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¿Qué le pasa a Toyota?: la intervención en seguridad como bien público

Yo conduzco un Toyota, mi mujer conduce un Toyota, también mi hermano, mi madre y un cuñado. Así que no tengo ningún interés contrario a la marca. Más bien al revés. Pero como es lógico estoy escandalizado con las noticias que han surgido alrededor de sus problemas de seguridad.

Lo triste es que escogí (y convencí a otros para que escogieran) coches Toyota porque sus estadísticas retrospectivas de averías eran muy buenas. Una fuente muy importante sobre los problemas mecánicos de los coches la proporciona el club automovilista alemán (ADAC). Si miramos las estadísticas más recientes (aquí), vemos que los vehículos de la marca solían estar entre los mejores para cada gama del producto.

Pero claramente no nos podemos relajar. Los latinos decían “caveat emptor”, algo así como “comprador, tenga cuidado” y así debe ser. Los compradores debemos poner los cinco sentidos en el proceso si queremos evitar males mayores, adquirir la información necesaria y no esperar que otros compradores, el Estado o la preocupación de la empresa por su reputación vayan a sustituir la “debida diligencia” de quien tiene más interés en el acto.

Y, sin embargo, hay una razón legítima para la implicación del Estado en la provisión de seguridad para el consumidor. La información sobre la calidad de un producto tiene características de bien público de libro de texto. Si mi coche falla, pero no lo hace espectacularmente, no tengo un incentivo muy grande a denunciar el fallo. Mi coste de ir a los tribunales es elevado, y el resarcimiento escaso para mí. La información no trasciende y la empresa se va de rositas. Pero esta información tiene una utilidad evidente para muchas personas. Incluso cuando es algo más grave, puede haber dificultades serias para probar que hay un fallo sistemático en un vehículo si no existe la posibilidad de coordinar la información sobre casos aislados. Claramente, es mejor que alguien centralice esta información y la haga pública, y que se castigue a las empresas que lo hacen mal.

La historia moderna de la protección al consumidor comienza justamente por los fallos de un coche, el deportivo Chevrolet Corvair de General Motors, que publicitó Ralph Nader en su famoso libro Inseguro a cualquier velocidad. El libro documenta fallos de seguridad (no solamente del Corvair) de muchos vehículos que, esto es lo importante, eran bien conocidos por los ejecutivos de las empresas automovilísticas, pero que hacían los coches más atractivos en otras dimensiones, o más baratos. El hecho de que los fallos fueran conocidos hace pensar que la preocupación por la reputación de la empresa no es suficiente para asegurar un estándar de seguridad elevado.

Esto no es uniforme entre empresas ni entre países, claro. Un artículo de Barber y Darrough muestra que las acciones de empresas japonesas caían más que las de las americanas (de los 70 a los 90) cuando había un recall (que la web de Toyota traduce por “llamada a revisión preventiva”). La interpretación más razonable es que para una empresa que produce (quizá debería decir producía) vehículos de mayor calidad, un evento de esta naturaleza produce una sorpresa mayor, y por tanto la variación de los precios (que sobre todo refleja las “novedades”) debe sufrir una variación más aguda.

Y ¿qué pasa en España? La buena noticia es que ahora mismo las autoridades están llamando a revisión preventiva a los conductores afectados. La mala es que hemos tardado más que el resto de Europa en reaccionar. Fernando Moreno, documenta en Diario Motor que el 1 de febrero no había rastro del problema en la web española de Toyota (ahora ya sí), mientras que sí que recibía atención en las páginas de Alemania, Francia, Italia y Portugal, lo que le hace preguntarse irónicamente si es que los Toyotas españoles no tenían problemas. Ya me he quejado en un post anterior de que en España no siempre somos suficientemente exigentes con la calidad de los productos que consumimos. Quizá por una historia de autoritarismo que nos hace culturalmente remisos a quejarnos ante la autoridad competente. Razón de más para sugerir que una posible lección de este asunto es que las autoridades deberían hacer más fácil que los consumidores se quejen y que sus quejas produzcan resultados.

Joaquín Coleff, uno de nuestros brillantes doctorandos en la Carlos III, me avisa de que esta política puede generar la conclusión paradójica de que los defectos aumenten. Si es más fácil quejarse ante un defecto, la satisfacción y la demanda aumentan y, en ese caso, la expansión de mercado puede hacer que la empresa decida disminuir el control de calidad, cosa que se observó en los EEUU cuando en los 90 las autoridades competentes permitieron las quejas contra compañías automovilísticas via Internet. Afortunadamente, en el modelo de Joaquín el bienestar del consumidor aumenta de todas formas con la facilidad de quejarse, así que la implicación de política que adelantaba no se modifica.

En realidad, esto no es tan paradójico si lo piensan bien. La mayoría de los productos hoy día tienen una obsolescencia planeada más rápida que en tiempos de nuestros padres. No creo que nadie tenga una cocina o una mesa de comedor centenaria, por ejemplo. Ni falta que hace.