del país, además de notables ingresos para el operador y ahorros de tiempo para los usuarios. Por ejemplo, entre Londres y Birmingham el precio medio del billete sería de unas 54 libras (un 40% más caro que la actual tarifa en tren convencional), pero el tiempo de viaje disminuiría de 81 a 45 minutos. Estas estimaciones de beneficios han sido posteriormente cuestionadas por estudios independientes, algunos de los cuales reducen la demanda total al menos un 25% y subrayan especialmente el conocido “efecto-túnel” que la alta velocidad genera entre las grandes ciudades de origen y destino, en perjuicio de las zonas intermedias (Vickerman, 1997).

Desde el punto de vista de los costes de construcción, el presupuesto inicial del HS2 se estimó (probablemente de forma optimista) en 33.000 millones de libras (unos 38.150 millones de euros); pero este importe se habría triplicado hasta casi los 98.000 millones de libras (113.278 millones de euros) en 2023, a pesar de las modificaciones y sucesivas cancelaciones de los distintos ramales. Con estos números, el proyecto se convertiría en uno de los que tendría mayor coste por kilómetro en todo el mundo, con cifras más de tres veces superiores a las de obras recientes en España.

Además de a la inflación, gran parte del incremento de costes se atribuye a la burocracia, a una gestión complaciente y a la existencia de unas normas de planificación territorial tremendamente garantistas que otorgan gran poder a la potencial oposición por parte de individuos y comunidades durante el proceso de expropiación de terrenos y el diseño de los trazados. El fenómeno conocido como NIMBY (‘Not in my back yard’) tiene gran fuerza en las normas consuetudinarias del Reino Unido, donde las autoridades locales controlan estrictamente dónde y cómo se construye dentro de su jurisdicción. (Por cierto, el lector interesado, puede encontrar un análisis económico-institucional de este conflicto aquí o aquí). El sistema electoral británico, basado en más de 600 circunscripciones uninominales tampoco favorece lograr apoyos en aquellas zonas que simplemente “ven pasar el tren” pero no se benefician de sus efectos de mejora de accesibilidad.

Los costes de oportunidad y la evaluación económica

Aunque no siempre resulta una tarea fácil, cuantificar todos los costes y beneficios de un gran proyecto de infraestructura de estas características constituye una de las labores técnicas más importantes de nuestra profesión, por lo que no puede dejarse exclusivamente en manos de ingenieros o políticos. En la literatura económica existen numerosos estudios sobre esta cuestión, como el realizado por Campos et al. (2009) comparando más de 160 proyectos en todo el mundo, donde se identificaban las principales fuentes de variabilidad que explican las diferencias observadas en beneficios y costes sociales y los factores que podían hacer divergir los valores planeados de los realizados. Más recientemente, en un informe publicado por la Fundación BBVA en 2012 se estudiaban con mayor detalle los costes de construir y operar una línea de alta velocidad (desagregando sus distintos componentes), se analizaban los costes externos del ferrocarril y se identificaban los elementos del coste generalizado (tarifas y tiempo) que ayudaban a predecir la demanda. Muchos de estos valores fueron actualizados en el más reciente aún (2020) informe realizado por la AIReF sobre infraestructuras de transporte.

En todo caso, tal como se ha abogado abundantemente en este blog (véase aquí, aquí o aquí, por ejemplo), la cuestión fundamental a la hora de tomar decisiones de este calado no se debería limitar a cuantificar los costes y beneficios de un proyecto, sino a analizar su impacto en términos de eficiencia y equidad. Esto nos debe llevar a preguntarnos cuál es el coste de oportunidad de la inversión (identificando si existen mejores usos alternativos) y cómo se distribuyen las ganancias y las pérdidas (tanto entre grupos sociales, como entre territorios o generaciones presentes y futuras), siendo la sociedad en su conjunto la que debe responder a estas cuestiones.

Es muy posible que el caso del HS2 haya sido una víctima del elevado grado de transparencia que caracteriza la evaluación de los proyectos en el Reino Unido (véase al respecto este post), un país acostumbrado a que los estudios e informes preliminares relativos a sus políticas públicas (así como los datos en los que se sustentan) estén abiertos al escrutinio público (al contrario de lo que sucede en otras latitudes más cercanas). O tal vez la sociedad británica es lo suficientemente madura para comprender que hay determinados proyectos cuyos costes son excesivos en comparación con los beneficios que aportan, o que hay formas más eficientes y más justas de lograr resultados similares con inversiones alternativas. Por esta razón, y por mucho que nos sorprenda, a lo mejor no deberíamos considerar como un “fracaso” la decisión británica de no apostar por la alta velocidad.