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La rocambolesca historia del contrato único

De Samuel Bentolila,  Florentino Felgueroso, Marcel Jansen y Juan F. Jimeno

La recuperación económica ha impulsado notablemente la creación de empleo en España, pero lo ha hecho con el excesivo peso de la contratación temporal de siempre, tanto en los flujos de nuevos contratos como en el stock de trabajadores asalariados. Incluso, como mostramos en una entrada reciente, se observa una disminución en la duración de los contratos temporales y escaso avance en la conversión de estos contratos en indefinidos. Mientras que en Alemania la tasa de temporalidad entre los asalariados es del 13.1%, del 16.2% en Francia y en los Países Bajos del 20.8%, en España es ya del 26.7%. En Europa solo nos supera Polonia, con el 27.5%.

Ante este hecho, han vuelto a surgir voces que reclaman soluciones a la dualidad del mercado de trabajo español. Entre ellas está la propuesta del “contrato único”, que tanta atención recibió a finales de la década pasada. Las reformas laborales en Italia y en Francia, que en cierto modo hacen de la lucha contra la dualidad uno de sus objetivos fundamentales, también han contribuido al renacimiento de este interés.

En esta entrada recordamos los orígenes de esa propuesta y cómo se formuló por el grupo de economistas que la promovieron en abril de 2009. En otra posterior, recordaremos en qué consiste exactamente, responderemos a las críticas que ha recibido e indicaremos por qué pensamos que sigue siendo la mejor alternativa para resolver la excesiva dualidad del mercado de trabajo español.

La versión española del contrato único

El origen del contrato único está en un trabajo de colaboración entre dos economistas franceses excepcionales, un macroeconomista con amplia experiencia en el estudio de los mercados de trabajo europeos (Olivier Blanchard) y un reconocido (con el Premio Nobel) experto en el campo de la teoría de los contratos (Jean Tirole). En 2003 publicaron un artículo (Contours of employment protection reform) en el que señalaban tres características fundamentales que debería tener un contrato de trabajo: (i) indemnizaciones por despido crecientes con la antigüedad (y no solo linealmente, sino con una pendiente creciente en dicha duración), (ii) prestaciones por desempleo financiadas bajo el principio del experience-rating (bonus-malus), de forma que las empresas contribuyan a esa financiación de manera proporcional a los despidos que realicen y (iii) escasa discrecionalidad en la intervención judicial en los despidos por causas económicas.

Inspirado por ese artículo (y por otro de Pierre Cahuc y Fabien Postel-Vinay), Juan J. Dolado, en el diario Expansión en abril de 2004, consideraba conveniente "tapiar los costes del despido" creando "un nuevo contrato para todos los trabajadores en cinco tramos, con indemnizaciones de 10 días para el primer año, 16 para el segundo, 21 para el tercero, 29 para el cuarto y 39 en adelante".

Cuatro años después, respondiendo a la petición de una revista académica de un think tank alemán (CESifo), dos de nosotros junto con el propio Juanjo revisamos el proceso de reformas laborales que había generado la dualidad del mercado de trabajo español. También adaptamos la propuesta de Blanchard y Tirole a las necesidades del caso español, teniendo en cuenta los resultados de investigaciones previas sobre su segmentación y la experiencia adquirida tras participar en comités de expertos para la reforma laboral en España (aquí, aquí y aquí). En ese trabajo proponíamos: "sustituir el actual sistema de contratos indefinidos y temporales para los nuevos contratados por un único contrato indefinido con indemnizaciones progresivamente crecientes".

Poco después de publicarse este artículo, viendo venir el cambio en la coyuntura económica internacional y conociendo la debilidad estructural del mercado de trabajo español para digerir perturbaciones negativas, un grupo de economistas laborales empezamos a sentir una gran preocupación. En parte para confortarnos mutuamente y en parte para discutir cómo podríamos contribuir a mejorar las políticas de empleo a fin de reducir el coste de una crisis que estaba aún en sus albores, algunos economistas nos reunimos en marzo de 2009. Y de aquella reunión surgió la Propuesta para la reactivación laboral en España, que originó “la versión española del contrato único”.

Esta propuesta recibió un grado de aceptación inusual entre economistas académicos españoles y se acabó convirtiendo en el “manifiesto de los cien”. Luego se adhirieron aún más colegas. Así, el origen de la “confabulación” detrás de esta iniciativa fue la de un grupo de economistas académicos e investigadores con intereses en cuestiones laborales y preocupados por las consecuencias de una crisis que despuntaba, con consecuencias gravísimas sobre las perspectivas laborales de la población española y, en particular, de los segmentos más desfavorecidos.

