Uno de los problemas más controvertidos en educación es el de las escuelas que utilizan metodologías modernas de aprendizaje. A muchos de ustedes les sonarán los nombres de Montessori , Waldorf , o Summerhill. Hay quien piensa que una parte sustancial de la “decadencia” de la educación en el mundo occidental se debe al intento de llevar estas experiencias educativas a las escuelas en general. Los partidarios, incluidos legiones de ex-alumnos de tales escuelas, piensan que la única manera de superar nuestro estancamiento es precisamente adoptar sus prácticas. La evidencia que presentaré hoy indica que este tipo de escuelas pueden ser muy útiles, pero que seguramente no es una buena idea generalizarlas.
El origen de la escuela moderna, también llamada alternativa o no tradicional puede rastrearse en el de Emilio de Rousseau, un libro que explica la manera en la que la bondad natural del hombre puede conjugarse con una sociedad que nos lleva a toda clase de vicios. Fundamentalmente se trata de que el niño desarrolle un aprendizaje activo, que extraiga conclusiones de un conjunto variado de experiencias que ponen frente a sí los educadores, cuya misión es la de permitir que el científico natural que está presente en el ser humano de manera instintiva pueda desarrollarse. Aunque es una simplificación grosera, la mayor parte de las escuelas alternativas parten de supuestos similares a los de Rousseau para llegar a metodologías con muchas coincidencias.
Esta escuela moderna está en la base de muchas innovaciones legales sobre educación en el mundo occidental, muy notablemente en el espíritu de la LOGSE, en cuyo preámbulo se dice que “la educación compartirá con otras instancias sociales la transmisión de información y conocimientos, pero adquirirá aún mayor relevancia su capacidad para ordenarlos críticamente, para darles un sentido personal y moral, para generar actitudes y hábitos individuales y colectivos, para desarrollar aptitudes, para preservar en su esencia, adaptándolos a las situaciones emergentes, los valores con los que nos identificamos individual y colectivamente.”
Este tipo de escuela tiene numerosos críticos. Una voz influyente en este asunto es Alicia Delibes, actual viceconsejera de educación de la Comunidad de Madrid, quien en su libro La gran estafa. El secuestro del sentido común en educación argumenta que Rousseau es “el padre de eso que hoy se llama ‘angelismo’ escolar y que impide a los educadores, padres o profesores, ejercer su autoridad e imponer la imprescindible disciplina que haga posible la convivencia.” Pero esta opinión parece contradecirse con los resultados escolares de escuelas como la Montessori o Waldorf. Todos los ex-alumnos de estas escuelas que conozco son brillantes profesionales, gente original y creativa, la mejor publicidad posible de su metodología docente. Por otro lado, el epítome de la escuela tradicional se encuentra en la repetitiva y memorística metodología confuciana que practican los colegios de Asia oriental. Cuyos alumnos, como saben nuestros lectores , rebasan en una desviación estándar a los chicos de las escuelas occidentales. ¿Podemos reconciliar de alguna manera las dos observaciones?
Una respuesta sencilla pasa por el sesgo de selección en mis observaciones. Las escuelas alternativas que producen los alumnos brillantes que conozco son instituciones privadas que trabajan con hijos de gente culta y educada, que tienen centenares o miles de libros en casa y que probablemente han gozado de todas las ventajas que el ser humano puede otorgar a sus vástagos, incluyendo genes privilegiados. En estas condiciones lo raro es que fracasen. Es posible, incluso, que su éxito ocurra “a pesar de” Montessori o Waldorf y no a causa de los mismos. Así pues, los egresados inteligentes de las escuelas alternativas lo pueden ser “por casualidad” y los chicos listos de Asia la norma. Pero esta respuesta no es concluyente y nos llevaría a una discusión eterna. Mejor buscar una evidencia lo más cercana a un experimento que podamos encontrar.
Y, como de costumbre, Victor Lavy acude en mi ayuda (vía Manuel Bagüés, que me proporcionó la referencia). Un artículo reciente de este invitado habitual en nuestra página se dedica justamente a estudiar el problema de los estilos docentes. Como de costumbre, Lavy utiliza datos de Israel. Más concretamente, datos de los exámenes estandarizados de hebreo, inglés matemáticas y ciencia, que se realizan en quinto y octavo curso (segundo de la ESO, en nuestro sistema). La base de datos es muy rica e incorpora un cuestionario a los profesores. En el cuestionario se les pregunta por 29 características de su sistema pedagógico, que después se agrupan en cinco categorías: (1) transmisión de conocimientos y mejora de su comprensión, (2) transmisión de capacidades aplicadas, analíticas y críticas, (3) transmisión de capacidad para el estudio individual, (4) transparencia, equidad, y retroalimentación, y (5) trato individual de los estudiantes. Lavy interpreta, de manera razonable, que las prácticas que caen bajo el epígrafe (1) son tradicionales y las que caen bajo (2) son modernas. Para cada categoría los profesores expresan el nivel de intensidad con que la aplican.
La riqueza de la base de datos permite identificar el efecto causal de distintas prácticas. Los profesores tienen ideologías o metodologías variadas. Si un mismo alumno se ve expuesto en un momento del tiempo a un profesor moderno y en otro a un profesor tradicional esencialmente al azar y los resultados son distintos, podemos atribuir a la metodología la diferencia de resultados. Buena parte del artículo se dedica a convencernos de que la exposición es aleatoria o de introducir controles para compensarlo cuando no lo es.
Los resultados son muy llamativos. En realidad los dos estilos de enseñanza tienen efectos positivos. La gracia es que los dos son positivos de manera muy diferenciada. Si nos fijamos para empezar en la tabla 8 (reproducida más abajo) podemos ver que, en media, el efecto del estilo tradicional (T1 en la tabla) es muy fuerte en las chicas y en los alumnos de bajo estatus socioeconómico (segunda y cuarta columnas). En cambio el efecto del estilo moderno es estadísticamente parecido en todos los grupos.
Otro resultado importante se puede ver en la tabla 9, que reproduce los estimadores del efecto para distintos puntos en la escala de capacidad. Allí se puede ver que el estilo tradicional (primera columna) es muy efectivo por debajo de la mediana, mientras que el estilo moderno es singularmente eficaz por encima de la mediana.
La tabla 7, por otro lado, nos da un resumen de los efectos para distintos niveles de intensidad del tratamiento. Es decir, para distintos niveles de aplicación de la metodología. La columna 1 mide los efectos de un tratamiento medio, la columna 2 los de un tratamiento en el tercil intermedio y la columna 3 los de un tratamiento en el tercil superior. La respuesta es clara, la metodología moderna es muy efectiva con tratamientos muy intensos, y la tradicional con tratamientos moderados.
La conclusión de este análisis es que mi evidencia anecdótica se explica muy bien con estos resultados. Si tiene usted un colegio con alumnos brillantes y profesores muy motivados, sea usted tan moderno como le parezca. En caso contrario, los experimentos con gaseosa. La conclusión de política es que puede ser útil dejar experimentar a los colegios con la metodología que mejor les parezca a los implicados y admitir la variedad. Si los resultados son buenos, adelante. Si son malos, volvemos a las tablas de multiplicar y la lista de los reyes godos.