Ya les he contado en alguna ocasión que una de las pocas ventajas de pasar una fracción considerable de mi tiempo en trenes y aviones es que ahora leo más que antes. Hoy voy a comentarles uno de los libros más interesantes que han caído entre mis manos en los últimos meses. Economía y Pseudociencia, de José Luis Ferreira.
Primero, un disclaimer: José Luis es compañero (y sin embargo amigo) en la Universidad Carlos III de Madrid, así que mi valoración puede estar influenciada por el gran respeto que tengo a su capacidad profesional. Pero quien no se fíe de mí siempre puede probar a leer su también muy interesante blog (donde además se referencian sus contribuciones a otros blogs) para decidir si exagero. En el blog podrá comprobar además una motivación que lleva a escribir este libro: la impaciencia con el pensamiento falto de rigor y con el tertulianismo televisivo que invade nuestra vida pública, y una pasión racional por la buena filosofía. En el libro se repasan errores sistemáticos que se suelen cometer al pensar en temas económicos, y se contesta a una pregunta fundamental: ¿es la economía una ciencia?
El capítulo introductorio nos habla de las nefastas consecuencias para el debate económico del anumerismo, la falta de cuidado al utilizar y pensar en las magnitudes básicas del mundo en general, y de la economía en particular. Es una gran idea empezar por ahí. Otros buenos economistas (Juanjo Dolado, José García Montalvo) me cuentan que suelen comenzar sus clases con un repaso a grandes números para que los estudiantes tomen conciencia de algunas magnitudes importantes para pensar en economía: el tamaño del PIB español en números absolutos, cuánto nos cuestan los intereses de la deuda, cuántos trabajadores hay en España, por poner sólo unos ejemplos. Es llamativo lo lejos que se puede llegar simplemente conociendo bien algunas magnitudes básicas. Jesús Fernández Villaverde lo ilustró magistralmente aquí cuando nos explicaba la desagradable aritmética del ajuste fiscal que ya hace tres años se veía complicadísimo.
Otro capítulo repasa errores de concepto básicos. Por ejemplo, el rechazo apriorístico del mercado como sistema de asignación de recursos, que proviene de inclinaciones ideológicas o de simple incomprensión de su funcionamiento. Lo cual no quiere decir que José Luis (o los que aquí escribimos) piense que el mercado lo resuelve todo, también hay un capítulo sobre los errores de la desregulación apriorística. Simplemente no es buena idea rechazarlo por principio, sino que hay que estudiar cuándo puede funcionar bien y cuándo deja de ser un buen sistema de asignación. En mi experiencia, el error de concepto puede surgir incluso en personas muy educadas, que por su tipo de formación están acostumbradas a diseñar sistemas “open-loop” (sin retroalimentación) y no se dan cuenta de que la economía es un sistema auto-organizado, en el que justamente por esa retroalimentación las intervenciones pueden dar lugar a consecuencias no deseadas: ponemos un precio máximo y el bien ya no se vende; o una subvención a la compra de vivienda y el precio sube tanto que el gasto fiscal beneficia sobre todo al vendedor.
Un capítulo particularmente entretenido es el que se refiere a los errores con nombre y apellido. Los lectores de estas páginas recordarán lo que Jesús Fernández-Villaverde bautizó como error Martínez-Noval, que consiste en sostener que la legislación laboral no afecta al desempleo porque es la misma en todas las comunidades autónomas y las tasas de desempleo son muy distintas en unas y otras. Un razonamiento que como nos explicaba Jesús es equivalente a decir que el virus de la polio o la gripe no pueden ser la causa de esa enfermedad porque hay gente que lo contrae y no padece la enfermedad o no presenta síntomas. Partiendo de este primer error, José Luis nos guía por una antología del disparate muy didáctica.
Pero mi capítulo favorito es el que se denomina “interludio metodológico”, donde se explica con gran claridad cómo investigamos los economistas, qué métodos utilizamos para contestar las preguntas que nos interesan y por qué se puede defender que la economía es una ciencia. Sospecho que una motivación adicional del autor para escribir el libro procede de sus conversaciones con otros científicos con los que comparte la afición a desenmascarar a charlatanes variados en la esfera pública. En ese empeño a menudo se ha enfrentado con la confusión de estas y otras personas que tienen una visión distorsionada de lo que es la economía. Ahora les podrá decir con más tranquilidad: “como muestro en el capítulo 5 de mi libro…”. Nos ha hecho un favor, creo que yo también referiré en más de una ocasión a otros escépticos a que se lean este libro.
Hay muchas más cosas. Discusiones sobre por qué no es verdad que los economistas profesionales creemos que “el mercado lo resuelve todo”; o refutaciones bien documentadas de que “los economistas no vimos venir la crisis” y otras teorías conspiratorias sobre la misma (así como autocríticas también muy fundadas). Un capítulo que es una auténtica perla es el referido a la elección social, está al final del libro y sería una pena que se lo perdieran, de manera que a quienes tengan problemas de autocontrol como yo les aconsejo que sigan la recomendación del autor y lean en cualquier orden. Por ejemplo, comenzando con ese capítulo.
Una de las pocas cosas buenas que ha traído esta crisis es un mayor interés del público por las cuestiones económicas y una mayor disposición de notables economistas como José Luis a divulgar la ciencia y entrar en el debate público. Para los que acaben este libro y tengan ganas de más, la diversión no acaba aquí, muy pronto esperamos con gran interés poder reseñar el libro de Luis Garicano: El enigma de España: modernidad o peronismo, y no mucho más tarde el de Nacho Conde: ¿Qué va a ser de mi pensión?.