Nota del Editor: Reproducimos por su interés este artículo de Luis Garicano en El País, que versa sobre un tema, el de los horarios, en el que hemos incidido muchas veces en el blog, más recientemente en este otro excelente artículo de Libertad González.
Durante el peor momento de la gran depresión el economista británico John Maynard Keynes publicó un optimista ensayo titulado Posibilidades económicas de nuestros nietos. En él predecía que disfrutaríamos de 100 años de elevadas tasas de crecimiento económico, tras los cuales la renta per cápita media en los países occidentales sería entre cuatro y ocho veces mayor que cuando se publicó el artículo en 1930. Como resultado de este fuerte incremento del bienestar, nuestro problema económico, que Keynes caracterizaba como “la satisfacción de nuestras necesidades básicas”, estaría resuelto. Esto permitiría que el ocio aumentara drásticamente, hasta el punto que nos bastaría con una jornada laboral de tres horas al día para alcanzar el nivel de vida deseado.
La primera parte de la predicción resultó correcta. A pesar de lo negras que parecían las cosas en 1930, y de lo negras que las vemos ahora, metidos en una nueva y profunda crisis, no cabe duda de que las ocho décadas que han pasado desde el pronóstico han supuesto un enorme crecimiento de la riqueza material. Si acaso, Keynes se quedó corto.
Por el contrario, la segunda parte de su predicción no pudo resultar más incorrecta. No sólo no trabajamos menos, sino que para muchos de nosotros, mantener el nivel de vida que deseamos supone estrés y angustia diarios. El número de tareas pendientes se acumulan. Llegamos tarde a casa, con los niños ya dormidos. Pasamos alrededor de una hora menos al día por adulto en actividades domésticas, pero este cambio no se transforma en ocio, sino en un sustancial aumento de la participación laboral de la mujer.
Esta paradoja parece aún más incomprensible cuando consideramos que la tecnología de la información y la automatización de las fábricas están eliminando la mayor parte de las tareas rutinarias y desagradables que ocupaban gran parte de la jornada laboral. Si no tenemos que buscar y archivar papeles o lavar la ropa a mano, ¿por qué no usamos ese tiempo para hacer lo que nos interesa?
De hecho, lo contrario parece suceder: la misma tecnología que reduce las tareas rutinarias permite que el trabajo invada gran parte de nuestras horas de ocio. Respondemos los correos electrónicos del trabajo por las noches y los fines de semana. Nos llevamos de vacaciones el ordenador portátil y lo usamos en parte para seguir en contacto diario con la oficina.
¿Cómo es posible que tanta automatización y tanto avance tecnológico no se hayan transformado en un incremento de nuestro ocio, de nuestro tiempo libre? ¿Por qué no estamos aprendiendo, como (erróneamente) pensaba Keynes que haríamos, a “experimentar las artes de la buena vida”?
Una primera respuesta a esta paradoja puede ser que, aunque no seamos conscientes de ello, sí ha aumentado considerablemente nuestro ocio. Nuestra esperanza de vida se ha incrementado en 20 años, y la edad de jubilación ha disminuido sustancialmente. Es por ello indudable que la fracción que pasaremos trabajando de las aproximadamente setecientas mil horas de vida que disfrutaremos en total, ha caído.
Pero esta no puede ser más que una respuesta parcial, pues deja aún un enorme interrogante cuando contemplamos nuestras apresuradas y estresantes vidas durante la edad laboral.
Otra solución parcial es que gran parte del nuevo ocio tiene lugar en la oficina. Durante la larga jornada laboral caben los cafés, las comidas, los cotilleos. Además, el trabajo en si es más interesante. De nuevo la respuesta es incompleta pues, ¿no desearíamos pasar nuestro ocio con nuestros familiares y los amigos a los que elegimos nosotros, en vez de los compañeros de trabajo que “nos han tocado”?
No podemos dar una respuesta satisfactoria a esta paradoja sin entender que una buena parte de nuestro consumo no está destinado a satisfacer necesidades absolutas, sino relativas. No aspiramos a tener un nivel elevado de consumo en sí mismo, sino a tener una posición concreta con respecto a nuestros pares. Por ello, muchos de los bienes que consumimos son “bienes posicionales”, como los llamó el economista británico Fred Hirsch. Su valor depende de lo que consuman los demás.
En parte esto es una consecuencia natural de la escasez. Muchos bienes son naturalmente escasos, y su consumo depende de que los demás no los consuman. Si la riqueza de los demás aumenta, yo tengo que pagar más para conseguirlos. Los bienes inmobiliarios en lugares particularmente deseables, son el mejor ejemplo de este fenómeno: el número de personas que pueden pagarse una casa en Chelsea, en el Barrio de Salamanca, en el Paseo de Gracia o con vista al mar, es limitado, y si los demás pueden pagar más, tengo que trabajar más para poder permitírmelo.
Pero hay otra razón: la competición por el estatus, que es una competición de suma cero (es decir, una en la que lo que yo gano, tu lo pierdes, como el tenis o el ajedrez). Si mis vecinos se compran una televisión plana de 40 pulgadas, y me importa mi estatus relativo, “necesito” tener una de 45 pulgadas. Si mi vecino tiene un Seat Ibiza, yo “tengo” que tener un VW Passat. No hay en este tipo de bienes necesidades objetivas, sino que “lo normal” se define por referencia a lo que consumen nuestros pares.
Que existen los bienes posicionales parece fácil de comprobar con un sencillo ejercicio de introspección, propuesto por el economista Robert Frank. Supongamos que nos dan a elegir entre vivir en una casa de 400 metros cuadrados cuando los demás viven en casas de 600 metros cuadrados, o vivir en una casa de 300 metros cuadrados cuando las demás casas son de 200 metros cuadrados. De acuerdo con Frank, la mayor parte de los que responden a esta pregunta prefieren la casa menor, siempre que esta sea más grande que la de los demás.
El resultado es que gran parte de la vida laboral se parece a la proverbial escalada armamentística. Trabajamos más para conseguir avanzar posiciones respecto a los demás, pero ellos responden trabajando más para conservarlas. Al final, estamos en el mismo sitio en el que empezamos, pero con menos horas de ocio.
¿Cómo parar la escalada? Convertir nuestra mayor productividad en más tiempo libre pasa en parte porque las políticas públicas permitan que ese ocio se posible. Hay que eliminar el presentismo, facilitar que la gente cumpla sus horarios, facilitar enormemente el trabajo a tiempo parcial. Si la externalidad descrita existe, también sería bueno que las políticas públicas penalicen el consumo más ostentoso con impuestos indirectos al lujo, y que la sociedad no admirara ese consumo.
Pero también es necesario que cada uno individualmente seamos consciente de lo que buscamos con nuestras elecciones. ¿Qué es lo normal? ¿Con referencia a qué grupo de pares estamos tomando esta decisión? ¿Realmente importa un carajo que nuestro vecino vea que tenemos un coche estupendo? ¿Cuántas horas más sin ver a nuestros hijos realmente queremos pasar trabajando para conseguir comprarnos ese coche?
Se trata, una vez más, de ser más productivos para vivir mejor. Hacer lo contrario, usando nuestras ganancias adicionales de productividad para empeorar nuestro nivel de vida es un malgasto del único recurso escaso que todos tenemos en nuestra vida: el tiempo.