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¿Ayudas para el nuevo casino en Madrid? No, gracias

Estos últimos días hemos visto flotar en la prensa distintas informaciones sobre la intención de Sheldon Adelson de montar un mega-casino en Madrid. La presidenta de la Comunidad, Esperanza Aguirre, ha manifestado su predisposición hacia el tema y ha propuesto cambiar la legislación para permitir que este complejo salga adelante y facilitar la cooperación de las administraciones públicas en tal empeño.

En este post explicaré por qué esto es una mala idea (más allá incluso de las dificultades legales creadas por la Unión Europea): ni tenemos que cambiar nuestra legislación ni tenemos que facilitarle la vida a Adelson. Si él quiere invertir en España con las condiciones existentes, bienvenido sea; en caso contrario, y como dicen en Estados Unidos “have a nice life.”

Empecemos describiendo el proyecto. Adelson quiere construir un casino en el sur de Madrid (la prensa no parece estar de acuerdo exactamente en dónde) que se iría completando con el paso del tiempo con otras instalaciones de ocio (hoteles, campos de golf, un auditorio), con un total de entre 15.000 a 18.800 millones de Euros de inversión total y una previsión de empleos creados directos e indirectos de 261.000.

Pero para ello, quiere contar con un apoyo inusitado de las Administraciones Públicas, con importantes cambios legislativos (Estatuto de los Trabajadores, Ley de Extranjería, Ley del Juego, Ley de Blanqueo de Capitales, incluso la regulación del tabaco para permitir fumar en el casino) y cuantiosas contribuciones económicas tanto directas (infraestructuras, expropiaciones, etc.) como indirectas (tratamiento fiscal especial, créditos garantizados). La lista reportada en los medios de comunicación es, sencillamente, increíble, y si no la hubiese visto con mis propios ojos pensaría que era una broma pesada y de mal gusto.

La razón principal de mi oposición rotunda al proyecto es que, en general, no creo que la política industrial (entendida aquí como el trato de favor a una cierta actividad económica que vaya más allá de las acomodaciones lógicas que cualquier actividad requiere y que cumplen un principio de propocionalidad) funcione. Las administraciones públicas no suelen tener los incentivos correctos para elegir “ganadores” y, en la mayoría de los casos, terminan apostando por proyectos que sirven más para beneficiar a unos pocos que a la sociedad en su conjunto.

Esta postura no es, sin embargo, dogmática. En este mismo blog escribía hace unas semanas sobre cómo la política industrial podía funcionar en ciertos casos y presentaba el ejemplo de Corea del Sur, donde la industria siderúrgica surgió como consecuencia de una actuación de política industrial.

Señalaba, en concreto, que esta posibilidad de funcionamiento estaba fundada en dos argumentos teóricos. El primero era las economías de escala. Montar una nueva industria puede ser tan costoso y complejo que solo una gran organización como un gobierno puede acometerlo. El segundo era que un gobierno puede internalizar efectos globales de una nueva industria que unos inversores privados pueden no considerar. El complejo de Adelson en Madrid no cumple ninguna de las dos condiciones y solo busca que el contribuyente español sea el pagano de esta operación.

Con respecto a la primera, las economías de escala, la fortuna personal de Adelson y las fuentes de financiación a las que tiene acceso le dan liquidez más que de sobra para acometer su proyecto. Es más, su intención es que la mayor parte de la inversión se realice por medio de los beneficios generados por el primer casino a construir, con lo cual no estamos hablando ni siquiera de inversiones iniciales particularmente importantes. A más y a mayores, la tecnología de ocio es perfectamente escalable: es decir, siempre podemos hacer un casino o un hotel un poco más pequeño o un poco más grande sin dificultad. Esto es muy distinto, por ejemplo, de la industria siderúrgica, donde el tamaño mínimo de una factoría integrada eficiente es altísimo.

Con respecto a la segunda, las externalidades positivas para la economía, sinceramente no puedo ver ninguna y sí muchas negativas. Las externalidades no significan que una empresa que invierte y crea puestos de trabajo genere riqueza y esa riqueza genere otras empresas. No. Eso no es lo que los economistas llamamos una externalidad (vale, en modelos con multiplicidad de equilibrios puede serlo en ciertos casos, pero no nos pongamos aquí con disquisiciones bizantinas). Una externalidad es, por ejemplo, si mi empresa forma a muchos ingenieros que, luego, dejan la empresa y crean sus propias compañías con los conocimientos adquiridos. O si mi empresa suministra un servicio muy especializado que es clave para el uso de otra empresa y cuya utilidad no queda reflejada plenamente por mil motivos en el precio, por ejemplo por un problema de costes fijos y costes marginales muy reducidos.