Desde su presentación pública el 21 de abril de 2009 y la publicación de un artículo de prensa, la propuesta recibió una amplia difusión en los medios de comunicación y también generó una abundante respuesta pública en forma de valoraciones institucionales y artículos de opinión. En este sentido, cumplió uno de sus objetivos principales: fomentar el debate público sobre las políticas económicas en España, prácticamente inexistente en relación con el mercado de trabajo, del que los académicos apenas habíamos sido partícipes hasta entonces.

Quizás por esa inexperiencia, fuimos sorprendidos por la pronta y virulenta reacción de los agentes sociales, que por entonces estaban negociando otro de sus muchos acuerdos sociales. Por una parte, nos acusaron de hacer política a secas, cuando sólo pretendíamos movernos en el plano de la política económica y, por otra, promovieron un contramanifiesto, comúnmente denominado como el “manifiesto de los 700”. La respuesta sindical se centraba en un argumento muy repetido, aunque fuera contrario a la evidencia empírica: que las ineficiencias de nuestro mercado de trabajo no tenían un origen institucional, sino que nuestros principales problemas procedían de nuestro modelo productivo. Además, se ponía en duda la honestidad de la propuesta mediante juicios de intenciones infundados, se acusó al contrato único de instrumento para transformar a todos los trabajadores en precarios, y se cuestionó su encaje en la Constitución Española. Por el contrario, la propuesta fue recibida favorablemente y, posteriormente, recogida como digna de consideración por algunos organismos internacionales (como la OCDE o el FMI).

Retrospectivamente, el “manifiesto de los cien” fue instrumental para cambiar los debates sobre políticas de empleo en España, hasta entonces casi monopolizados por agentes sociales con intereses particulares en la regulación tanto de la protección del empleo como de la negociación colectiva. La propuesta llegó a traspasar la línea del debate para ser adoptada por varios políticos, bien a título individual bien incorporándola en los programas de partidos como UPyD o Cuidadanos, siendo objeto de dos debates parlamentarios (aquí y aquí). También formó parte de los debates generados en las últimas elecciones. Lo que no ha conseguido es saltar al BOE.

¿Qué hicimos mal?

Debemos reconocer que se cometieron algunos errores en la formulación y la presentación de la Propuesta para la reactivación laboral en España. (Lo que viene a continuación es nuestra opinión, que puede ser compartida o no por sus otros promotores.) En primer lugar, además de la adopción del contrato único, se recomendaba combinarlo con un sistema de financiación de las prestaciones por desempleo con un componente “bonus-malus” y una mochila austriaca para combatir el exceso de temporalidad. Y también se proponían otras medidas respecto a la protección social, la negociación colectiva y las políticas activas de empleo, que lamentablemente quedaron totalmente eclipsadas por la propuesta del contrato único.

Otro error fue que, por la propia naturaleza del manifiesto, inicialmente no se incluyeron explicaciones sobre cómo incardinar ese tipo de contrato en la procelosa legislación laboral española. Y esta falta de detalles permitió que el debate económico transmutara en otro jurídico y también que la propuesta se confundiera con otras de naturaleza distinta, como la de la patronal (aquí).

Un tercer error, que pudo restar aceptación y viabilidad política a la propuesta, fue no discutirla antes de su difusión pública con los agentes sociales, algunos de ellos ciertamente preocupados por la dualidad del mercado de trabajo español e interesados en la búsqueda de soluciones viables a ese problema.

Finalmente, la referencia continua a la propuesta como "la del contrato único” confundió a muchos y les llevó a pensar que se proponía la eliminación de la flexibilidad de la contratación, dejando un solo tipo de contrato, cuando en realidad se contemplaban contratos adicionales de interinidad y formación, y modalidades como el contrato fijo discontinuo o el contrato a tiempo parcial.

A posteriori se trató de corregir estos errores mediante una participación masiva de los promotores de la propuesta en los medios de comunicación y reuniones con juristas expertos y con representantes de los agentes sociales, que dieron lugar a reformulaciones de la propuesta más precisas. Varios miembros del grupo siguieron desarrollando el modelo del contrato único e investigando sus posibles efectos (por ejemplo aquí, aquí, aquí o aquí). Pero los resultados no fueron positivos. Las ideas preconcebidas y los juicios de intenciones de los que se opusieron (ferozmente) a la propuesta sustituyeron al debate informado −con argumentos lógicos y evidencia empírica− sobre las ventajas y los inconvenientes de la propuesta.

En una próxima entrada lo volveremos a intentar, reflexionando sobre lo que aprendimos de aquel debate y explicando, una vez más, cómo esta propuesta contribuiría a resolver la grave enfermedad de temporalidad y precariedad que sigue afligiendo a nuestro mercado de trabajo.