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¿Un Regulador Sistémico? II

La semana pasada hablaba que la misión fundamental del regulador sistémico debía ser la de asegurar la estabilidad de los mercados financieros en su conjunto, en contraposición con el supervisor de las instituciones financieras a nivel individual y con la autoridad monetaria (aunque pudiera ser el caso, como recomienda el grupo de Squam Lake que estas tres misiones terminen agrupadas en una misma institución).

El problema de partida es cómo convertir este objetivo en unas reglas de comportamiento operativo.

Una manera primera de afrontar el problema de diseñar reglas operativas es distinguir entre los temas de implementación y los temas de enfoque. Por temas de implementación se pueden entender todos aquellos relacionados con el componente concreto de la regulación. En contraste, los temas de enfoque se centran más en qué es lo que debería hacer o dejar de hacer el regulador sistémico.

Entre los temas de implementación tenemos cuestiones como la recopilación y procesamiento de información y la relación con la política fiscal. Mientras estos son problemas espinosos, se puede argumentar que tenemos unos patrones de análisis a los que recurrir. Por ejemplo, a lo largo del tiempo se ha aprendido mucho acerca de cómo un regulador puede obtener la información necesaria de los regulados generando incentivos que hagan que la revelación de la información sea la mejor respuesta de todos (aunque luego en la práctica muchas veces no se aplique por muchas otras razones de economía política). A fin de cuentas esto no es más que un problema de diseño de mecanismos que si bien puede ser pesado en sus detalles, no es muy diferente que el del regulador del sistema eléctrico. Hay que enfatizar que esto no supone minusvalorar la dificultad de conseguir esta información en la práctica o olvidarnos de la necesidad de reclutar funcionarios que entiendan los productos financieros y estén lo suficientemente bien remunerados como para que cumplan su papel adecuadamente (mientras seamos cicateros con los sueldos de los altos funcionarios jamás tendremos a los mejores asegurando el bien común). La clave es simplemente darse cuenta que estos son problemas que sabemos afrontar y hemos atacado en otros escenarios más o menos similares.

De igual manera, la relación entre el regulador sistémico y la política fiscal no es muy distinta que entre la política monetaria y la política fiscal. Desde que Sargent y Wallace nos descubrieron la desagradable aritmética monetaria o que Wallace nos explicase que una clase de teoremas de Modigliani-Miller se aplican a las operaciones de mercado abierto, la pretensión de que las políticas monetarias y fiscales están separadas ha desaparecido. Toda política monetaria es, per definitionem et essentiam suam, una política fiscal. De nuevo, no es que las consecuencias fiscales del regulador no sean un tema importante del que deberíamos hablar en otra ocasión en mucho más detalle, sino que es una disyuntiva sobre la que se ha pensado lo suficiente como para que podamos entablar una conversación con unos parámetros definidos.

Es en los temas de enfoque donde, lamentablemente, los modelos económicos se nos quedan más cortos y donde la experiencia práctica acumulada es limitada.

Para ilustrarlo podemos comparar la situación con la política monetaria tradicional. Esta tiene un objetivo claro, la estabilidad monetaria, y un instrumento sencillo, el tipo de interés de intervención (más estrictamente las operaciones de mercado abierto que fijan el tipo de interés). Ambos elementos son cuantificables y relativamente fáciles de medir. Por ejemplo, podemos fijar (explícita o implícitamente) que el objetivo de inflación sea un crecimiento del 2% del IPC. Luego, por medio de unas intervenciones de mercado abierto que satisfagan el principio de Taylor (los tipos de interés reales tienen que moverse más que la inflación, es decir que la respuesta de los tipos nominales a las desviaciones de inflación tienen que ser mayor que 1), este objetivo es alcanzable sin mayores dificultades. Por supuesto existen complicaciones en el camino (medir la inflación es sorprendentemente más complejo de lo que pudiese parecer, el principio de Taylor ignora la interacción de la política monetaria con la política fiscal y muchos otras), pero estas son de un orden de magnitud menor. En comparación, la estabilidad financiera ni se puede fijar como un objetivo cuantitativo sencillo ni existen mecanismos como las operaciones de mercado abierto para asegurarla.

Una posibilidad pudiera ser crear el regulador y dejar el mandato y su implementación suficientemente vaga en la carta jurídica de constitución. La esperanza es que los funcionarios a cargo del problema tendrían suficiente conocimiento para conducir el sistema a buen puerto. Sin embargo, una rápida reflexión nos descubre al menos tres problemas con esta posibilidad.

