No se asusten (como el pobre Castor de la imagen), hasta donde yo sé, Jean Tirole no tiene acciones de ACS, no asesoró al ministerio de industria y no tiene ninguna responsabilidad en este drama. Y digo drama porque el viernes pasado se confirmo el pago de 1350 millones a ACS, cantidad que pagaremos en 30 años en cómodos plazos de 100 millones anuales (un tipo de interés del 4,2% que no parece a priori una ganga), e incrementará nuestros costes energéticos haciéndonos “marginalmente” menos competitivos. Pero volvamos a Tirole, no sólo no tiene responsabilidad en la gestión del proyecto Castor, más bien al contrario, en este post mostraremos que si las lecciones de Tirole se hubieran tenido en cuenta, estas pérdidas no se hubieran producido, o en cualquier caso se hubieran aminorado.
Jean Tirole recibió el premio Nobel de Economía por su contribución a la teoría de la regulación y al análisis del poder de mercado (elemento clave para la política de la defensa de la competencia). Pero la investigación de Tirole es mucho más amplia. Yo la resumiría diciendo que Tirole entendió (y modelizó) mejor que nadie los incentivos que determinan el comportamiento de individuos, empresas y organizaciones, y con ello, nos ayudó a diseñar mejores contratos e instituciones. Los problemas de incentivos son el centro de la teoría económica moderna, y de hecho las aportaciones de Tirole se produjeron en campos muy lejanos a la Economía Industrial, de la Corrupción, del Comportamiento, la Competencia Bancaría, la Economía Laboral, las Finanzas Corporativas, etc… en este post nos centraremos en su contribución a las Finanzas Corporativas, en particular en un artículo que escribió con Holmstrom (otro potencial aspirante a Nobel) en 1997 y que sirvió de base para su libro de texto sobre Finanzas Corporativas.
El problema básico que analiza Holmstrom y Tirole (1997) es el siguiente: un emprendedor tiene una idea de negocio, y para llevarla a cabo necesita un inversor. El problema es que sólo el emprendedor conoce la calidad del proyecto, la probabilidad de que el proyecto dé beneficios y la probabilidad complementaria de que no existan ingresos y la inversión se pierda. Holmstrom y Tirole demuestran que la forma de resolver este problema de selección adversa es que el emprendedor adquiera un mínimo de participación en la empresa que se cree. Si no tiene recursos para cofinanciar el proyecto hasta ese nivel límite, el inversor no confiará en él, y el proyecto no se llevará a cabo. Es una idea muy sencilla, la única forma que tiene el emprendedor de convencer al inversor de la calidad del proyecto es compartiendo el riesgo con él. Por lo tanto, por buenas que sean las ideas, si los emprendedores tienen problemas de liquidez y no pueden cofinanciar sus proyectos, estos no se llevarán a cabo. Si además la probabilidad de éxito del proyecto de inversión depende del esfuerzo del emprendedor, la necesidad de dar incentivos al emprendedor aumenta y hace que el riesgo que este tendría que compartir sea aún mayor.
El proyecto Castor consistía en la construcción de un almacén subterráneo y submarino de gas natural que hubiera sido el más grande de España. Este proyecto se ajusta bastante al modelo de emprendedor-inversor que acabamos de describir. La necesidad del almacén se justificaba por el riesgo de suministro de gas dado que las redes no están perfectamente interconectadas y el gas se importa casi en su totalidad de áreas de cierta inestabilidad política/económica. España disponía de dos grandes depósitos de gas en Bermeo y Jaca, pero tenía menor capacidad de almacenamiento que otros países de la OCDE. Por ello, el gobierno español (inversor) se había marcado como objetivo aumentar su capacidad estratégica para almacenar gas. No soy un experto en este mercado pero tengo dudas sobre la conveniencia de la inversión en el momento que se hizo. El objetivo de aumentar nuestra capacidad de almacenamiento se fijó en los años 90, en los que las centrales de gas de ciclo combinado eran la base y el futuro de nuestro sistema eléctrico. Sin embargo, a día de hoy, el peso del gas en el pool de las fuentes de energía de nuestro sistema eléctrico es cada vez menor y existe una gran sobrecapacidad de generación de centrales de gas de ciclo combinado. Además se podría haber optado por aumentar la conectividad de las redes (conectar con los gaseoductos del norte) o confiar en la iniciativa privada que puede almacenar el gas de forma licuada a menor escala, almacenar gas puede ser un buen negocio porque permite hacer arbitraje en un mercado en el que los precios son muy volátiles. En todo caso, no es el objetivo de este post cuestionar la necesidad de un almacén de estas dimensiones. Concedamos que si el proyecto hubiera funcionado, los 1350 millones hubieran estado bien invertidos. El problema era el coste asociado al riesgo del proyecto Castor.