Los casinos y la industria de ocio más en general no suelen crear ninguna de estas externalidades positivas. Son industrias intensivas en mano de obra (en su mayor parte poco cualificada), con un reducido componente tecnológico y sin ningún vínculo específico hacia otros sectores. La evidencia empírica en Estados Unidos, donde en la última década se han abierto muchos casinos y otras grandes actividades de ocio como estadios deportivos es que, en efecto, estas externalidades positivas no aparecen por ninguna parte. Debo ser cuidadoso y reconocer, con honestidad, que la evidencia no es aplastante y que existe un grado notable de incertidumbre; argumentaré como respuesta que la carga de la prueba en este caso debe recaer en aquellos que proponen el casino, que son los que reclaman las ayudas, y que dudo mucho que sean capaces de hacerlo (y no, la carga de la prueba no es un folleto publicitario bonito ni contratar a un cualquiera para que te diga basándose en nada que esto va a generar 261.000 empleos, un número tan absurdo que no me lo creería ni si estuviese tan borracho como el día que acabé la mili).

Al mismo tiempo, los casinos sí que generan externalidades negativas, pues suelen estar acompañados de problemas de criminalidad, de mafias (con las que las empresas de Sheldon parecen tener una relación especial), de corrupción política y de los efectos perversos de la adicción al juego de la que es presa una parte no despreciable de la población (y que yo tuve la tristeza de comprobar sus horribles efectos en una amiga mía en Minnesota).

Finalmente, y más en general, existe un argumento de seguridad jurídica. España debe ser un país serio y los países serios no cambian su legislación por el señuelo de una inversión como si fuéramos una república bananera cualquiera. En este blog hemos defendido una y otro vez, por ejemplo, la necesidad de cambiar el Estatuto de los Trabajadores. No dejaría de ser triste que este se cambiara para que se pudiese montar un casino pero no para montar una empresa de alta tecnología. O que permitiésemos fumar en un casino o facilitar la llegada de trabajadores extranjeros al mismo pero no pudiésemos cambiar la estructura de nuestra universidad o la contratación de investigadores extranjeros. La legislación está para ser cumplida, no para modificarse a la primera de cambio y menos de esta manera tan demencial como propone Adelson.

Y este argumento de seguridad jurídica no se fundamenta solo en principios legales básicos de nuestra tradición con los que estoy profundamente de acuerdo. Tienen también una razón económica básica: si cambiamos la legislación por un poco de dinero, abrimos las puertas a una labor constante de búsqueda de rentas (pues no es otro el objetivo de Adelson) por parte de los agentes económicos que llevaría al despilfarro generalizado y distorsiones incalculables.

Cierro con un argumento quizás más político y por el que pido disculpas de entrada a aquellos lectores de este blog que prefieran argumentos más puramente económicos. A estos les pediría pues que se salten las próximas líneas hasta el final de este párrafo y, en el caso de que las lean, que las descuenten según su leal saber y entender. Adelson es una persona de mucho cuidado. Dio 5 millones de dólares a un SuperPAC para financiar anuncios a favor de Gingrich en las primarias republicanas de Carolina del Sur y su mujer acaba de dar 5 millones para las primarias de Florida. Independientemente de sí estoy de acuerdo o no con Gingrich (que no lo estoy, me parece un ególatra mentiroso, corrupto y dispuesto a hacer cualquier cosa para ganar y conservar el poder y además mala persona a nivel individual, pero esto no viene a cuento), el que Adelson este dispuesto a gastarse 10 millones de dólares (bueno, 5 suyos y 5 de la mujer, tanto monta….) para influir el proceso político en Estados Unidos nos debería hacer pensar muy cuidadosamente en la conveniencia de ofrecer privilegios especiales a esta persona, sobre todo en una nación como España donde nuestros políticos no han sido un ejemplo brillante de capacidad de resistir a los grupos de presión (legalmente) o los sobres llenos de dinero bajo la mesa (ilegalmente).

En resumen: Adelson quiere ganar dinero con un casino en Madrid, pero básicamente lo quiere hacer a costa del contribuyente español. La única respuesta razonable ante tal demencial proposición es "no, gracias".