Primero, el conocido problema de la inconsistencia temporal enfatizado en la literatura económica desde el pionero trabajo de Kydland y Prescott en 1977. Un regulador sistémico dotado de discrecionalidad puede encontrarse con fuertes incentivos para desviarse de los objetivos originales. Por ejemplo, en vez de intentar sorprender a los agentes con una subida de la inflación para reducir el desempleo, como en la formulación original de Kydland y Prescott, un regulador sistémico puede verse tentado a permitir un incremento de los niveles de apalancamiento (en un modelo de rigideces financieras a la Bernanke-Gertler, este relajamiento tiene un efecto equivalente a una expansión monetaria). Y aunque es de sobra conocido, merece una vez resaltar que los problemas de inconsistencia temporal no derivan de la existencia de una divergencia entre los intereses del principal (los ciudadanos) y el agente (la autoridad monetaria, el regulador sistémico) sino precisamente por su total coincidencia (de hecho una posible solución al problema de inconsistencia dinámica es el nombramiento de autoridades que no comportan las preferencias de la población en general). Este problema de consistencia temporal podría complicarse además en el caso de que el regulador sistémico sea a la vez un regulador de instituciones individuales, como ocurría si los bancos centrales tomasen el papel de macro-regulador: las distintas necesidades de ambas supervisiones crean problemas dinámicos de primer orden.

El segundo problema es el de inseguridad jurídica y posible arbitrariedad en una carta jurídica lo suficientemente ambigua como para permitir cubrir todos los casos que el regulador pueda querer considerar en la ausencia de reglas claras de comportamiento. Una inspección somera de muchas de las intervenciones recientes de la Reserva Federal americana revela que las posibilidades de contenciosos legales derivados de muchas de ellos no son triviales y que quizás solo la gravedad de la situación, al crear un cierto ambiente de emergencia, ha impedido una judicialización de muchos problemas. En otras condiciones menos urgentes, una carta jurídica del regulador sistémico ambigua puede ser la invitación a unas disputas continuas. Imaginémonos, solo como un hipotético, una empresa financiera que acabe de crear un nuevo instrumento sintético y que este sea limitado en su comercialización por el regulador sistémico. ¿No tendría acaso esta empresa un fuerte incentivo a oponerse a esta actuación por la vía judicial alegando el principio fundamental de libertad de las partes en los contratos? Estos problemas podrían ser especialmente agudos en los casos de instituciones financieras con una menor relación en el largo plazo con el banco central y por tanto con un menor incentivo a mantener una “cordial colaboración.”

Finalmente, el tercero y probablemente más importante de los problemas es que aunque creásemos un regulador sistémico con alto grado de discrecionalidad, los funcionarios en el mismo aún necesitarían de un marco analítico con el que tomar decisiones. En ausencia de este marco ni está claro lo qué debe de hacer el regulador sistémico no el atribuir discrecionalidad parece totalmente sensato. Si durante los años anteriores a la crisis existía un menor apoyo a la idea de reglas en vez de discreción en la política monetaria era en buena medida porque los banqueros centrales, al menos en las economías avanzadas, parecían seguir una pauta de comportamiento clara que se acercaba mucho a una regla predeterminada. Esto era fruto de un consenso emergente acerca de las potencialidades de la política monetaria y de cómo esta podía operar. Y este consenso no existe para las labores del macro-regulador porque no parece existir un modelo claro de la interacción de los mercados financieros y el resto de la economía.

Es más, quizás un razón importante por la que el poder legislativo en la mayor parte de los países occidentales otorgó independencia a los bancos centrales y abjuró en buena parte de la dirección cotidiana de la política económica, fue precisamente por la existencia de un consenso que fijaba los límites de lo posible en términos de política monetaria y que permitía predecir, con un rango de incertidumbre reducido, lo que los banqueros centrales harían con su nueva independencia. En ausencia de consenso de cómo debe de actuar el regulador sistémico, los parlamentos nacionales serán de entrada reacios a crear el regulador o dotarle de los poderes adecuados y, posteriormente, a no interferir con su actuación. No olvidemos que la independencia de los bancos centrales no es un regalo divino: es fruto de una ley de las Cortes que se puede derogar en un abrir y cerrar de ojos.

En resumen: necesitamos pautas de actuación más concretas que una mera declaración de intenciones. Y estas son las que nos toca ahora evaluar.

Entre las reglas propuestas en la literatura podemos destacar:

1) El control del nivel de apalancamiento.

2) El control de la innovación financiera.

3) El control de las operaciones por cuenta propia.

4) La conversión obligatoria de deuda a capital.

5) La creación de tasas de riesgo de liquidez.

La semana que viene intentaré apuntar algunas reflexiones sobre estas cinco reglas. Mientras tanto, sigo recibiendo encantado vuestros comentarios.