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¿Nos van a quitar las máquinas de trabajar?

exmachinaPor Samuel Bentolila y Juan F. Jimeno

En 1956 Herbert Simon, premio Nobel de Economía en 1978, escribió: “las máquinas serán capaces de hacer cualquier trabajo que un ser humano pueda hacer”. Esta previsión parece ahora mucho más cercana. "Cualquier cosa que puedas hacer, la inteligencia artificial puede hacerla mejor", titula una reciente monografía de The Economist sobre el futuro del trabajo. Y los vehículos autodirigidos, por ejemplo, parecen darle la razón (aunque quizá no siempre... o sí). Si las máquinas hacen el trabajo, ¿qué harán los humanos?

Una respuesta optimista es que podremos disfrutar de más ocio, consumiendo la producción de las máquinas mediante la percepción de una renta básica sin trabajar; o sea, que nunca más estaremos condenados a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente.

La visión pesimista la avivó un libro superventas de 2014, "The Second Machine Age" (ya traducido), de Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee. Estos autores ven los efectos positivos pero también sostienen que las empresas solo emplearán a los (pocos) trabajadores que no puedan ser reemplazados por máquinas, lo que reducirá los salarios y creará mucho paro. La creencia ludita en la eliminación de las oportunidades de empleo por el progreso tecnológico resucita de forma recurrente y anunciar el “fin del trabajo” ha servido a menudo para capitalizar predicciones totalmente equivocadas… ¿hasta ahora? ¿Serán los efectos sobre el empleo de las futuras innovaciones tecnológicas diferentes de los observados en el pasado y tendrán razón al final los luditas?

Para responder a esta pregunta, conviene empezar sintetizando lo que hemos aprendido acerca del impacto de los desarrollos tecnológicos en el empleo durante las últimas décadas. Lo vamos a hacer de la mano de un trabajo divulgativo reciente de David Dorn. Por suerte, la realidad no es blanca ni negra, sino que hay tonos de gris.

Comencemos señalando que el progreso tecnológico puede aumentar el paro en el corto plazo, pues provoca que los trabajadores se desplacen de las ocupaciones y los sectores obsoletos a los viables. La transición puede ser costosa y larga, lo que en parte depende de instituciones laborales como la negociación colectiva, la protección de los empleados (costes de despido) y los parados (prestaciones por desempleo) o la intermediación laboral. La cuestión que nos ocupa aquí, no obstante, es el efecto del progreso tecnológico en el largo plazo, es decir una vez que los trabajadores se han adaptado al cambio.

Una primera razón para ser escéptico acerca de la visión neoludita es que, a pesar de todo, estamos en un periodo de crecimiento de la productividad relativamente bajo. Por ejemplo, en EEUU el PIB per cápita ha crecido un 1.6% anual desde 1973, mientras que en 1950-1973 creció un 4% (y en Europa es aún peor). Robert Gordon argumenta en un libro reciente que en el periodo 1870-1970, que llama de la "Gran Innovación", hubo grandes avances como la electricidad, el motor de combustión interna, el desarrollo de los plásticos y muchos otros. Por el contrario, ahora las innovaciones se dan sobre todo en las nuevas tecnologías (informáticas) y por ello el crecimiento económico seguirá cayendo. Este bajo crecimiento de la productividad, junto con un menor crecimiento de la población y su envejecimiento, son las principales causas del renacimiento de la hipótesis del estancamiento secular que anuncia de forma vehemente Larry Summers, entre otros.

Supongamos no obstante que la producción se mide mal o que Gordon se equivoca. Incluso así, si observamos la tasa de empleo desde la mitad del siglo XIX, periodo en que ha habido muchísimas innovaciones tecnológicas, la proporción de la población empleada es muy estable, como se observa en este gráfico del Banco de Inglaterra para el Reino Unido, reproducido por Dorn:

tasaempleogb

Algo parecido, con más oscilaciones cíclicas, se observa en la tasa de paro. O sea, que no hay una tendencia secular de caída del empleo o de aumento del paro. ¿Cómo puede ser? Sobre todo porque el progreso técnico, por un lado, deja obsoletos algunos sectores y ocupaciones, pero hace surgir otros y, por otro lado, permite reducir los costes de producción de los bienes y por tanto sus precios, con lo que se eleva el poder adquisitivo de la población y su demanda de otros bienes.

