A finales de este verano murió Marty Weitzman, uno de los grandes microeconomistas teóricos. Sus trabajos han sido muy influyentes en múltiples áreas de la economía y, entre ellas, los estudios relacionados con el medioambiente. Probablemente, su trabajo más conocido y más citado (en Google Scholar ronda las cuatro mil citas) lleva por nombre “Prices vs Quantities” y fue publicado en la Review of Economics Studies en 1974. Este trabajo se considera el estudio clave para entender cuando la regulación de un mercado debe basarse en fijar cantidades o fijar precios.
La respuesta a esta pregunta es esencial para diseñar, por ejemplo, un buen sistema para limitar las emisiones de CO2 a la atmósfera. Ahora que Madrid se prepara para acoger la cumbre del clima es un buen momento para repasar cuáles son los dos mecanismos principales para reducir esta contaminación. Por un lado, podemos imponer directamente un impuesto a las emisiones y con ello afectar directamente el precio que las empresas deben pagar por contaminar. Esto promueve que las empresas adopten tecnologías más limpias aún siendo costosas si eso les permite reducir el importe del impuesto a pagar. Por otro lado, el regulador puede fijar un nivel máximo de contaminación permitido y asignar permisos a las empresas para que puedan producir a partir de un precio determinado por un mercado de emisiones.
Tal como Weitzman explica, los economistas, a diferencia del resto de la sociedad, acostumbramos a dar prioridad al uso de los precios: “the average economist in the Western marginalist tradition has at least a vague preference toward indirect control by prices, just as the typical non-economist leans toward the direct regulation of quantities.” Sin embargo, el resultado de su trabajo muestra que no siempre es obvio que los economistas estemos en lo correcto. Como también decimos habitualmente, depende.
En un mundo donde un regulador tuviera información perfecta sobre el coste de las empresas (o los particulares) de reducir la contaminación así como de las ganancias que tiene la sociedad de hacerlo, no habría diferencia entre los dos mecanismos. Para cada precio las empresas escogen un cantidad distinta (y viceversa) y, por tanto, elegir entre una cosa y la otra es equivalente.
En la práctica, sin embargo, los reguladores tienen una información limitada tanto sobre el coste como sobre el beneficio de reducir la contaminación. Así, las empresas pueden poseer una tecnología de producción muy distinta y las alternativas a las fuentes más contaminantes pueden ser más fáciles o difíciles de implementar. Por otro lado, aunque empezamos a conocer muy bien los efectos negativos del incremento en las emisiones de CO2 su verdadero coste quizás es difícil de poder determinar. Sólo sabemos que será grande.
Para entender las ventajas e inconvenientes de utilizar precios o cantidades, es útil comparar los siguientes dos gráficos.
En ambos casos, dibujamos tres curvas. Las dos curvas decrecientes (llamadas CM) corresponden al coste marginal de una unidad de la empresa en función de lo que contamina (q). Vemos, por tanto, que a mayor contaminación menor es el coste de dicha producción. La diferencia entre las dos curvas es que la superior podemos entenderla como el coste que según el regulador tiene para la empresa producir, dado un nivel determinado de contaminación, mientras que la inferior es el coste real de la empresa (evidentemente, escogemos este caso como ilustración pero podríamos analizar también el caso contrario). La curva con pendiente positiva (llamada DM) corresponde al daño que tiene para la sociedad cada unidad adicional de emisiones. La diferencia entre ambos gráficos tiene que ver con la pendiente de esta última curva, el daño de la contaminación. A mayor pendiente, más rápidamente crece el daño con el nivel de contaminación. El punto donde la curva DM y la de "CM verdadero" se cruzan determina la cantidad de emisiones óptima y el precio óptimo para las mismas.
Así, en el primer gráfico observamos que este daño crece rápidamente con las emisiones. Veamos qué sucede aquí cuando el regulador fija el precio de las emisiones (vía un impuesto) o fija cuanto la empresa puede contaminar. Si fija el precio utilizando el que cree que es el coste de la empresa obtenemos el precio que hemos denominado p*, que el regulador piensa que dará lugar a un nivel de contaminación q*. Sin embargo, al ser menos costoso reducir las emisiones de lo que el regulador cree, las empresas deciden reducir la contaminación notablemente más, hasta q^. Esto genera un coste para la sociedad, porque comparado con el escenario óptimo, la contaminación es demasiado baja. El coste de esta disminución es el área azul. De la misma manera, si el regulador fija la cantidad, se produce un daño porque la cantidad óptima resulta ser superior a la que debería haber escogido. El coste asociado a ello corresponde al área roja. Como se puede observar en este caso, el área azul, asociada al coste de fijar mal el precio es mayor que si se hubiera fijado la cantidad.
El segundo gráfico representa el caso contrario, donde el coste de la contaminación crece despacio con el nivel de emisiones. En este caso, el resultado es el contrario: el resultado de fijar un precio a partir de información imprecisa produce un coste social menor que escoger la cantidad.
La intuición es bastante sencilla. Cuando el daño crece muy rápidamente, la equivocaciones que se pueden generar por fijar mal la cantidad son pequeñas y por tanto es óptimo hacerlo así. Cuando es difícil establecer la cantidad el precio funciona mejor.
Evidentemente, hay otros factores que determinan que un mecanismo sea mejor que el otro. El coste de administrar un sistema de precios/impuestos es a menudo menor que un sistema basado en cantidades. Por otro lado, las características de la tecnología de producción de las empresas también son importantes. Si el coste de reducir las emisiones es muy distinto entre empresas (o entre consumidores), los errores son menos probables y más pequeños, con lo que la ventaja de un mecanismo sobre el otro es menor.
Hay otras muchas implicaciones de un modelo tan sencillo como éste, incluso en otros contextos como son las relaciones dentro de una empresa. Invito por ello a que el lector explore estos resultados leyendo el trabajo de Marty Weitzman.
Hay 2 comentarios
Gracias, Gerard. Martin Weitzman era un genio, un genio de verdad. Sus papers siempre abordan problemas originales y complejos, los expone con historias y metaforas muy interesantes y los soluciona con virguerias técnicas, pero que interpreta, o traduce a la luz de la historia o la metáfora que ha usado. Tenía estatura de Nobel, y fue una pena que no compartiese el del año pasado con Nordhaus. Y una lástima su final, muy triste.
Como (casi) siempre, los debates del tipo "galgos o podencos" son razonablemente irrelevantes. Lo de verdad importante es que no se está aplicando (con convicción y vigor) ni un esquema de impuestos pigouvianos (la gente quema las calles de París cuando se intenta o vota en contra si se pide su opinión) ni un sistema de permisos de emisión (las principales industrias negocian su exención para no eliminar puestos de trabajo).
Y aplicar ya un "subóptimo teórico" parece más interesante que la "perfecta inacción teórica". Y el aplicar un sistema u otro depende más de sus posibilidades de "venta política" que de sus bondades teóricas. Gracias a Martin Weitzman y a otros tenemos algo parecido a un consenso entre los economistas sobre la forma "óptima" de abordar este tema. Y parece ser, siguiendo el sesgo que señala Gerard, via precios: un impuesto a las emisiones de CO2 cuya recaudación se reparta como un lump-sum entre todos los ciudadanos (el consenso fija hasta el precio).
Nuestro principal problema en ese tema no es de teoría económica, es de valentía política para hacer lo que hace falta, de oportunismo político (de los que quieren aprovechar por donde pasa el Pisuerga) y de respeto al principio democrático de no imponer medidas que el "Soberano" no desea imponer
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