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Mi Lavavajillas Limpia Fatal

No, querido lector, no nos hemos convertido en un blog de una asociación de consumidores ni en un foro sobre las labores del hogar. Esto tiene que ver con economía, en concreto con el ahorro de energía y la regulación.

Empecemos por lo primero, mi lavavajillas es un Bosch DLX 500. Es una maquina casi nueva (solo unos meses desde que lo compré), de una marca conocida y que tenía muy buenas críticas en los foros de internet. ¿A qué me refiero entonces cuando digo que limpia fatal? Pues que, muy a menudo, cuando coloco platos o vasos sucios, al salir no terminan de estar limpios y se ven restos de suciedad. Y no, esto no es porque no sepa ponerlo. De verdad que me he leído las instrucciones en detalle (aquellos lectores que me conocen personalmente saben que soy una de esas pocas personas que se estudia cualquier libro de instrucciones como si me fuera a examinar de ello).

La explicación es sencilla y me puso sobre la pista de ella un técnico de reparación de electrodomésticos de la tienda donde lo compré y que vino a mi casa un par de veces por otros motivos. En los últimos tiempos, el gobierno federal americano ha introducido una regulación, cada vez más exigente, sobre el gasto de energía que pueden hacer los electrodomésticos. En particular, los nuevos lavavajillas utilizan menos agua y la calientan menos. Y si bien esto ahorra energía, también implica que resulte más difícil eliminar las peores manchas de grasa.

Y esta regulación no es solo cosa de EE.UU., pues la U.E. ha introducido recientemente en Noviembre del 2010 una regulación sobre el ecodiseño de lavavajillas.

Los lectores que recuerden mi columna de hace unas semanas sobre la limitación de la velocidad en España sospecharán ya que mi presunción es que esta es una mala manera de ahorrar energía (objetivo final que por otra parte me parece razonable). Si yo gasto demasiada electricidad en mi casa es porque el precio que pago por ella no refleja correctamente todos los costes asociados a su generación, por ejemplo causados por las emisiones de CO2. La solución más eficaz es cambiar el precio mediante un impuesto y dejarme a mi decidir cómo ahorro energía. Unas familias preferirán tener un lavavajillas que limpie bien pero encender menos bombillas y otros preferirán lavar menos platos y encender más bombillas. Los posibles efectos redistributivos del impuesto son fácilmente solucionables utilizando la recaudación del mismo para financiar servicios o transferencias que beneficien a las familias de menos ingresos.

La regulación es, en general, mala por que me obliga a ahorrar energía de una manera que puede no ser la más eficiente y porque puede llevar a efectos paradójicos. Por ejemplo, en mi caso personal, ahora lavo muchos de los platos y de las copas dos veces, para que queden limpios de verdad con lo cual termino gastando más electricidad que la que hubiese gastado con en el lavavajillas pre-regulación energética que tenían en mi casa antigua.

Este último efecto proviene de un error básico de este tipo de regulaciones: no afectan a la decisión de uso marginal (¿debo de poner el lavavajillas una vez más?). Algo similar ocurre, por ejemplo, con otra mala regulación: la fiscalidad más gravosa de los coches de mayor cilindrada causada por el Impuesto Especial sobre Determinados Medios de Transporte. Si yo me compro un BMW y lo utilizo prácticamente nunca, termino pagando más impuestos que si me compro un SEAT pero lo utilizo el día entero. Y esto no es lo que queremos: el objetivo es reducir el consumo de energía encareciendo el uso de la misma, no la POSIBILIDAD de su uso.

Estos argumentos, sin embargo, no parecen haber ralentizado la ola regulatoria ejemplarizada por muchas de las medidas de ahorro energético del gobierno de las últimas semanas (aunque no por todas: decidir cuánto tenemos que iluminar las calles públicas es un tema muy distinto en el que no voy a entrar hoy).

La cuestión es, por tanto, preguntarse el porqué de esta ola regulatoria. Una respuesta fácil es argumentar que las burocracias siempre llevan a malos resultados y que por ello tenemos esta regulación. Este argumento sufre, en mi opinión, de dos problemas. Uno, que parte de un sesgo a priori: si bien es cierto que las burocracias tienen, en general, malos incentivos (por ejemplo los funcionarios de los organismos regulatorios tienen una tendencia a expandir sus actividades para justificar su existencia y obtener rentas de la misma), los mercados, a menudo, también los tienen (por ejemplo, en el caso de la energía, por la fuerte presencia de externalidades). Por mucho que se argumente al contrario desde ambos lados de la división ideológica, no es claro cual de los dos problemas es más serio en cada caso concreto.

El segundo problema es que denota cierta pereza intelectual. Una cosa que aprendí hace muchos años de Robert Townsend es que cuando uno observa una política económica concreta que le parece que no tiene sentido, lo que uno tiene que hacer es pensar bajo qué condiciones tal política es óptima. Esto no quiere decir que siempre terminemos justificando tal política sino que, por mera honestidad intelectual, intentemos luchar contra nuestros propios prejuicios y llegar a un conclusión más objetiva (esto se aplica, por supuesto, también en sentido contrario: aquellos que defienden una regulación deben de pensar en detalle razones por las que esta pueda no ser una buena idea).

Después de pensarlo varios días se me ocurren tres razones que podrían respaldar esta regulación.