En suma, lo que ha hecho el progreso técnico no ha sido reducir el empleo, sino cambiar su composición. En efecto, en el desarrollo económico mundial hay un patrón bien conocido de traslación del empleo de la agricultura a la industria y después de esta a los servicios (la llamada transformación estructural).

Cómo cambia la composición del empleo depende de la naturaleza de las innovaciones tecnológicas. Desde el lanzamiento del primer ordenador personal hace 35 años se reavivó el debate sobre la incidencia del paro tecnológico. Primero se desarrolló la teoría del cambio técnico sesgado hacia la cualificación, que favorece el empleo de los trabajadores con un nivel educativo más alto, en la medida en que las nuevas tecnologías elevan más la producción de este tipo de trabajadores que la de otros.

Más recientemente, indagando en el mecanismo por el que se produce esto, se ha generado una teoría del cambio técnico sesgado hacia las tareas. Resulta que los ordenadores son mucho mejores que los humanos en tareas repetitivas o rutinarias (pensemos en una cadena de montaje), pero no se les da bien producir nuevas ideas, ni reaccionar a situaciones inesperadas, ni tratar con seres humanos. Es decir, que los trabajadores que llevan a cabo tareas abstractas (gestores, ingenieros, investigadores) o manuales (camareros, cuidadores, peluqueros) tienen menor probabilidad de ser reemplazados por máquinas (aquí el artículo clásico de Autor, Levy y Murnane).

Hace poco hablamos aquí de la caída de la participación en la renta de las ocupaciones rutinarias. Los tres tipos de tareas se alinean bastante bien con la distribución de ocupaciones por nivel de salarios, estando los trabajadores que desempeñan tareas manuales más frecuentemente en el tercio inferior de salarios, los de tareas rutinarias en el tercio intermedio y los de tareas abstractas en el superior. Se ha dado en casi todos los países una polarización ocupacional (de la que ya nos habló Florentino Felgueroso), en favor de las ocupaciones en los dos extremos, perdiendo empleo las intermedias:

polarization

En EEUU este fenómeno se ha dado a la vez que han aumentado los salarios de los trabajadores de los servicios menos cualificados. David Autor y David Dorn defienden que esta evolución solo puede explicarse por la existencia de un aumento de la demanda de esos servicios, posiblemente gracias a la caída de precios de los bienes en cuya producción las máquinas han pasado a realizar las tareas rutinarias. Así que no todo está perdido para los menos cualificados.

No obstante, parece claro que la frontera entre lo que pueden y no pueden hacer las máquinas se está desplazando, y futuros avances de la inteligencia artificial pueden dar lugar a que también queden dentro de su ámbito de actuación las tareas manuales y las no rutinarias.

¿Cómo deberían reaccionar los trabajadores para mejorar su situación ante este panorama, en especial los jóvenes? Como dice Dorn, lograr un mayor nivel educativo es una receta fácil de dar. Pero hace falta una educación distinta, orientada a adquirir habilidades en áreas en que las capacidades humanas sigan superando a las de las máquinas. Una educación memorística y de cálculo mental no sirve. Fomentar las capacidades de resolver problemas y de comunicación, mediante el estudio de casos y el trabajo en equipo −usando métodos pedagógicos modernos, o como diría Antonio Cabrales, arrumbando la educación viejuna− puede favorecer complementariedades con las máquinas, que permitan crear nuevas oportunidaes de empleo

Y para las ocupaciones intermedias en declive, puede ser útil una mayor atención a la interacción individualizada con el cliente y a la resolución de problemas. Dice Dorn: "Un operario que tenga un conocimiento profundo de cómo funciona una máquina, y del proceso productivo en que se integra, es más difícil de sustituir que un operario que solo está familiarizado con unos cuantos botones del cuadro de mandos de una máquina. (...) De forma parecida, un vendedor que aconseja de forma experta y responde cuidadosamente a las peticiones de cada consumidor es menos fácil que pierda su empleo que un compañero que se limita a pasar tarjetas de crédito por el terminal de una caja. Estos trabajos que tienen una combinación virtuosa de tareas no requieren una educación universitaria pero sí se beneficiarían de un sistema de formación profesional de alta calidad, que combine la experiencia práctica en el trabajo con una educación adaptada a las necesidades de una ocupación concreta." O sea, que se trata de adquirir habilidades para las interacciones personales, versatilidad y sentido común, cosas que, ciertamente, son difíciles de infundir a los seres humanos pero, probablemente, todavía más difíciles de incorporar a una máquina.