Sin conocer la intrahistoria de cómo se fraguó el proyecto, es muy probable que la empresa que se hizo cargo del mismo, Escal UGS, jugará el papel de emprendedor. Primero, como es común en otros muchos sectores y en especial en las obras públicas, “apoyando” la necesidad de realizar la inversión. Pero fundamentalmente en este proyecto de tanta complejidad, transmitiendo a la Administración que el proyecto era tecnológicamente factible. El proyecto Castor consistía en inyectar gas en la estructura geológica del antiguo yacimiento petrolífero de Amposta. Dada la complejidad de la operación, es razonable suponer que a pesar de los informes de impacto ambiental que se pudieran requerir, era la empresa y no el gobierno la que tenía la mejor información sobre el riesgo real del proyecto. Dada esta situación, ¿Cuál debiera haber sido el contrato que debía haber firmado el gobierno con la empresa adjudicataria?
En honor a Tirole, utilizaremos una versión muy simplificada de su modelo para responder a la pregunta. Supongamos que en el proyecto Castor había una probabilidad α de que el proyecto tuviera éxito y en ese caso la Administración y la empresa obtuvieran unos beneficios respectivos de πa y πe (netos de costes). Con probabilidad (1-α) por el contrario, el proyecto fallaba y los costes del mismo c no se recuperaban. Por lo tanto, el proyecto solo debía realizarse si α (πa+πe)-(1- α)c > 0 o lo que es lo mismo, sólo será eficiente realizar el proyecto si la probabilidad de éxito α era mayor que un cierto valor critico, αa* = c/(πa+πe+c).
Tal como hemos dicho con anterioridad, el problema es que es la empresa conoce mejor que la Administración α. Los incentivos de la empresa dependen del contrato que le ofrezca la administración. Pensemos que la Administración le ofrece a la empresa, quedarse con sus beneficios en caso de éxito πe (estos beneficios pueden ser un pago garantizado por la infraestructura, o los beneficios derivados de su explotación privada a terceros), y asumir un porcentaje β de los costes en caso de fracaso. Dado este contrato, la empresa estará dispuesta a realizar el proyecto solo si απe-(1- α)βc > 0 o lo que es lo mismo, solo estará dispuesta a participar si la probabilidad de éxito α es mayor que un cierto valor critico, αe* = βc /(βc +πe). Este valor crítico crece con β, y cuando β*= πe/(πa+πe) los incentivos de la empresa coinciden completamente con los de la Administración. En otras palabras, aunque la Administración no tenga información sobre los beneficios esperados del proyecto, si el contrato de concesión reparte de forma suficiente el riesgo entre las partes, el proyecto sólo se hará cuando es eficiente hacerlo.
Por desgracia, en el caso del proyecto Castor, era la Administración la que soportaba todo el riesgo β=0, lo que implicaba que la empresa independientemente de la información que tuviera sobre la viabilidad del proyecto, se mostraría dispuesta a llevarlo a cabo. En todo este análisis hemos ignorado que la probabilidad de éxito podía depender de alguna forma del esfuerzo de la empresa. De ser así, la necesidad de repartir riesgos sería aún mayor, y las consecuencias de no haberlo hecho es haberle dado a la empresa unos pésimos incentivos a tomar todas las precauciones adecuadas. No queremos decir que empresa no tenga ningún incentivo, si se demostrase que ha sido negligente tendría que asumir multas e indemnizaciones importantes. Pero los incentivos hubieran sido aún mayores si hubiera habido un reparto eficiente de los riesgos.
Nuestro argumento conecta el proyecto Castor con las autovías quebradas de la comunidad de Madrid, y otros desastres parecidos. Cuando se socializan las pérdidas, y las empresas no asumen riesgos, no tienen incentivos a discriminar entre los proyectos y se convierten en peligrosos emprendedores de elefantes blancos (proyectos con un valor social negativo).
Este post me ha dado la excusa de hablar de Jean Tirole y querría terminar con él. Llego tarde para explicar la importancia de sus contribuciones y defender que sin duda es de los premios nobel más merecidos e incontrovertibles de los últimos años. Me gustaría hablar sin embargo brevemente de la persona que está detrás del premio nobel. Conocí a Tirole en 1998, porque pasé un año de postdoc en su departamento del IDEI (Toulouse) y muchos años después le invite a impartir la lección inagural de la Universitat Pompeu Fabra. Por eso puedo decir de primera mano que Tirole es un científico increiblemente humilde, trabajador y accesible, un ejemplo para todos.
Financial Intermediation, Loanable Funds and the Real Sector Bengt Holmstrom and Jean Tirole, 1997, Quarterly Journal of Economics, 112 (3): 663-691.