La primera es una razón política. Si bien es cierto que podemos tener mejores políticas de energía en abstracto, en la práctica muchas de ellas tienen un apoyo popular muy escaso. Por ejemplo, la gente reacciona con mucha más furia a un impuesto sobre el consumo de energía que sobre la regulación a los lavavajillas. Esto puede ser porque:

1) Los ciudadanos no entienden los verdaderos costes de cada política.

2) Los ciudadanos, excepto en casos como los de la limitación de velocidad, no son conscientes de la existencia de políticas de regulación, lo que impide que se opongan a ellas.

3) Los ciudadanos desconfían del sistema de precios.

4) Los ciudadanos no se creen que la recaudación del impuesto vaya a ser empleada en la manera redistributiva a la que me refería anteriormente.

Independientemente de cual de estos motivos explique la dinámica política, la regulación puede ser, entonces, un mal menor: la única manera en la práctica para ahorrar energía.

La segunda es una de economía del comportamiento. Los agentes tienen sesgos en sus decisiones, y en particular, son poco conscientes de lo que gasta, por ejemplo, un lavavajillas. Por mucho que subamos el impuesto sobre la energía, no va a haber mucho cambio en el consumo porque los agentes no ven la conexión o tiene demasiado hábito para cambiar su conducta.

La tercera es que la regulación nos permite ahorrar costes de transacción. Me explico. La razón por la que, en general, tenemos regulación de muchos bienes y servicios es que averiguar la verdadera calidad de muchos de ellos es extraordinariamente costoso en términos de esfuerzo y tiempo. ¿Soy capaz, por ejemplo, de evaluar correctamente los posibles efectos cancerígenos de una pintura utilizada para recubrir una parte de mi lavavajillas que ni siquiera puedo ver sin abrirlo? La verdad es que no, al menos claro que me dedicase la semana entera a ello. Además esta labor es un coste tremendo para la sociedad, pues obliga a repetir a todos los consumidores una evaluación de la calidad que solo tendría que realizarse una vez (pues una evaluación es un bien no rival casi puro). Por ello es más fácil que descanse en tres mecanismos.

Uno es la reputación de la marca. Pero este mecanismo no funciona perfectamente (no me voy a meter aquí a dar una clase de teoría de juegos repetidos, pero para aquellos con una confianza ingenua en el mercado: es trivial construir ejemplos donde la reputación no sostiene buenas asignaciones) y en especial no da buenos resultados cuando los efectos, como los cancerígenos a los que me refería anteriormente, pueden tardar décadas en aparecer.

El segundo es la responsabilidad civil del fabricante. Pero esta tiene un fuerte coste de litigios y las decisiones a favorecer a quien tiene mejor equipo jurídico y no a la parte a la que querría un observador imparcial. Y volviendo a mi ejemplo anterior, quién sabe donde estará el fabricante de mi lavavajillas en 50 años.

Finalmente podemos tener algún tipo de agencia evaluadora. Esta puede ser privada, como cuando leemos una revista de coches con comparaciones de coches, o pública. Esta última tiene la ventaja de estar sometida a menos presiones directas. A fin de cuentas, ¿cuántas veces leemos una evaluación verdaderamente mala de un coche en una revista que depende de los anuncios del fabricante? Y todos sabemos que en España los periódicos siempre dan mejores críticas a los libros publicados por las editoriales de su grupo que a otros. Es por ello que una agencia pública que evalúe el consumo de energía de los electrodomésticos puede ser una buena idea: me simplifica la vida al ir a comprar un lavavajillas sin necesidad de tener que romperme la cabeza intentando calcular costes energéticos. Forzar unos estándares mínimos de eficiencia simplemente facilita la labor de esta agencia, al cargar el coste por defecto sobre el fabricante, y del consumidor, que no tiene que preocuparse del tema nunca más.

Toda sociedad empleará estas tres estrategias, reputación, responsabilidad civil y agencias evaluadoras (privadas y públicas). La cuestión es, por supuesto, cuanto debe de utilizar cada una pero esto es una decisión empírica, no teórica.

En resumen, existen tres razones para defender la regulación de los lavavajillas: posibilidad política, economía del comportamiento y costes de transacción.

A la primera razón le doy cierto peso en la práctica pero no por ello voy a dejar de defender la opción que creo que es mejor. Como economista mi labor no es conseguir 176 votos en el Congreso sino explicar aquellas alternativas que nos benefician más a todos. Es más, si no recordamos a los ciudadanos de manera constante la mejor política será casi imposible que esta nunca impere.

A la segunda razón le doy bastante menos peso pues creo que la gente es más inteligente que lo que algunas veces nos pensamos y si hay que ahorrar en la factura de la luz, ya se pondrán a ello, quizás no con la celeridad de los agentes plenamente racionales pero de manera bastante sensata.

Es quizás la tercera razón la que me hace dudar más pues ciertamente la vida moderna es compleja y uno necesita poder evitar costes de transacción innecesarios. Sin embargo, mientras que no veo ningún problema a que obliguemos a que las marcas sean claras y precisas en el consumo de energía de sus lavavajillas (por ejemplo, con etiquetas de compra sencillas que cualquiera pueda entender con un mínimo de esfuerzo), veo mucho menos justificable que estos consumos de energía sean obligatorios. Y, como explica desde el principio, la regulación está sometida a ineficiencias múltiples y a efectos paradójicos como el poner los platos a lavar dos veces seguidas.

En conclusión, mi lavavajillas no limpia bien producto de una mala regulación.