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El estigma de la enfermedad, con especial énfasis en la mental

A raíz de la última entrada que publiqué por estas páginas, y que trataba sobre la salud mental de los universitarios, recibí tantos contactos que estaba dando vueltas a cómo volver a incidir en este asunto tan preocupante. El problema me lo ha resuelto Sebastían Lavezzolo un colega del departamento de CC.SS. de la UC3M quien amablemente me enseñó un artículo sobre salud mental entre doctorandos de ciencia política. Esto me ha convencido de que un fenómeno importante asociado al problema, y a su difícil solución es el estigma asociado a la enfermedad mental.

Pero vamos por partes. ¿Qué dice el artículo que me envía Sebastián? Los autores hicieron una encuesta entre estudiantes de doctorado de 7 de los 10 mejores departamentos según el ranking del US News and World Report. Utilizaron el Cuestionario de Salud del Paciente (PHQ-9) para medir si los participantes tenían síntomas de depresión y ansiedad. Los que contestaron son voluntarios y por tanto las respuestas no son representativas, pero con una tasa de respuesta del 47% está en la parte alta de la banda para un cuestionario así, y hay alguna evidencia de que el sesgo de selección no es muy grande, si es que existe. Pero como verán incluso si fuera máximo, los resultados son preocupantes.

Aproximadamente un 29% experimentan depresión y un 32% ansiedad (con una correlación alta entre las dos afecciones). Un 16% han contemplado el suicidio en las últimas dos semanas. Todo esto es muy duro, pero, aunque la incidencia es algo mayor de lo que les contaba hace unas semanas, no cambia mucho el mensaje general. Lo que me llamó la atención fue otro resultado. De los estudiantes que según el cuestionario tenían problemas serios, sólo una minoría se estaban tratando. Un 33% de los que tenían depresión y un 42% de los que tenían ansiedad. Además, el problema no era de falta de información. Un 93% sabían cómo conseguir ayuda, pero solamente un 64% estaba considerando hacerlo.

Lógicamente hay muchos motivos para no buscar ayuda en una situación complicada. Pero uno que me preocupa especialmente es el estigma asociado a la salud mental. Esto se revela en algunos comentarios a la misma entrada. Por ejemplo, en el blog alguien dijo “En serio, si todavía se estuviera hablando de este asunto en Corea del Sur me lo creería, pero ni en EEUU ni en España es un problema relevante.” Luego, en Twitter un comentarista habló del foco en la salud mental como “una moda.” Y no son fenómenos aislados, por no acusar solamente a los demás, pensemos cuántas veces hemos usado la enfermedad mental como un insulto o despectivamente (¡yo mismo lo hice en una versión anterior del artículo, pero Sebastián me avisó al leerlo!).

En estas condiciones no es extraño observar, como hace este estudio de Bharadwaj, Pai y Suziedelyte que el fenómeno está muy extendido. Estos autores fusionan una encuesta a más de 250.000 individuos mayores de 45 años, con registros administrativos de prescripción de fármacos para enfermedades mentales. Y hacen lo mismo para otras enfermedades presumiblemente menos sujetas a estigma: enfermedades cardiovasculares y diabetes. El resultado es claro: el 36,5% de las personas que usan antidepresivos no responden que hayan sido diagnosticados con depresión. La tasa promedio de infrarrespuesta de todos los demás diagnósticos es el 17%. La diabetes tiene la más baja de todas con el 11%. No parece que ni el estilo comunicativo del doctor sea una explicación alternativa (mostrado en una submuestra para la que el mismo doctor diagnostica la enfermedad mental y coronaria), ni fallos en la memoria (solamente se utilizan diagnósticos muy recientes). En cambio, se observa que los varones, individuos sin título universitario, y los de origen nacional en Asia, África u Oriente Medio son más propensos a subestimar la enfermedad mental. Esto es significativo porque es probable que el origen cultural del estigma sea mayor en estos grupos.

