Desde la reciente traducción al inglés de su libro Le capital au XXIe siècle, el economista francés Thomas Piketty está alcanzado el estatus de estrella de rock en los medios de comunicación. Y esto es una gran noticia porque, como bien dice Piketty, la ciencia económica (y las demás ciencias sociales) son demasiado importantes como para dejarlas únicamente en manos de los académicos. No es fácil añadir mucho más a todo lo que se ha dicho al respecto en estas últimas semanas (FT, NYTimes, Economist, Krugman y un largo etc.), pero por si acaso aún queda alguien que no haya leído este magnífico libro, que no haya seguido en directo el debate entre Piketty, Krugman, Stiglitz y Durlauf, o que le dé pereza leer las diapositivas de alguna de sus múltiples presentaciones (aquí la presentación que dio en Helsinki en Noviembre), quizás merezca la pena recordar algunas de sus principales tesis.
El libro de Piketty reúne los resultados de muchos años de trabajo y de numerosos artículos académicos. Piketty, tras completar a los 22 años una brillante tesis en teoría económica, fue contratado por el MIT. Sin embargo, al cabo de dos años decidió regresar a Europa y hacer algo que a los economistas nos suele dar mucha pereza: recoger datos. Como explica en una reciente entrevista, aunque tenía mucho éxito con sus artículos de teoría económica (éste es mi preferido) y publicaba en las mejores revistas, pensó que era imprescindible disponer de datos históricos adecuados sobre renta y riqueza. Conjuntamente con varios co-autores, durante los últimos 15 años se ha dedicado a recopilar incansablemente información detallada acerca de la evolución histórica de la distribución de la renta y la riqueza en 20 países.
Piketty llega a la conclusión de que el “capitalismo” es un gran sistema en términos de su capacidad para crear riqueza pero, advierte, no corrige automáticamente los aumentos en la desigualdad. En su opinión, no debemos dejarnos engañar por el descenso en la desigualdad experimentado por Europa Occidental y Estados Unidos después de la segunda guerra mundial. Este se debería a una combinación de eventos extraordinarios: la voluntad política de introducir un sistema impositivo muy progresivo, la destrucción de capital causada por la guerra y unas décadas de crecimiento económico excepcional. En el futuro, en ausencia de políticas impositivas suficientemente agresivas, Piketty pronostica un aumento de la desigualdad que podría volver a alcanzar los niveles del siglo XIX.
Piketty comienza su argumento discutiendo la importancia del capital en la economía. El ratio entre el valor del capital y la renta nacional no es constante a lo largo del tiempo. La evolución histórica de este ratio depende de la tasa (neta) de ahorro y la tasa de crecimiento de la economía (crecimiento de la productividad más crecimiento demográfico). Cuanto más bajo sea el crecimiento económico, a igual tasa de ahorro, mayor peso tendrá el capital. A mediados del siglo XIX en Europa Occidental el valor del capital equivalía a siete años de producción. En menos de 100 años este ratio había bajado a dos años, en gran parte debido al efecto destructor de las dos guerras mundiales y al fuerte crecimiento económico. Sin embargo, en las últimas décadas el crecimiento económico se ha ralentizado y el valor del capital ha vuelto a aumentar hasta situarse en torno al 500-600%.
A su vez, un aumento del peso del capital en la economía podría conllevar un aumento del peso de las rentas del capital. La clave está en la elasticidad de sustitución entre capital y trabajo, es decir, en cómo de fácil es sustituir el capital por el trabajo. Si la elasticidad es superior a uno, quizás gracias a las nuevas tecnologías que facilitan la sustitución de la mano de obra por máquinas, la cantidad de capital en la economía podría crecer a un ritmo mayor de lo que disminuye la productividad marginal del capital, de forma que el peso de las rentas del capital en la economía aumente. Según Piketty, esto es precisamente lo que ha ocurrido en las economías occidentales desde los años 70.
Las rentas del capital tienden a estar mucho menos repartidas que las rentas del trabajo, por lo que estas variaciones tienen un efecto directo sobre el grado de desigualdad de una sociedad. La concentración de la riqueza alcanzó niveles muy elevados en Europa en los siglos XVIII y XIX. El 10% de la población poseía el 80-90% de la riqueza total. La desigualdad comienza a descender a partir de la primera y de la segunda guerra mundial, cuando se produce una masiva destrucción del capital acumulado, un fuerte crecimiento económico y un aumento de los impuestos a los más ricos. Por el contrario, en los últimos años la desigualdad ha comenzado de nuevo a aumentar, pero sigue siendo muy inferior a los dramáticos niveles que se alcanzaron en el siglo XIX.
Piketty señala que en el futuro la evolución de la desigualdad dependerá de cómo evolucione la tasa de retorno del capital (neta de impuestos) y del crecimiento de la economía (productividad más crecimiento demográfico). Históricamente la tasa de retorno del capital ha sido superior al crecimiento económico (Gráfica 10.9). Sin embargo, durante gran parte del siglo XX, la combinación de un fuerte crecimiento económico y un sistema impositivo muy progresivo consiguió reducir la tasa de retorno del capital, neta de impuestos, por debajo de la tasa de crecimiento (Gráfica 10.10).
En las últimas décadas la tasa (neta) de retorno del capital ha superado de nuevo a la tasa de crecimiento. La competencia internacional para atraer capitales ha reducido la presión impositiva y, al mismo tiempo, las tasas de crecimiento parecen estar ralentizándose, tanto en términos de productividad como en términos demográficos. Según Piketty, si no hacemos nada por evitarlo, en el siglo XXI la desigualdad seguirá aumentando y podría volver a situarse en los niveles del siglo XIX, con el regreso a lo que denomina el "capitalismo patrimonial", en el que las grandes fortunas son el resultado de las herencias. Las predicciones de Piketty deberían preocuparnos especialmente en países como España, donde se combina un panorama demográfico desolador con unas perspectivas de crecimiento muy poco halagüeñas.
Pero Piketty no es determinista. Al contrario, opina que el futuro depende tanto de la economía como de la política y de las medidas fiscales que las sociedades adopten. La solución preferida de Piketty, un tanto utópica, sería la introducción de un impuesto a la riqueza a escala mundial. Si todos los gobiernos intercambiasen automáticamente la información bancaria, sería posible gravar a las grandes fortunas y transferir estas rentas al resto de la sociedad.
Una de las principales controversias del libro está relacionada con el papel inequivocamente negativo que Piketty asigna a la desigualdad. Un cierto nivel de desigualdad puede contribuir a fomentar la innovación y el crecimiento económico. La introducción de tasas impositivas marginales del 80% a la riqueza y a la renta, tal y como propone Piketty, podrían tener un efecto negativo sobre la actividad económica. Sin embargo, Piketty insiste en que un nivel de desigualdad demasiado elevado corrompería el funcionamiento de la democracia y cercenaría la igualdad de oportunidades. Otros puntos objeto de debate son el papel del capital humano o la posibilidad de que la tasa de retorno del capital pueda mantenerse a los mismos niveles en un contexto de bajo crecimiento de la productividad y de la población.
Durante muchos años las discusiones académicas sobre desigualdad habían estado centradas en el incremento en la desigualdad de la rentas del trabajo, atribuible en parte al cambio tecnológico sesgado en favor de los trabajadores más hábiles. El trabajo de Piketty pone de relieve el papel fundamental que sigue teniendo en el siglo XXI la distribución de las rentas del capital como determinante de la desigualdad.