Nota: esta entrada es conjunta con Pablo Ibáñez Colomo
La semana pasada hablábamos de las características que, desde nuestro punto de vista y a la luz de la evidencia empírica disponible, debería tener el sistema de acceso a los cuerpos de elite de la Administración. Dos son las ideas fundamentales que nos gustaría rescatar de aquella entrada. Por una parte, quisimos dejar claro que nos parece esencial utilizar pruebas estandarizadas y diseñadas en función de las mejores técnicas psicométricas disponibles. Por otra parte, enfatizamos, tanto en el texto como en los comentarios, la importancia de separar selección y formación. El proceso de selección no nos parece el mejor momento para dar formación a los candidatos. El mero hecho de que las oposiciones españolas estén basadas en un método de adquisición y transmisión de conocimientos que en nada se parece a los consolidados en las mejores instituciones académicas del mundo debería ser suficiente, desde nuestro punto de vista, para plantearnos muy seriamente un cambio en el sistema. Tal como dijimos la semana pasada, nos encantaría escuchar argumentos teóricos o empíricos por los que España debería nadar contracorriente en este sentido. ¿Por qué seguir utilizando métodos sui generis de formación? ¿Por qué motivo no habríamos de recurrir, como en lo relativo a la selección, a las mejores prácticas utilizadas a nivel internacional?
Se nos ocurren dos posibles explicaciones para entender el énfasis que tradicionalmente se ha dado en España a los conocimientos (¡y conocimiento no es en absoluto un sinónimo de memoria!) en las pruebas de acceso a la función pública. Una explicación posible es que cuando el sistema de selección fue creado un examen de conocimientos era el único método fiable o disponible para evaluar la capacidad y el mérito de los candidatos. Si esto es así, no habría motivo para no plantearse alternativas como la británica, que nos parecen superiores en términos de eficiencia, objetividad y fiabilidad. Otra explicación, que (para nuestra preocupación aunque no excesiva sorpresa) se refleja en los testimonios de muchos lectores, es que la universidad española ha sido históricamente incapaz de identificar a los alumnos más brillantes y de darles una formación de la máxima exigencia y por tanto acorde con sus capacidades. Desde este punto de vista, la oposición habría paliado la incapacidad histórica del sistema español para distinguir entre los buenos y los muy buenos, y entre los muy buenos y los excelentes, algo que sí se consigue en la universidad anglosajona.
Llegados a este punto más de un lector se habrá dicho que, mientras el sistema universitario español siga siendo el que es, no habría motivo para tocar el sistema actual de oposiciones. Una vez más, no estamos de acuerdo, y, una vez más, invitamos a los lectores a que consideren otras maneras de hacer las cosas. Si de verdad estamos hablando de proporcionar formación a los (futuros) funcionarios, ¿por qué no utilizar los métodos más rigurosos y reconocidos internacionalmente con aquellos candidatos que hayan demostrado mayor potencial y capacidad en una batería de pruebas estandarizadas? Merece la pena insistir sobre uno de los argumentos que más hemos repetido: el hecho de que las oposiciones actuales proporcionen una sólida formación no significa que esta sea comparable en calidad e intensidad a la que se podría obtener en los mejores programas internacionales (a menos, claro, que uno piense que el resto del planeta está equivocado y que los Españoles somos los más listos, algo difícil de sostener dada la situación actual del país). Cada vez que leemos que un comentarista nos dice lo mucho que ha aprendido en la oposición más convencidos es que el sistema actual no funciona.
Cuando hablamos de formación, lo primero que nos gustaría subrayar es que se trata de un concepto amplio, que no necesariamente tiene que ver con transmitir conocimientos en el sentido académico o escolar de la expresión. Los candidatos británicos seleccionados para el fast stream, por ejemplo, pasan sus primeros años (hasta que superan el periodo de prueba y consiguen finalmente un contrato permanente en la Administración) rotando entre diferentes funciones y recibiendo además cursos específicos sobre determinadas cuestiones. Más interesante para muchos lectores será saber que los abogados que se contratan para el servicio jurídico del gobierno británico pasan por un programa de prácticas similar hasta que acaban su formación (training contract) y se incorporan de manera permanente al equipo. Por favor: miren las páginas que enlazamos con detenimiento y mire como es el proceso. Seguro que le sorprende. El británico es un sistema que (haciendo seguramente las delicias de los amantes de los estereotipos nacionales) está basado en una idea tan sencilla como poderosa: a trabajar se aprende trabajando. Si un sistema es capaz de seleccionar a aquellos que son capaces de asimilar, manejar y transmitir nueva información con rapidez y que además tienen la iniciativa y la creatividad necesarias para resolver situaciones nuevas o inesperadas de manera eficaz y elegante, este modelo nos parece perfectamente válido.