Un estudio de Cronin, Forsstrom y Papageorge refuerza estos resultados. Los autores comienzan revisando la literatura reciente y observan que comienza a haber evidencia de alta calidad de que la psicoterapia es más curativa que antidepresivos para la depresión y la ansiedad de leve a moderada. Pero también se observa que pocos pacientes la usan (un 13% de los americanos toman antidepresivos y solamente un 3% usan terapia). Los autores desarrollan y estiman un modelo estructural dinámico de toma de decisiones sobre tratamiento en el contexto de la depresión y la ansiedad. El modelo incorpora costos que suelen aparecer en trabajos anteriores como impedimentos para el uso de la psicoterapia. Los resultados son decepcionantes. Por un lado, hay alrededor de un 20% de la población que se beneficiaría de la psicoterapia. Pero los autores también nos dicen que: “en nuestro tercer conjunto de contrafactuales evaluamos varias políticas que comúnmente se sugiere que reducirían las barreras a la psicoterapia y, por lo tanto, aumentarían su uso, incluidos los costos monetarios y de tiempo. Los individuos apenas responden a precios más bajos de la psicoterapia o una reducción en los costos de tiempo.”

Los resultados anteriores sugieren que quizá las medidas más tradicionales que recomendaría un economista no funcionan (aunque luego voy a poner un punto de esperanza/discrepancia también ahí). Hay algo que impide que se usen más los tratamientos, y el estigma es un candidato claro. El margen de esperanza puede surgir de un sector diferente, el del estigma asociado al VIH (el que causa la enfermedad del SIDA). Hang Yu realizó un ensayo aleatorio en Mozambique para comprobar si un tratamiento informativo podía aumentar la cantidad de personas que tomaban una prueba de VIH. La observación interesantísima inicial es que la gente sobrestima el nivel de estigma asociado al VIH. El experimento consiste en informar de manera correcta al grupo de tratamiento sobre el tamaño del estigma, y dejar al grupo de control sin información extra sobre el estigma. Esta intervención elevó la tasa de aceptación de la prueba del VIH en 8.1 puntos porcentuales (o en un 39 por ciento) con respecto al 20.7 por ciento bajo la condición de control. Si el estigma de la enfermedad mental estuviera también sobrestimado (y dado el pesimismo generalizado que caracteriza a las depresiones esto no parece un disparate), quizá esta intervención tenga interés también en este entorno.

Por otro lado, tampoco deberíamos dejarnos llevar por el pesimismo que puede generar el estudio de Cronin y coautores. Por un lado es solamente un estudio y aunque usa ensayos aleatorios como la base de las estimaciones, no deja de ser un trabajo computacional. Y por otro lado, el estigma al que se refiere es solamente al tratamiento psicoterapéutico. Por eso da esperanza que en el contexto de las pruebas de VIH, Rebecca Thornton nos muestra con un ensayo controlado en Zimbawe que aunque el estigma existe, incentivos bastante modestos a los participantes aumentan el uso de las pruebas. Los participantes se aleatorizan entre bonos que van de 0 a 3 dólares por tomar una prueba de VIH (y en algunos casos otras enfermedades de transmisión sexual). El resultado es interesante, recibir incentivos más que dobla la demanda, como se puede ver en el primero de los gráficos que pongo a continuación. Y la demanda aumenta incluso para las cantidades más modestas de manera notable, ya pare 10 centavos tenemos impactos que doblan la demanda, como se puede ver en el segundo gráfico.

Así que terminaría con una nota positiva. No sabemos seguro si se puede estimular la demanda de servicios de salud mental. Y desde luego la oferta de estos servicios desde el sector público es muy deficiente. Sin embargo, no hay evidencia que nos diga que el problema es intratable. Si incluso podemos luchar eficazmente contra una enfermedad tan estigmatizada como el SIDA, deberíamos poder con la salud mental.