En la primera parte de esta entrada discutía como la contaminación en Madrid es un problema de Salud Pública que ha sido ignorado por las autoridades hasta ahora. De hecho, las pocas actuaciones que se han llevado a cabo han sido siempre operaciones de maquillaje impulsadas por la amenaza de multas por parte de la Unión Europea.
¿Qué se puede hacer para reducir la contaminación? Las siguientes son algunas de las políticas más habituales:
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Reducir la velocidad en las autopistas de circunvalación. Esta medida es relativamente barata y tal y como evaluábamos en una entrada anterior acerca de la reducción de velocidad en Barcelona a 80kms/h puede ser relativamente eficaz.
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Restringir el tráfico con criterios como los coches de matrícula par o impar. Puede ser una solución puntual a situaciones excepcionales de contaminación y, además, permite aumentar la concienciación de la sociedad sobre este problema. Sin embargo, no puede ser una solución estructural por varios motivos. Primero, porque a diferencia de los peajes que menciono más adelante, no restringe el tráfico en función de la necesidad sino por un criterio “arbitrario”. Segundo, porque a pesar de lo que algunos afirman, no es algo “justo”. Por motivos puramente probabilísticos, el 50% de las familias con dos coches tienen uno con matrícula par y otra impar. En la medida en que mayor renta está asociada a un mayor número de vehículos, es fácil ver que los hogares con mayores ingresos son los que menos perjudicados saldrán por la medida. Tercero, porque como siempre, los ciudadanos se adaptan y si este protocolo se convirtiera en algo habitual, anuncios como “Vendo Opel Corsa en perfecto estado, matrícula impar” proliferarían.
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Crear áreas de prioridad residencial. Esta política que ha sido habitual en Madrid no tiene un impacto significativo, al menos en la escala que se ha llevado a cabo. Los datos de las áreas implementadas hasta ahora (escribiré sobre ello en otra ocasión) muestran que su efecto principal ha sido el de mover la contaminación a zonas adyacentes, perjudicando a sus residentes. Convertir todo el centro de Madrid en área de prioridad residencial evidentemente eliminaría el problema de la contaminación en el centro de la ciudad pero implicaría básicamente prohibir el tráfico.
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Peajes por entrar en la ciudad. Esta intervención, favorecida por la mayor parte de los economistas es una de las que tiene más recorrido para reducir la contaminación y ha sido implementada en muchas ciudades con éxito. Como discutí en su momento, la evaluación de su uso en ciudades como Milán indica que es eficaz y, por supuesto, tiene un efecto positivo sobre las arcas públicas (ver también esta entrada de Josep Pijoan). Los datos también muestran que los ciudadanos se ajustan al nuevo escenario a un coste mucho más bajo del que anticipaban.
Una ventaja adicional de los peajes respecto a otras medidas más populares, como restringir la entrada de manera más o menos arbitraria como el número de la matrícula, es que evita la necesidad de hacer excepciones. Como se vio en diciembre muchos colectivos solicitarán una excepción basada en que su trabajo requiere el uso del coche: furgonetas de reparto, camiones, autobuses escolares, autobuses turísticos, coches de alquiler con conductor, comerciales, fontaneros, electricistas, empresas de obras, etc. Un peaje basado en la contaminación del vehículo es un coste transparente que permite que todos los colectivos puedan seguir trabajando y, a la vez, incorporen en sus decisiones de compra de vehículo futuro los efectos que tienen sobre terceros.
El peaje además puede depender del nivel de contaminación del vehículo. Ahora que la Dirección General de Tráfico está mandando distintivos ambientales para colocar en los coches y que los clasifican en función de su nivel de contaminación, parece razonable que también se utilice este criterio para fijar la cuantía del peaje.
Políticas que incluyan peajes urbanos y la reducción de la velocidad en las circunvalaciones deben ir asociadas a otras intervenciones como las siguientes: aparcamientos disuasorios en las entradas de la ciudad cerca de estaciones de metro y tren, expansión y abaratamiento del transporte público (financiado con los peajes, por ejemplo), reducción del espacio para los coches en favor de peatones y ciclistas (se dice que el automóvil constituye el 30% de los desplazamientos pero ocupa el 70% de la vía pública), la plantación de árboles (y no, el granito de las plazas duras de Ruiz-Gallardon no absorbe la contaminación), revisar la legislación para facilitar la instalaciones de recarga de vehículos eléctricos en los aparcamientos colectivos, etc.
En general, la mayor parte de las medidas que se propongan para reducir la contaminación dará lugar a mucha oposición por parte de la ciudadanía (y ya hemos vistó que siempre habrá políticos que se querrán beneficiar de ello). En parte esto se debe a que no percibimos los costes de la contaminación y en parte a los ajustes que implica. Sin embargo, tal y como muestra la experiencia con la Ley del Tabaco, a menudo sobreestimamos el coste de estos costes y subestimamos sus beneficios. Aunque ahora nos parezca increíble se hablaba de que prohibir fumar en los bares y restaurantes iba a llevar a su cierre porque la gente dejaría de salir de casa.
A corto plazo los ciudadanos deberemos aprender a dar al automóvil un puesto menos central en nuestros hábitos. En muchos casos esto es menos costoso de lo que creemos y a veces las creencias sobre el uso del transporte público se basan en el uso esporádico que le hemos dado en el pasado (porque, por ejemplo, el coche estaba en el mecánico). El uso habitual de este transporte (o compartir coche) nos permite experimentar con diferentes rutas que minimicen el tiempo y maximicen la comodidad. Esto requiere tiempo.
A largo plazo, nuestras decisiones de donde vivir, trabajar o llevar a los niños al colegio deberán adaptarse a esta nueva realidad lo que, de nuevo, moderará los costes de las medidas destinadas a reducir la contaminación.
En resumen, es la combinación de varias políticas lo que puede proporcionar una solución razonable al problema de la contaminación. Y este tipo de políticas requiere empezar a planificar ya y hacerlo a largo plazo para permitir que los ciudadanos nos podamos adaptar a los cambios que inevitablemente vendrán. Lo que nos está matando no es la contaminación sino la demagogia de algunos políticos que entorpece la puesta en marcha de los cambio necesarios para reducirla.