Hemos mencionado también otros modelos que proporcionan formación en el sentido más convencional de la palabra (o al menos en el sentido más cercano al que tenemos en mente cuando se habla de formación en el contexto de unas oposiciones). Francia tiene un sistema muy antiguo y muy desarrollado de grandes écoles, que hemos imitado de manera muy imperfecta y parcial a lo largo de nuestra historia. Se trata de instituciones académicas de elite, extremadamente selectivas, que se crearon con la idea de dar una formación a los futuros funcionarios (aunque hoy día su función en muchos casos sea mucho más amplia). Algunas grandes écoles tenían inicialmente por objeto preparar a los futuros docentes (como la Ecole Normale Superieure, conocida familiarmente como Normale Sup’), otras a los ingenieros (Polytechnique, Ponts et Chaussées), otras a los economistas y estadísticos (ENSAE). Hoy día, el camino natural para la elite política (y esto incluye a François Hollande) es pasar por el Institut d’etudes politiques de Paris (Sciences Po) y luego pasar por la famosa Ecole Nationale d’Administration (ENA).
Sobre la calidad de la formación que proporcionan las grandes écoles francesas, no parece haber mucho margen para el debate. Cualquier persona que haya hecho un doctorado en economía en Estados Unidos sabe que los alumnos salidos de lugares como Polytechnique o Normale Sup’ llegan con una preparación abrumadora que les hace la vida relativamente fácil. Por utilizar ejemplos claros y visibles, baste mencionar que dos de los ganadores recientes de la John Bates Clark Medal (el Baby Nobel de economía que la American Economic Association otorga a los menores de 40 años) se formaron en Normale Sup’. Se trata de Esther Duflo, ganadora del premio en 2010, y de Emmanuel Saez, ganador en 2009. Uno de los nobelizables más claros de cara a los próximos años, Jean Tirole, pasó por Polytechnique y por Ponts et Chaussées.
Si el objetivo es de verdad dar la mejor preparación académica posible a los candidatos que hayan pasado una primera gran criba en función de sus capacidades, preferiríamos sin lugar a dudas que los recursos de la sociedad se dedicasen a la creación de una grande école española inspirada en esta misma filosofía (aunque NO igual, por ejemplo nuestro examen de ingreso sería diferente), con diferentes itinerarios en función de las especialidades (y que incluyese y perfeccionase las escuelas, como la judicial o la diplomática, que ya existen). En la medida en la que muchos de nuestros gobernantes han superado antes oposiciones, esta grande école sería también, como la ENA en Francia, una cantera para futuros políticos (el tema del impacto del nivel de formación de los políticos sobre la calidad de los gobiernos ya se ha tratado en este blog).
Algunos comentaristas, anticipándose al tema de esta entrada, han dicho que el sistema actual es mejor en la medida en la que la formación tiene un coste cero para la Administración. El nombre de este blog nos recuerda que, por intuitivo que parezca, esto no es así. Por una parte, la preparación de las oposiciones, incluyendo la movilización de los tribunales, tiene por definición un evidente coste visible para el Estado. Por otra parte, nunca insistiremos lo suficiente sobre el coste que el sistema actual tiene para la sociedad en general y sobre las desigualdades sociales que conlleva (y que parecen importarles casi nada a la mayoría de los comentaristas críticos con nosotros: eso nos deja absolutamente estupefactos). Estos deben ser los criterios relevantes a la hora de evaluar diferentes alternativas. De cualquier modo, nos parece que destinar recursos públicos a la formación de altos funcionarios (y futuros gobernantes) estaría enteramente justificado. Es más, un análisis del coste de l’ENA francesa sugiere que se trata de un gasto perfectamente asumible (estaríamos hablando de entre 25 y 40 millones de euros anuales) y sin duda defendible ante la opinión publica.
Finalmente una última reflexión: precisamente ahora que la oferta de empleo público está casi paralizada es el mejor momento para cambiar el sistema, ya que no se perjudica a un número excesivo de personas que tenían expectativas razonables sobre la continuidad del sistema en el medio plazo y que se estaban preparando para los exámenes actuales. Además, una ENA española necesitaría varios años para empezar a andar (el coste presupuestario de 25-40 millones empezaría realmente en 2015-2016), con lo cual podemos emplear estos años de manera productiva.