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Bachillerato de excelencia: primero observar, después juzgar

La presidenta de la Comunidad de Madrid ha anunciado un bachillerato de excelencia para el curso que viene. Las reacciones no se han hecho esperar (ver por ejemplo aquí, aquí, o aquí). Yo, por mi parte, no veo un motivo claro para tomar posiciones extremas de entrada. Voy a argumentar que el problema que se intenta arreglar es serio, y merece la pena probar cosas y acumular evidencia para ver como funcionan.

En este blog nos hemos cansado de decir que el problema educativo más serio que tiene España es la falta de excelencia (aquí o aquí). Como vale la pena repetirlo, les pongo otra vez la gráfica del bloque de puntuación más alta (los excelentes) por países en el examen de PISA. Verán que tenemos entre la mitad y la tercera parte de chicos (per capita) que muchos países (España 3,4%, el promedio 7,6%, Alemania 7,6%, Reino Unido 8%, Francia 9,6%), que, a su vez, tienen porcentajes de alumnos parecidos a los nuestros en las categorías más bajas.

Por tanto, hay un problema que arreglar y no se puede esconder la cabeza. Y un bachillerato de excelencia es una posible solución. ¿Qué nos dice la evidencia internacional sobre esta solución (por desgracia, no hay evidencia nacional que señalar, lo cual ya es un indicio de cómo estamos)?

Este tipo de política se conoce genéricamente como agrupamiento de estudiantes por niveles de capacidad. La evidencia inicial, procedente de bases de datos longitudinales, parecía indicar que esta medida de política era positiva para los alumnos más capaces, aunque perjudicial para los estudiantes menos capaces, que ya no pueden aprovechar la ventaja de estar con aquellos compañeros. Esto es, muy probablemente, lo que está detrás de las críticas honestas al programa de Madrid.

Sin embargo, Betts y Shkolnik mencionan una serie de problemas con las comparaciones. Por ejemplo, la medición de la capacidad es imperfecta y, por tanto, el agrupamiento no es muy homogéneo. Ciertos colegios no realizan oficialmente un agrupamiento por capacidades, pero podrían llevarlo a cabo de manera informal. En algunas bases de datos, se pide a los profesores que identifiquen si una clase está “por encima de la media”, “en la media”, “por debajo de la media” o es “heterogénea”. Sin embargo, no resulta evidente cuál es la diferencia de capacidad en grupos “heterogéneos”. A veces, las encuestas no distinguen entre agrupamiento por capacidades y canalización de estudiantes hacia diferentes caminos curriculares. Los colegios que agrupan el alumnado con arreglo a su nivel académico podrían asignar más recursos a los grupos menos capaces, confundiendo así los efectos de los recursos y del agrupamiento. Por último, es posible que los estudiantes sean divididos en grupos dentro incluso de la misma clase.

Dados los anteriores problemas con las bases de datos, un reciente estudio de
Duflo, Dupas y Kremer resulta muy útil. Estos autores comparan 61 colegios keniatas donde los estudiantes fueron asignados aleatoriamente a un aula de primer curso con otros 60 colegios donde los alumnos fueron agrupados en función de su rendimiento inicial. La calificación de los estudiantes de colegios con alumnado agrupado fue 0,14 desviaciones típicas superior (tras 18 meses) a la de los niños en colegios sin alumnado agrupado, y el efecto se mantuvo tras la finalización del programa. Lo más interesante es destacar que los alumnos de todos los niveles de capacidad se beneficiaron del agrupamiento por capacidades. Dado que el mismo estudio (como muchos otros) también revela que el efecto directo de tener compañeros más capaces es positivo, parece claro el agrupamiento tiene dos efectos. Por un lado la separación priva a los alumnos menos avanzados del contacto beneficioso con los mejores. Pero por otro lado permite a los profesores modular mejor el ritmo de la clase de cuando ésta es más homogénea. En algunos, casos, como el de estas escuelas de Kenya, el efecto de la mejor adaptación es mayor que el de tener compañeros de clase brillantes.

Voy a resumir, para acabar, otro estudio reciente de Damon Clark que es de gran interés porque se refiere a las elitistas grammar school británicas que en buena medida sirven de modelo al programa madrileño. Estas escuelas de secundaria, públicas y gratuitas, se distinguen por admitir al 20% de estudiantes británicos con mejores notas en la reválida de los 11 años. Los estudiantes tienen profesores especialmente seleccionados y un currículo más exigente que los estudiantes del resto de escuelas. Para analizar el efecto de estas escuelas el autor utiliza lo que se llama una regresión de discontinuidad. Esto es, más o menos, equivalente a comparar estudiantes justo por encima y por debajo de las notas de corte que permiten entrar en esta escuela. La idea es que esos alumnos son prácticamente iguales y por tanto sus diferencias finales de resultados se deben a la escuela.

Los resultados son algo sorprendentes. Por un lado, las notas de los estudiantes de grammar schools en exámenes estandarizados no parecen ser muy distintos a los de otros estudiantes similares que no fueron a esas escuelas. En la especificación más conservadora los efectos estimados son del orden de un sexto de una desviación estándar mejores, y no siempre significativamente distintos de cero. Pero, por otro lado, es significativamente más probable que los estudiantes de grammar schools sigan el tipo de cursos más exigentes que son necesarios para llegar a la universidad. El artículo muestra evidencia que sugiere que efectivamente se aumenta la tasa de progresión a la universidad entre 2 y 5 puntos.

El sistema educativo español tiene peculiaridades que hacen difícil extrapolar los resultados a nuestro país de manera concluyente. Además, es improbable que sacar de su grupo natural a un grupo tan pequeño (un centenar de estudiantes de todo Madrid) genere ningún efecto negativo en los que se quedan. Por este motivo me parece que lo razonable es rebajar el tono del debate y analizar los resultados del programa con el máximo rigor. Y dentro de cuatro años, en las próximas elecciones, hablamos. Con los datos en la mano y con el mínimo de prejuicios en la mochila.