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El sudoku eléctrico II: Un marco para su reforma

Por Juan Delgado.

Esta entrada es la segunda parte de la entrada que publicamos el pasado martes sobre los retos del sector eléctrico español.

La reforma del sector eléctrico ya se está cociendo en los despachos ministeriales. Y quizás sea este el primero de los problemas: la falta de transparencia y debate con la que se está llevando a cabo dicha reforma. Se echa de menos un análisis técnico de la situación y una evaluación de las alternativas sobre los cuáles se puedan basar las decisiones políticas correspondientes, tal y como ha ocurrido en el caso de las pensiones. Las reformas de gran calado, y sobre todo aquellas con impacto intergeneracional como lo es la del sector eléctrico, deberían contar con una base técnica rigurosa e independiente para permitir la toma de decisiones políticas fundamentadas.

En segundo lugar, la reforma debe centrarse en el futuro, en la configuración de un mercado eléctrico eficiente y un sector sostenible financiera y medioambientalmente. Resolver el pasado no es reformar, ni siquiera es política energética. La gestión del pasado y la reforma de la regulación deben seguir vías separadas (sin olvidar, por supuesto, las lecciones del pasado).

El presente texto se centrará en la reforma del futuro con una mención final ineludible al pasado. El objetivo no es tanto dar una solución a los problemas existentes (que se contradiría con la necesidad planteada anteriormente de llevar a cabo un análisis riguroso de las alternativas) sino identificar los ejes de dicha reforma a la vista del diagnóstico de la entrada anterior.

 El primer eje son los mercados competitivos. La reforma debe centrarse en una determinación competitiva de los precios de la energía a nivel mayorista y minorista con el fin de promover un mix óptimo al menor coste posible. Por otro lado, debe favorecerse la entrada de nuevos competidores tanto a nivel mayorista como a nivel minorista.

 Cualquiera que sea el diseño de estos mercados, se debe evitar las distorsiones por tipo de energía primaria (salvo aquellas que vayan destinadas a corregir externalidades como las emisiones de gases de efecto invernadero o GEI) en forma de impuestos o subvenciones por tipo de tecnología (como las tasas aprobadas a lo largo de este año o los subsidios al carbón) así como las medidas encaminadas a establecer los precios de la energía en base al grado de amortización de los activos.

 La promoción de la competencia se produce no solo con la entrada de nuevos competidores sino también con una integración efectiva en los mercados europeos que permita que la interconexión con otros países pueda ser una vía efectiva de participación de operadores extranjeros en el mercado nacional.

 El segundo eje es la sostenibilidad medioambiental del sector eléctrico: el cambio climático debe introducirse de forma estructural dentro de la regulación de un sector que es el causante del 40% de las emisiones totales del sector energético. Y ello implica energías renovables pero, fundamentalmente, eficiencia energética y un precio por las emisiones de GEI. La política climática y el despliegue de energías renovables no pueden estar sujetos a vaivenes políticos (ni por exceso ni por defecto) ya que no son políticas coyunturales. Aunque eso sí, la política climática debe combinar un portafolio de instrumentos que perfile una senda a largo plazo de reducción de emisiones de GEI y, de acuerdo con el teorema de Coase, los costes de dichos instrumentos deben recaer sobre los causantes de la externalidad. En este caso, los consumidores. A menos que los consumidores observen el coste real de la energía no van a tener los incentivos a tomar las medidas de ahorro energético óptimas. Y, por último, parece innecesario insistir pero todos sabemos que no lo es, la política climática tiene que ser financieramente sostenible en el largo plazo. Los excesos presentes ponen en riesgo la efectividad futura.

El suspenso del despliegue de las renovables no es admisible si no se enmarca dentro de un contexto más amplio de medidas de reducción de emisiones que garantice una senda de cumplimiento de los compromisos internacionales.

 El tercer eje es la garantía de suministro: el sector eléctrico presenta ciertas características que hacen que el exceso de capacidad instalada pueda ser eficiente: por un lado, combina inversiones a largo plazo con una evolución de la demanda parcialmente coyuntural lo que implica que en ciertos momentos, como el actual, la capacidad instalada sea muy superior a la demanda efectiva; por otro, la intermitencia de las energías renovables hacen necesaria la existencia de cierta capacidad de reserva para cubrir aquellos periodos en los que las energías renovables no están operativas.

 Ello puede exigir la necesidad de mercados de capacidad que remuneren la capacidad disponible. Estos mercados deben estar sujetos a las condiciones de oferta y demanda (y no remunerar el exceso de capacidad per se) y a las necesidades concretas a las que responden. En concreto, las características descritas dibujan dos tipos de mercados: un mercado de reserva para cubrir la intermitencia de las renovables y los cambios de demanda a corto plazo y un mercado de más largo plazo que garantice la sostenibilidad futura de la oferta (en caso de que esta no esté garantizada en ausencia de dicha remuneración). Y de nuevo, al hablar de seguridad de suministro no debemos pensar únicamente en términos domésticos: la interconexión transfronteriza también contribuye a la seguridad de suministro.

El último eje es una formación transparente de los precios: el precio final de la energía contiene un término competitivo que es el precio de la energía en sí mismo y unos conceptos regulados que son principalmente los costes de red, las primas a las renovables y los pagos por capacidad. El proceso de formación de los precios debe incluir mecanismos de traslación transparente de costes a precios (de forma que se pueda identificar y prever cada uno de los conceptos). Ello no solo implica el diseño de una metodología rigurosa y transparente para calcular dichos costes (como la reciente propuesta de la CNE para el cálculo de los costes de transporte y distribución) y su traslación a los precios sino también la introducción de mecanismos competitivos para la determinación de los mismos como los mercados de capacidad anteriormente descritos, las subastas de capacidad renovable o la regulación por incentivos de los costes de red.

 Los costes diferidos sólo tienen sentido cuando sean las generaciones futuras las que se beneficien de los mismos. Este podría ser el caso de las renovables en las que la senda de inversión se ha adelantado varios años sobre la previsiones. En este caso, alargar el plazo de las subvenciones y aligerar el peso sobre los consumidores actuales podría contribuir a la equidad intergeneracional.

 Y por último, la cuestión ineludible: ¿qué hacemos con el pasado? La respuesta fácil es que el pasado no debiera haber existido, que cada uno debiera haber pagado por sus costes pero no es así. Existe una bolsa de más de 26.000 millones de déficit acumulado (y más del 70 por ciento titulizada). La gestión de este desaguisado escapa del ámbito de la política energética y probablemente exija soluciones imaginativas que ayuden a poner el contador a cero con el menor perjuicio sobre el futuro. Eso sí, el desaguisado eléctrico nos debe dejar una lección clara: Nada es Gratis, todo lo que hagamos lo tiene que pagar alguien en algún momento.