De David Cuberes
Mientras escribo ésto el huracán Irma, una de las mayores tormentas jamás registradas, ha causado ya un elevado número de fatalidades y grandes destrozos en su paso por el caribe y Florida. Sólo unos días antes, el huracán Harvey provocó inundaciones espectaculares que obligaron a desalojar varias zonas de Texas y paralizaron durante días la ciudad de Houston. Y justo hoy viernes, cuando escribo esto, un terremoto de fuerza 8,2 acaba de sacudir el sur de México. Me ha parecido pues un buen momento para escribir una breve entrada sobre las consecuencias económicas de estos eventos en el medio y largo plazo.
Aunque a priori podría pensarse que es obvio que los desastres naturales deberían tener un efecto negativo en el PIB per cápita de un país, esto no es necesariamente cierto ni desde un punto de vista teórico ni empírico. Por ejemplo, en modelos de crecimiento económico Schumpeterianos de destrucción creativa, shocks negativos tienen un efecto positivo en la economía ya que son catalizadores de nueva inversión y de una mejora de las infraestructuras de un país (ver aquí).
Sin embargo, como en la mayoría de los estudios sobre los determinantes del crecimiento económico, medir el impacto de los desastres naturales es complicado. El motivo es que el efecto de estos shocks (aunque sean los shocks por sí mismos sean bastante aleatorios) suele ser mayor en economías que ya eran más pobres inicialmente. Esto hace que, en estudios econométricos de sección cruzada, la estimación del efecto esté sesgada al alza, debido al bien conocido problema de variables omitidas (ver aquí). El uso de series temporales alivia un poco este problema, pero no lo soluciona de forma efectiva.
Una solución es estudiar eventos de gran destrucción que ocurrieron de manera bastante inesperada y aleatoria. El trabajo de este tipo más conocido es el de Donald Davis y David Weinstein (ver aquí). Este estudio analiza el impacto de las bombas atómicas lanzadas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki en 1945. Su principal hallazgo es que ambas ciudades se recuperaron muy rápidamente del shock, al menos en términos de población: en apenas 15 años, estas ciudades volvieron a su posición relativa en la distribución de ciudades japonesas, como se ve claramente en este gráfico:
El problema con este estudio y otros parecidos (ver aquí) es que son muy específicos en cuanto a que se refieren a episodios aislados y (esperemos) irrepetibles. Además, por razones obvias, a nadie se le ocurriría catalogar estos shocks como “desastres naturales”.
Un reciente trabajo de Eduardo Cavallo, Sebastian Galiani, Ilan Noy, y Juan Pantano, (ver aquí) analiza el impacto de shocks negativos que, aunque mucho menos devastadores que una bomba atómica, suceden más a menudo, como por ejemplo los huracanes o terremotos. Para solucionar el problema de que algunos países son más susceptibles a estos shocks que otros (y no sólo por razones geográficas sino también económicas) la estrategia que utilizan es crear lo que se ha venido a llamar como cohortes sintéticas. Esta brillante idea fue inventada por dos economistas españoles, Alberto Abadie y Javier Gardeazábal hace ya algunos años en un famoso trabajo sobre el impacto del terrorismo de ETA en el País Vasco (ver aquí). La idea consiste en construir un grupo sintético de control, es decir, usar como grupo de control en el análisis una serie de países que no han sido afectados por ningún desastre natural pero que son muy parecidos a los países afectados, lo que permite estimar el efecto causal de estos shocks negativos.
El estudio de Cavallo y sus coautores usa datos sobre 196 países desde 1970 a 2008, aunque su análisis se centra sólo en desastres naturales que ocurrieron antes de año 2000, considerando desastre natural cualquier evento (natural, es decir ataques terroristas o guerras no están incluidos en la definición) que satisfaga uno de los siguientes criterios: diez o más personas fallecidas, 100 personas afectadas, declaración de estado de emergencia, o llamada a la asistencia internacional. Los desastres analizados se centran en terremotos (incluyendo tsunamis), inundaciones, y huracanes. Además, sus datos permiten medir la severidad del desastre con información sobre el número de fatalidades y daños directo en dólares. El estudio solamente estudia grandes desastres, definidos como desastres cuyas magnitudes se encuentran en el percentil 75 (o mayor) de la distribución de severidad. Un reciente ejemplo de un desastre de este tipo es el terremoto de Haití en 2010 que causó más de 20,000 muertes por un millón de habitantes. El huracán Katrina, por ejemplo, también se considera un gran desastre, a pesar de que solamente 7 personas por cada millón de habitantes perecieron en él.
Los resultados de este estudio muestran que, solamente desastres de grandes proporciones tienen un impacto negativo en el PIB per cápita de un país tanto en el corto como en el largo plazo. Por ejemplo, diez años después de un gran desastre natural, el PIB per cápita promedio en los países afectados es un 10% más bajo que antes del desastre, mientras que, en países similares que no sufrieron el shock hubiera sido un 18% mayor. El siguiente gráfico resume este resultado para los mayores desastres de la muestra, con la línea con círculos representando los países afectados por estos desastres y la línea con triángulos representando el resto de países similares, pero no afectados por ellos.
Sin embargo, los autores muestran como estos sustanciales efectos se explican, en gran parte, por eventos posteriores a los desastres. En concreto, como se aprecia en el gráfico de abajo, el efecto negativo medio desaparece si uno elimina de la muestra dos revoluciones políticas radicales que tuvieron lugar justo después de dos grandes desastres (¿tal vez propiciadas por estos desastres?): la Revolución Islámica en Irán en 1979 y la Revolución Sandinista en Nicaragua en ese mismo año. Esto se aprecia claramente en este gráfico, que es el mismo que el anterior, pero excluye los dos desastres que precedieron a estas revoluciones (en ambos casos terremotos de gran magnitud que tuvieron lugar en estos países poco antes de las revoluciones).
En resumen, a pesar de los enormes costes para los afectados por desastres naturales (los efectos que podrían llamarse microeconómicos), la evidencia empírica parece indicar que, a nivel macroeconómico, estos efectos suelen ser temporales y relativamente pequeños. Esto no sugiere de ninguna manera que no sea conveniente invertir en políticas de prevención de estos desafortunados eventos ni escatimar recursos para ayudar a sus víctimas. Sin embargo, los cálculos del trabajo que he resumido ayudan a poner el coste macroeconómico real de estos eventos en contexto.